jueves, 30 de diciembre de 2010

El rio

Lo cierto es que nunca tuvimos, en nuestra niñez, lo que podemos decir un río de fundamento. Tuvimos otras cosas, no digo que no, mucho campo para correr, mucho monte para tirar para arriba, muchas calles para aprender esconderites y algunas casonas para pasar la tarde y aprender las cosas de la vida. Pero río, lo que se dice río, nos tuvimos que conformar con lo que había y apañarnos como pudimos.

Al muchachito le hubiera gustado que su pueblo tuviera un río de cuidado, como el de Miranda, como el de Aranda, como el de Aranjuez. O algo menos aparatoso si hubiera venido al caso. Pero de más seriedad. Y, en fin, a pesar de todo lo aprovechamos como pudimos y, habrá que concluir, que le sacamos bastante jugo a pesar de todo.

Eran aquéllos, si todavía se acuerdan, años de cangrejos portentosos que se encaramaban a los aros de los reteles, primero, y a los bordes de las cazuelas, después, como si en ello les fuera la vida. Que les iba, por cierto. Las tardes se hicieron para coger cangrejos y allí estaban, en el río, en aquel río nuestro que no era gran cosa, es cierto, pero que de pozo en pozo era capaz de propiciar aquella explosión demográfica de crustáceos que ya, a costa de enfermedades y repoblaciones extranjeras, acabó como por encanto.
Eran unas tardes que el muchachito pasaba entre curioso y maravillado viendo el subir y bajar de los reteles y el engordar de los fardeles, allí, en cualquier recodo del río, bajo algún chopo de hermosa sombra, fumando algún goya o algún mencey si venía al caso, que casi siempre venía. Eran unas tardes que se pasaban entre la emoción de las capturas, el cuchichear permanente de las piezas en el caldero y las discusiones técnicas entre los expertos y los aficionados.


- Más vale que arrimes aquél retel a los juncos porque ahí no vas a sacar nada. Mira que te lo he dicho veces.
- Lo que pasa es que teníamos que haber traído más asadurilla p'al cebo, porque con las lombrices no entran. 
- Y no me digas que no, que en esta poza el otro día los sacaban a mano, que yo lo vi.
  
Eran tardes llenas de emociones que solían concluir en noches repletas de orgullo y satisfacción cuando llegabas a casa con aquellos trofeos impresionantes y los relatos inagotables de la hazaña presentida.

- Ese gordo de allí se me escapó por tres veces, pero siempre volvía.  Y le dije a Manolo "vas a
ver tú como a la próxima lo engancho". ¡Y toma que lo enganché!  Me arrimé a los escaramujos y
cuando volvimos a tirar p'arriba y le vi asomar le eché mano.

Era un río que engañaba. Le veías desde Fuentepeña, bien mirado, y no parecía que pudiera dar tanto jugo, pero lo daba, ya les digo. No era un río como para presumir, no, como hacían otros con los ríos de sus pueblos, pero nos conformábamos. Ni siquiera había como para sacar coplas.

Por el puente de Aranda; 
se tiró, se tiró, 
se tiró el tío Juanillo; 
pero no se mató.

Por los puentes de nuestro río no se podía tirar nadie, porque era raro encontrar por debajo un caudal mínimo que asegurase la supervivencia. A lo mejor no se hubiera matado el tío Juanillo tampoco, porque las alturas de los puentes no eran para exagerar, pero una buena talegada no se la habría quitado nadie. Claro, a no ser que el tío Juanillo hubiera optado, como los muchachitos en las tardes de calor, por tirarse desde el trampolín que teníamos en la presa.

Eran tiempos remotos. Tiempos en los no se conocían las piscinas ni otras cosas que ha traído la civilización y el desarrollo.

- ¿ Vais a bañaros esta tarde?
- Sí, hemos quedado a las cinco.
- ¿Y puedo ir con vosotros?
- Sí, pero trae un bañador para mí.

Las tardes de baño, en la presa, eran algo maravilloso. Más bien sorprendente. Inexplicable. Los muchachitos llegaban en manadas, en sus bicicletas y luchaban con ardor por ver quién se tiraba primero al agua. Era lógico. El primero encontraba el agua mansa y el fondo tranquilo. Pero a medida que aquéllo se iba llenando de bañistas el fondo se iba removiendo y el agua se iba transformando en una especie de chocolate en revolución que, finalmente, acababa por ser un lodazal impracticable. Pero daba lo mismo. La cuestión era refrescarse, pasar un buen rato y hacer algunas exhibiciones atléticas para no quedar mal del todo. Había exhibiciones muy didácticas y meritorias. En especial las que se hacían en forma de saltos desde la especie de trampolín habilitado a tal efecto. Saltos hacia adelante, hacia atrás. Mortales y con tirabuzón hacia adentro.
Y si llegaba el caso, ejercicios de sincronización bajo el agua. Había uno en especial que era de gran temeridad pero quedaba muy vistoso. Consistía en meter la cabeza debajo del agua y sacarla después de un rato con la boca llena de agua escupiéndola hacia arriba. Este ejercicio era conocido por los expertos con el nombre de "la ballena", y se lograban con él efectos muy llamativos y sorprendentes, aunque con gran riesgo para la vida del atleta. Unas tifoideas o cosas peores llegados al caso.

La sesión podía acabar en el soto, sin ir más lejos, después del secado y del cambio de ropa, que si la tarde se ponía ventosa y las toallas se movían mucho podían regalar a los ojos del observante otro espectáculo audiovisual muy poco aleccionador.

Coño cómo sopla hoy!
- Tapa y calla que se te ve.

Nunca tuvimos un río de fundamento, es la verdad. Pero le sacamos el jugo y hasta la gracia.


                                                                                                                        Manolo Díaz Olalla

                     (Publicado en la Revista "Amigos de Hacinas" nº 74, de primer trimestre de 1997) 
(Fotografías por gentileza de: http://www.lancara.org/Fotos/index.html, Excmo. Ayuntamiento de Hacinas y "La Voz de Pinares")

Nota del autor.- Hace unos meses el muchachito, que ya no es tal, volvió al río después de muchos años. Y recordó unas cuantas cosas que tenia dormidas allí en la cabeza. Y tuvo la impresión de que con las cosas de ahora estos muchachitos que se las dan de listos se quedan sin aprovechar todo lo bueno que todavía queda. Como las tardes en el río. Ese río nuestro que, no nos engañemos, nunca ha sido gran cosa, pero que supimos exprimirle el jugo como si fuera un río grande. Como el de Aranda. Aunque no sea navegable.


domingo, 7 de noviembre de 2010

Se celebró la XXXI reunión de la Cofradía de Amigos del Cordero Lechal (con todo éxito de público y de crítica)


Sí, amigos, de nuevo nos reunimos. Fue el 30 de Octubre y, según los contables, lo hicimos para cumplir la edición XXXI de tan espléndido evento.
En esta ocasión visitamos el Monte Santiago, con el espectacular salto del Nervión, la ciudad de Orduña y el pueblo de Berberana en donde comimos fabulosamente en el Restaurante Amparo.
Bueno, todo inmejorable, desde los aspectos culturales y paisajísticos hasta lo puramente gastronómico.... porque, de la compañía ¿qué decir?... como siempre lo mejor!
Es cierto que, como comentaron los asistentes, se está llegando a un nivel de calidad en la organización,  los lugares, las visitas y los establecimientos dificilmente superables. Enhorabuena a todos, en especial a quienes han organizado excelentemente los últimos encuentros: Julio y Alberto.

lunes, 1 de noviembre de 2010

Volver a las fiestas de Santa Lucía (crónica breve de sentimientos atropellados aunque sinceros)


Volver…. Esa es la cuestión. Tras una triste aunque inevitable ausencia, la del año 2.009, a las fiestas de Santa Lucía, he vuelto de nuevo a la campa de la ermita el tercer domingo de Septiembre, como mandan los cánones siempre que el día de San Mateo no se adelante a esa fecha, con el ánimo de reencontrarme con mi gente y de borrar, de un sólo golpe y por si fuera posible, ese baldón de un año de ausencia que había emborronado muy torpemente mi biografía personal tras una trayectoria de una vida entera sin falta ni tacha alguna. Lo hacía con el inmenso placer que en esta etapa de mi vida supone para mí volver a ver a amigos y familiares este día mágico para todos los hacinenses. Un día que posiblemente sea uno de los más especiales del año sobretodo ahora que, por las obligaciones y otros engorros de la vida, mi presencia se hace cada vez más escasa y casi siempre alrededor de algún suceso puntual, bien sea gozoso (la reunión gastronómica de amigos el último fin de semana de Octubre) o doloroso, cuando el acontecimiento que nos junta es algún suceso triste. Como ven, en fin, como los misterios del Rosario que recitaba la abuela en aquéllos atardeceres de mi infancia.

Este año, además, esta visita festiva tenía para mí un alcance y un interés diferente: enseñar este acontecimiento inigualable a mi mujer, Katiuska, quien lo iba a presenciar por vez primera y, como si de un experimento se tratara, comprobar en sus reacciones y comentarios cómo vive, comprende e interpreta un suceso tan inigualable para nosotros como es la Romería de Santa Lucía, una persona que por su origen, costumbres y vida previa nunca había tenido la ocasión de asistir a una fiesta de estas características. Lo del choque cultural, que se dice ahora, cuando hacemos extensivo ese término al conjunto de experiencias vitales que uno aprende desde que nace en el entorno en que le toca vivir.

En ningún momento he pensado hacer hoy aquí mi propio relato de las fiestas. Doctores tiene la Iglesia que lo hacen mejor que yo y, además, son grandes expertos en ello. Se suben a lo alto de la peña cuando la procesión está en el centro de la era, dan un giro de 360º sobre sus pies para llevarse la impresión panorámica en su cerebro y, como si acabasen de hacer una foto aérea dicen “entre 6.000 y 6.500”, un suponer. ¿Pero cómo es posible? Porque nada detiene a quien acumula lustros de experiencia. De un vistazo calcularon la superficie potencialmente “pisable”, por muy irregular que esta sea, la densidad de población romera en el momento y la previsible a lo largo de la tarde, el espacio que ocupan puestos y chiringuitos, que restan del anterior y el nivel de rotación y recambio de feligreses, romeros y aficionados que se puede esperar a lo largo del día. Todo de un tirón. Como si tuvieran una computadora en la cabeza. “¿Pero cómo es posible?”, les dices insistente. “Está claro” te contestan, “los metros cuadrados disponibles por cuatro cristianos en cada uno cuando están muy apretaos como hoy (en eso no fallan, la proporción de fieles de otras religiones es prácticamente desdeñable), más la gente que viene por la tarde… total unos 6.225, o sea unos 100 menos que el año pasado”. Y te quedas así, como con cara de tonto o de admiración, depende del caso, sin saber qué argumentar, aunque con la certeza de la infalibilidad de quién calcula. Pues por eso, que las crónicas las haga quien sabe. Este humilde servidor se va a conformar en relación a todo esto con escribir aquí, con carácter de urgencia, una lista de sensaciones, atropelladas, pero sinceras y recién pasadas por el corazón.

A mí me encanta el encontrarme con la gente. Saludar una, dos, cien veces, a amigos y conocidos. Es, como ha declarado el señor alcalde a la prensa, uno de los aspectos más atractivos de este día, aunque a K le parezca que nunca antes había saludado a tanta gente. Para alguien ajeno a este mundo rural y festivo de nuestro país es una de las cosas que más llaman la atención y más sorprende. El inmenso júbilo y placer que experimentamos al encontrarnos y el alto nivel de la amistad y el compañerismo que se desprende al vernos interactuar. Esa emoción que sentimos sin disimulos extraña mucho a los ajenos, como también lo hace ese interés, esa pasión por Hacinas, su gente y sus tradiciones que pasa de padres a hijos y se transmite de forma contundente. Si esto es o no una cuestión diferencial que ocurre en Hacinas más que en otros lugares díganmelo ustedes primero y, si están de acuerdo conmigo, búsquenme alguna explicación después, porque ante esa curiosidad, K se quedó sin una respuesta convincente por mi parte.
El aspecto familiar también se hizo muy destacable entre sus mejores impresiones. Ese afán y ese gusto por reunirse un día como este quienes componen núcleos familiares a veces muy dispersos por toda la geografía se destacó en su análisis como otro rasgo sorprendente y distinto. En lo referente a lo lúdico el choque resultó mucho más brutal: encontré en mi foránea preferida muy poco gozo al escuchar la jota y otros cantos tradicionales que a mí me emocionan y que fueron interpretados magistralmente por profesionales, unas veces, o por aficionados con algún vermú de más, otras. Admiró, eso sí, la destreza y la vistosidad de danzantes, dulzaineros y aficionados, muy especialmente durante la procesión.

Pude volver ese día mágico, reconciliarme con mi pueblo y sus tradiciones y, con mis amigos (son de los que no perdonan una infidelidad como esa), compartir esas emociones cotidianas que tan felices nos hacen. Pude también, por una vez, trascender de las impresiones comunes y cercanas para aprender y sentir junto a K cómo se vive todo eso desde una posición de imparcialidad emocional, desde la neutralidad y sin los antecedentes afectivos y culturales con los que partimos los que, como un servidor, nos hemos criado con este sesgo desincrustable de ser de Hacinas y de haber gozado desde que tenemos uso de razón de las fiestas de Santa Lucía.
Me llamó la atención este año la coexistencia pacífica que se alcanza entre tradición y modernidad. Es todo un éxito de tolerancia tecnológico-cultural. La tecnología, digámoslo así, ha irrumpido en la romería de forma tan natural que se ha implantado en cada detalle sin alterar las costumbres ni hacerse estridente. Así uno se pasea entre puestos en los que se ofrecen pedazos de jamón envasados al vacío, se pesan las almendras garrapiñadas en básculas digitales o se venden pendrives de tamaños minúsculos con toda la colección de jotas serranas en formato mp3. Es el presente y el futuro todo mezclado. Tanto, que tuve ocasión de protagonizar un episodio de modernidad mal entendida que hubiera sido imposible que ocurriera hace muy pocos años. Acababa de entrar el pendón por la puerta de la ermita al final de la procesión cuando sonó mi teléfono móvil. Lo descolgué sorprendido y escuché la voz de un buen amigo de Hacinas al otro lado de la línea.

- ¿Qué pasa, niño? ¿Dónde andas?, me preguntó.

- Aquí, contesté.

- Oye… eso no está bien, así que ¿otro año sin venir? Te vamos a poner falta, eso no puede ser…. añadió.

- Que estoy aquí… en Santa Lucía, insistí.

La señal era muy deficiente y el ruido ensordecedor. Por más que lo intentaba y gritaba mi interlocutor, como en aquélla historia de los dos sordos, seguía sin oír nada de lo que le decía.

- Bueno, pues tú te lo pierdes, que lo sepas. Está la mañana estupenda, ha venido un poco menos gente que el año pasado, pero hay bastante, unos 6.250 han dicho los expertos, esto está animadísimo… Y lo mejor del caso es que estamos todos… bueno creo que sólo faltas tú….insistió.

- Oye ¡ que estoy aquí!, le dije desesperadamente.

- Bueno, te dejo que no se oye nada, me dijo para acabar, voy a tomarme unos vinitos aquí en lo de la gente de Hortigüela y brindaremos por ti, descastao que eso es lo que eres….

En lo de la gente de Hortigüela estaba yo también, por lo que temiéndome lo peor colgué el teléfono antes de darme la vuelta para ver lo que presentía: a pocos metros de donde yo estaba mi amigo le gritaba al móvil como un loco intentando despedirse de mí. Le toqué el hombro con resignación y le dije ante sus ojos asombrados que no, que no gritara más, que le oía mejor si hablaba más bajo y que sacara de una vez los vinos que estaba prometiendo porque para brindar por mí no hay nada mejor que brindar conmigo…

Volver, esa es la cuestión. Para constatar que todo sigue igual, que ahí están nuestra gente y nuestras raíces y que no hay nada mejor que compartir siempre los mágicos momentos de las fiestas de Santa Lucía.


Manolo Díaz Olalla
(Publicado en la revista "Amigos de Hacinas, tercer trimestre de 2010, Nº 129)
Fotografías: tomadas de  Diario de Burgos y La Voz de Pinares


domingo, 22 de agosto de 2010

La bicicleta



¿Dónde habrán ido a parar las cosas de nuestra vida? ¿ Dónde estarán esas cosas mágicas que fueron y ya no son pero que permanecen aquí en la cabeza y, a veces, allí en el corazón, durmiendo el sueño de los justos para despertar por un momento, como en una neblina dulce, cuando menos nos lo esperamos? ¿En qué hoguera habrán ardido, quién se vio obligado a tomar la determinación de firmar su sentencia de muerte, o a adherir su acta de defunción a beneficio de algún inventario por derribo?

¿Con qué derecho alguien hizo retales de aquél pantalón campana tan vistoso que tanto le gustaba para salir los domingos, o a envolver arenques con aquél trozo de papel de estraza en el que usted escribió con tanto dolor aquellos versos primerizos y, digamos la verdad, algo horteras, la tarde en que su primera novia decidió irse con otro sin darle más explicaciones? ¿En qué carpeta dormirán las fotos de aquélla excursión veraniega a la peña villanueva o en qué caja de cartón roído se oxidan los candiles de la abuela, las estrébedes mugrientas o la cazuela de cobre en la que la Julia derretía las almendras garrapiñadas unos días antes de la fiesta de Regumiel?

¿Usted sabe algo de eso? Dígalo, por Dios, y no permita que sigamos creyendo que todo fue un sueño y que si de verdad hubo algo de todo aqueéo ya se esfumó como por encanto y que nunca vamos a poder reunir todas ésas cosas para sentirlas cerca otra vez y para que nos devuelvan, si es que pueden, algo de aquélla paz que sentíamos y que tanta falta nos hace.

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martes, 17 de agosto de 2010

Rayos


Hubo una época en que los rayos caían del cielo como maldiciones bíblicas y acababan con las cosas y hasta con los hombres sin que nadie pudiera hacer nada por evitarlo. Cuando las tardes de verano se ponían negras como dicen que son las bocas de los lobos, las copas de los árboles se erizaban como los lomos de los gatos y embriagaba en el aire el olor inconfundible de la tierra mojada, el niño buscaba como un loco las faldas negras de la abuela y se agarraba a ellas como si en ello le fuera la vida.

- Cállate la boca y siéntate, que vamos a rezar el rosario.

Antes del segundo misterio se desataba más allá de la ventana un estruendo de agua, truenos y saetas de fuego y la abuela suspendía el rezo para entornarla, apagar la luz y atusarse por un instante el mechón rebelde -era toda la rebeldía que ella se toleraba- que le asomaba por debajo del pañuelo. A veces exclamaba levemente: "¡Virgen Santa!" y cabeceaba con resignación para volver a comenzar.

- Misterios Dolorosos del Santísimo Rosario. Por la señal de la Santa Cruz....


- Abuela, que toca el tercero.

De repente el cuarto se alumbraba con un fogonazo violento y el niño se tapaba los oídos mientras desgranaba con los dedos la cuenta que su padre le había enseñado: uno, dos, tres, cuatro... El ruido ensordecedor del trueno hacía temblar los cristales y el niño multiplicaba cuatro por trescientos cuarenta.

- Abuela ése ha caído a un kilómetro, ¡a lo mejor por la Hontana!


- Cállate la boca y sigue rezando. "Santo Rosario, por la señal..."


- Abuela ¿quién estará de boyero?


- Cállate la boca y aplícate..... "de la Santa Cruz, de nuestros enemigos..."


- Abuela pero si ya íbamos por el cuarto!

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lunes, 2 de agosto de 2010

Este verano: leer (y releer) a Miguel Delibes



Me tomo la libertad de cambiar, por esta vez, el tono y la temática de mis modestas notas para haceros a todos una recomendación veraniega: leer, o releer para quienes ya lo hayan hecho, algunos libros de los que componen la inmensa y admirable obra de un castellano que ha sabido plasmar, mejor que nadie, el espíritu de Castilla y el alma y la manera de entender la vida de los castellanos: Miguel Delibes.

Delibes nació en Valladolid el 17 de Octubre de 1.920 y falleció también en Pucela el 12 de Marzo del año actual a punto, por tanto, de cumplir los 90 años. Periodista y Director de El Norte de Castilla, inició su extensa carrera literaria en 1.947 con la novela La sombra del ciprés es alargada, comenzando con ella, también, el periplo de premios y reconocimientos que ha jalonado toda su existencia, pues con esta opera prima, obtuvo el Premio Nadal de ese año. Sería agotador hacer aquí un listado de ambas cosas, libros y premios, pero me permito señalaros los que a mi modo de ver pueden satisfacer mejor la curiosidad del lector que no conoce su obra o la de aquél que, buscando la emoción de dejarse envolver por la belleza transmitida mediante la escritura, quiera volver a sentir tal maravilla.

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domingo, 25 de julio de 2010

Otoño


No era el Otoño el que se apresuraba a invadirlo todo el martes de Santa Lucía. Ahora lo sé. Era el Invierno crudo y cruel el que llegaba sin avisar y sin que nadie le hubiera dado permiso para avasallar de aquélla forma.


- Más vale que te pongas el chaquetón si es que vas a llegar tarde, que no sé, la verdad, qué es lo que hacéis por ahí hasta las tantas, a lo tonto modorro, digo, sin juicio, que ya se han acabado las fiestas y parece que no pensáis terminar nunca con tanto andar p'acá y p'allá todos los días, que no sé si os dais cuenta de la edad que vais teniendo y que la vida es otra cosa que venga fiesta y fiesta.....
Soltó la abuela su perorata cansina con poco entusiasmo y con menos éxito mientras doblaba con mimo las rodillas de cuadros y recogía los platos de sopa de encima de la mesa. El muchachito aspirante a mozo la escuchaba como sin ganas mientras intentaba reconocer a través de la ventana a los que protagonizaban ese trajín de café completo a la puerta del bar. Ahí estaban ellos, sus amigos, o lo que quedaba de ellos después del duro pechar de las jornadas previas, ese sinsentido frenético y, entre nosotros, algo etílico.


Quiso decirle algo a la abuela, como para tranquilizarla un poco, o para sosegar sus inquietudes más urgentes pero fue en vano. Había sucedido lo que parecía inevitable, había desaparecido por fin ese frágil hilo de voz que brotaba de sus labios desde hacía unas horas amenazando como con irse definitivamente. Y lo había hecho. Tan solo un incomprensible ruido gutural logró arrancar el mozalbete ante la perplejidad de ella que se sintió por ello aún más autorizada para continuar con su sermón didáctico.
- No, si ya lo sabía yo, cuánto mejor si os trancarais ya en casa, que os vais a poner malos de tanto cantar y chospar y andar zascandileando por ahí n'eso, como cosas tontas. O de andar metidos todo el día en el chamizo ese de la escuela, que cualquier día se arrana y os espanzurra como a escuerzos, espantajos que sois unos espantajos....
Se alejó la abuela mascullando esas cosas entre dientes, camino de la cocina, pidiéndole a Dios por caridad cristiana que le diera ya algo de juicio a ese nieto suyo, que ya estaba bien de tanta inconsciencia y tanta disipación, o al menos, que llegara pronto el momento en que le viera trasponer camino de Madrid subidito en La Serrana, derecho a los brazos de su madre, a ver si con ella se enderezaba un poco el trapalón, que la tenía en un sinvivir desde que el sábado aterrizó por tal tierra dispuesto a comerse el mundo.

Miró el alguacilillo de nuevo por la ventana y entornó los ojos como para retener lo de allá lejos, San Cirbián, el Campo el Valle, la parte de Gete y los praos de Cabezón, y una inmensa melancolía le sacudió las entrañas. No encontró la causa de que todo se hubiera tornado gris como por encanto, y un sabor amargo, como a magarza, le invadió ese corazón de cabritilla que golpeaba con ansia por dentro del esternón.

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martes, 29 de junio de 2010

Las Brechas

Estamos vivos de casualidad. Por mucho menos de la milésima parte de las brechas que rasgaron nuestras impúberes frentes en nuestra infancia hacinense los muchachitos de hoy en día se habrían quedado a vivir de forma permanente en las urgencias de algún hospital, a sus padres les hubieran retirado la custodia y hasta la patria potestad y a todos juntos de la circulación por orden gubernativa.

Y sin embargo hemos llegado hasta aquí sin demasiados remiendos y con pocas mataduras para lo que podía haber sido. Tan temerosas estaban mi abuela y mi tía Casilda de verme aparecer por el portal de la casa con una brecha en la frente y con la cara empapada de sangre, que para ellas la llegada del buen tiempo y el anuncio de mi consecuente aparición en escena tenía casi tanto de alegría, por verme, sí, aunque no lo crean, como de reto titánico hasta conseguir ponerme, de nuevo, en el navarro, el día de mi feliz partida, y verme trasponer en toda mi integridad camino de Madrid con la menor cantidad de cicatrices que fuera posible.

- Hola majo… ¡cómo has crecido! ¿Te ha echado tu madre el botiquín?

- Sí, abuela, en la maleta está…

- ¡Ay qué ojos!... cada día se te nota más en la cara el Molinero que llevas en el apellido… ¿y gasas, te ha echado gasas?... mira que por aquí andamos escasos de esas cosas.

- Sí abuela, de esas que vienen en una caja redonda, ahí estarán, junto a los mantecaos.

- Muy bien majo, a ver este año si te salvas también… ¿oye y te ha vacunado del tétanos?

En aquéllos tiempos remotos de los que hablo si te caías por el terraplén del castillo o te descocotabas sancirbián abajo eras, casi seguro, un mostrenco o estabas algo modorro, pero a nadie se le ocurría echarle la culpa de eso a los maestros por negligentes, a las abuelas por viejas y despreocupadas ni a los alcaldes y concejales de la villa por no asfaltar las calles, poner vallas al borde de los precipicios o permitir mobiliario urbano sin las medidas de seguridad homologadas por la UE o por la ISO 905, ya sabe, de ese que lleva los filos vistos como navajas sin goma ni nada. No. La vida tenía sus riesgos y había que sortearlos cada día. Era parte del aprendizaje. Una aventura que comenzaba cuando te levantabas y culminaba si llegabas, con suerte, al final del día entero. Si al concluir la jornada contabas con una herida más o una brecha en la cara era parte de lo inevitable, daños colaterales que dicen ahora, pero, en el fondo todo un éxito del instinto de supervivencia.

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viernes, 28 de mayo de 2010

Aquéllos ojos

El muchachito presuntuoso y majadero llevaba varios meses sorprendido consigo mismo a fuerza de observar los cambios prodigiosos que en su cabeza y en todo su cuerpo se estaban desarrollando. Aquélla desazón inexplicable, aquélla ansiedad, aquél picor a deshoras en ese pedacito tan particular de su anatomía le tenían entre sobrecogido y perplejo. Y más perplejo aún cuando analizaba la causa que supuestamente le estaba llevando a tal extremo de obstinación psíquica y física. Para él no había dudas. Eran aquellos ojos. Los ojos de ella. Sí, de ella precisamente. Y hasta sabía en qué momento se habían clavado en él de aquella forma tan brutal e inmisericorde.

Había sido el día de Santa Lucía. Para él, hasta entonces y a sus quince años recién cumplidos, todas esas cosas de las chicas y el amor eran tonterías de los mayores que no le preocupaban nada. Y mucho menos los ojos de nadie. Pero tuvo que ser así. En el baile de la ermita, por la tarde. Él andaba como un tonto muy preocupado en colgarse al cuello aquel cencerro de barro que había comprado en el puesto de los de Hortigüela cuando Los Racheles arrancaron sin previo aviso con las notas del pasodoble Islas Canarias. Y fue cuando, de repente, notó aquéllos ojos penetrándole hasta el cogote y sintió por un momento un espantoso desasosiego que le recorría todo el cuerpo.

- ¿Bailas?, dijo ella.

- Bueno, dijo él.

En realidad podemos decir que fue el primer baile de su vida. Él ya había dado algunas vueltas alrededor de alguna chica al compás de alguna cosa vieja de los Abba - Waterloo, Waterloo- en aquéllas tardes de la casa del cura, soportando alternativamente algún par de codos clavándose sin piedad en sus clavículas, primero en la derecha y luego en la izquierda, pero enseguida entendió que aquél baile que le estaban proponiendo era algo diferente. Se pasó toda la pieza sin decir una palabra, notando aquél calor tan cercano y aquél aliento tan próximo -ahí mismo, en el cuello- que casi no sabía para dónde mirar ni cómo mover los pies sin pisarla. No sabía qué cara había que poner para que nadie notara todo lo que le gustaba lo que le estaba pasando, ni qué decir que no resultara demasiado tonto.
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domingo, 25 de abril de 2010

Tío Francisco

El tío era un hombre peculiar. Algo así como un bohemio de la tierra a su propia imagen y semejanza. Un hombre luchador a su modo y apegado a las cosas que daban sentido a su vida como si de los tesoros más grandes del mundo se trataran.

- Avíate majo, que vamos hasta la huerta p'a que veas que vainillas más hermosas me están saliendo.

La huerta del tío era todo su mundo, toda su vida. La visita mañanera a la huerta era un auténtico rito minucioso que el tío preparaba con esmero y el niño gozaba en cada detalle.

- Este año has medrao bastante.

- Algo. Dice la abuela que es el estirón.

- En ná me alcanzas.

Y el niño miraba la inmensa humanidad de su tío Francisco de abajo a arriba, orgulloso

de su estatura y de su inmensa sabiduría hortofrutícola.

- Mete la bicicleta en el corral y dile a la Victoria que nos eche un cacho chorizo de la matanza de este año, que no la has probao. ¡Ah!, y pan p'a el almuerzo. Y vamos arreando.

El tío se daba otra vuelta a la boina hasta que le colocaba el rabo justo en la coronilla y enganchaba la carretilla para ir arreando. Y tío y sobrino cogían el camino de Castrovido antes de que el sol de Julio cayera a plomo, entre el ronroneo suave del canal y el chirriar estridente de la rueda de la carretilla. Todo en su sitio, siempre en orden, como debe ser. La granja, el puente, el viejo molino.

- Hay que sacar un poco de broza de por allí.

-Sí.

- Este año ha venido muy malo. La piedra de Abril nos ha jeringao bien.

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