Había sido el día de Santa Lucía. Para él, hasta entonces y a sus quince años recién cumplidos, todas esas cosas de las chicas y el amor eran tonterías de los mayores que no le preocupaban nada. Y mucho menos los ojos de nadie. Pero tuvo que ser así. En el baile de la ermita, por la tarde. Él andaba como un tonto muy preocupado en colgarse al cuello aquel cencerro de barro que había comprado en el puesto de los de Hortigüela cuando Los Racheles arrancaron sin previo aviso con las notas del pasodoble Islas Canarias. Y fue cuando, de repente, notó aquéllos ojos penetrándole hasta el cogote y sintió por un momento un espantoso desasosiego que le recorría todo el cuerpo.
- ¿Bailas?, dijo ella.
- Bueno, dijo él.
En realidad podemos decir que fue el primer baile de su vida. Él ya había dado algunas vueltas alrededor de alguna chica al compás de alguna cosa vieja de los Abba - Waterloo, Waterloo- en aquéllas tardes de la casa del cura, soportando alternativamente algún par de codos clavándose sin piedad en sus clavículas, primero en la derecha y luego en la izquierda, pero enseguida entendió que aquél baile que le estaban proponiendo era algo diferente. Se pasó toda la pieza sin decir una palabra, notando aquél calor tan cercano y aquél aliento tan próximo -ahí mismo, en el cuello- que casi no sabía para dónde mirar ni cómo mover los pies sin pisarla. No sabía qué cara había que poner para que nadie notara todo lo que le gustaba lo que le estaba pasando, ni qué decir que no resultara demasiado tonto.
Mientras Los Racheles desgranaban con estridencia los últimos compases de aquel pasodoble -Islas Canarias, Islas Canarias, tatí, tararitarirarí, Islas Canarias, Islas Canarias- el muchachito descreído apartó por un momento su cabeza de la de ella y volvió a mirarla hasta sentir de nuevo ésos ojos como dos espadas penetrar en los suyos. Al muchachito desvergonzado le extrañaba de una manera extraordinaria cómo podía ser que esos mismos ojos que tantas veces había mirado antes y que nunca le habían transmitido nada de repente se hubieran vuelto tan turbadores para él.
- ¿Cuándo te vas?.
- Ahora enseguida, en cuanto diga mi padre.
- ¿Y cuándo vuelves?
- El año que viene. Para el mes de Julio.
- ¿Me vas a escribir?
- Bueno. Si tú quieres.
El Olé del final le hizo volver al mundo y él pensó que hay piezas y miradas que no deberían acabarse nunca. Volvió por fin a detenerse en sus ojos fijamente y sintió de nuevo aquél calambre incontrolable subirle desde la rabadilla hasta el pescuezo.
- Adiós.
Aquélla tarde se sintió como fuera de lugar y no supo cómo explicarle a nadie por qué, de repente, le habían dejado de preocupar las dianas del día siguiente.
- A las ocho en el royo. Tú vienes con Julito y con Jesús y traéis el moscatel y las pastas...
- No sé, a lo mejor no voy.
- ¿Y a tí qué te pasa? ¿Estás tonto o qué? Pues como no vengas te echamos un flojeras en la puerta de tu casa y tienes que pagar la diana.
- Bueno, y a mí qué.
El muchachito majadero y presuntuoso pasó varios meses después de aquello observando con perplejidad y sin saberlo cómo toda la adolescencia se le venían encima de golpe, sin llegar a sospechar que eran más las hormonas que aquéllos ojos inmensos los auténticos responsables de que se pasara las tardes enteras delante de un papel intentando dar forma a algún ripio razonable que le sosegara el corazón y diera algún descanso a sus instintos ya desbocados. Compréndase aquí que se trata de un pensamiento menos romántico pero más fisiológico, y tampoco hay motivo, por mucho que hayan pasado los años, para no llamar a las cosas por su nombre.
El mes de Julio tardó en llegar al año siguiente. Pero acabó haciéndolo dos días después de San Pedro y dos días antes de que el muchachito enamorado cumpliera los dieciséis. Y él llegó ansioso y perturbado a la casa de la abuela con una inquietud nueva en la mirada y unas perspectivas diferentes para aquél verano incierto. La necesidad de información pudo con él y no tuvo reparo en abordar a la abuela la misma tarde de su llegada entre beso y beso y delante del colacao con magdalenas.
-Abuela ¿han venido ya algunos veraneantes, o somos los primeros?
- Veraneante serás tú, no te amuela el mocoso, que yo llevo aquí todo el año…
- Bueno, ¿han venido?
- Sí. Algunos andan por ahí.
- ¿Quiénes son?
La abuela se sentó a la mesa y comenzó a listar con paciencia los nombres de los que había visto pasar delante de su ventana durante los últimos días. El muchachito aprendiz de poeta comenzó a inquietarse al no encontrar en la relación parsimoniosa que relataba la abuela el nombre de la propietaria de aquéllos ojos que tanto le habían preocupado durante esos meses y que aún tenía clavados en los suyos con la misma fuerza como si Los Racheles hubieran acabado en ese mismo instante de poner el Olé final a aquél pasodoble.
- Y... ¿nadie más abuela?
- Que yo sepa, hijo. Pero bueno, están casi todos tus amigos.
- Sí abuela.
Cómo podía el muchachito tembloroso explicarle a su abuela que no buscaba un amigo en aquella lista, sino a la propietaria de unos ojos dulces como de caramelo. Se sintió abatido pensando que quizás ella ya no vendría, y pensó que no era justa la vida con un corazón tierno como el suyo. Mientras recogía la bandeja de la merienda y murmuraba por lo bajo esas cosas que siempre decía cuando el muchachito candidato a tísico dejaba la mitad del colacao en la taza, la abuela recordó por un momento que había una familia más que no había incluido en su primera aproximación al censo veraniego, y pronunció el nombre del padre de la propietaria de los ojos asesinos mientras trasponía por el pasillo de la cocina.
El muchachito desolado notó como un brinco dentro de su pecho y corrió a la maleta aún sin deshacer y encontró aquella colección de poemas que había escrito a aquéllos ojos durante los meses largos del invierno urbano. Él, en realidad, nunca se había internado hasta entonces por los misterios del verso ni la rima, a pesar de que admiraba las obras de algunos autores que habían sido fundamentales en su formación: Rabindranath Tagore (Si lloras porque no sale el sol las lágrimas no te dejarán ver las estrellas...), o su propio tío Leandro (Bueno, Margarita, después del rosario que iría te dije a ver el ganado...), pero desde que ocurrió aquello las tardes se le iban en escribir atropelladamente, y entre suspiro y suspiro, las cosas que salían de su corazón y de sus glándulas esteroideas. Y allí estaban todas, una detrás de otra, preparadas para entregárselas a quien las había provocado. Eran en realidad versos muy meritorios y con bastante fundamento para venir de un pipiolo sin mucho juicio:
Las miradas de tus ojos son tan sublimes / que penetran en los ojos de quien las mire / y como soles irresistibles son sus destellos / que no puede uno mirarse, mirarse en ellos .
Y otras cosas por el estilo que bullían en el bolsillo del pantalón mientras se dirigía frenéticamente a la escalerilla del campanario para encontrarse con ella.
Y allí estaba ella, deslumbrante, con su melena al viento de la tarde veraniega y aquéllos mismos ojos cuyo recuerdo tanto le habían perturbado durante todo el invierno.
- Hola.
- Hola.
El muchachito pretencioso no sabía cómo conducir aquélla conversación tan ansiada y prefirió comenzar con cosas banales antes de poner ante su cara toda la obra literaria que le había dedicado. Hizo bien pues, como se comprende, el ridículo es una de las sensaciones más insoportables por las que puede pasar un enamorado y ella, viendo venir aquéllo, decidió no dar ocasión a ningún equívoco.
- He conocido un chico este año.
- ¿Sí?
- Sí. Estoy saliendo con él.
El muchachito aprendiz de hombre enamorado sintió un nudo violento en su garganta y un calor insoportable que arrebataba toda su cara. Se fijó en ella con detenimiento y pensó que el brillo de aquélos ojos, la verdad, no era para tanto. Pero sí lo era, por lo que prefirió disimular y salir del paso con entereza.
- Vaya. Me alegro. Bueno, ya nos veremos. Tengo que irme que me van a echar de menos en la era de Pedro. Adiós.
Volvió cabizbajo el mocoso al mundo y a la casa de la abuela, que entonces para él eran casi la misma cosa. Sintió como que todo se acababa y que nada tenía sentido.
Se recuperó del golpe en unos días. Encauzó sus energías maltrechas hacia pasiones más prosaicas y pasó un verano maravilloso buscando otros ojos que no encontró hasta bastante tiempo después.
Ella nunca entendió qué pondría en aquéllos papeles que el muchachito malherido llevaba en la mano aquélla tarde y la abuela tampoco encontró explicación a que los chorizos de la matanza se envolvieran ese año en cuartillas llenas de versos en vez de en papel de estraza que es como se había hecho toda la vida.
Y que es como tienen que ser….
Manolo Díaz Olalla
(Dedicado a un primer amor)
(Publicado en la Revista “Amigos de Hacinas en fecha indeterminada del último decenio del sigo XX)
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