jueves, 20 de marzo de 2008

REPIQUES





Hay recuerdos que permanecen con nosotros por encima del tiempo y del espacio, que nos asaltan cuando menos los esperamos y se apoderan de nuestro ánimo sin que lleguemos a comprender del todo por qué vienen, quién les llama y por qué se van cuando nos abandonan. Los recuerdos que nos estallan en el hipotálamo sin que nadie los reclame pueden ser complejos, compuestos por muchas sensaciones diferentes: auditivas, visuales, olfatorias, hasta táctiles; o pueden ser, sin embargo, sencillos, un solo sonido, una cara, un perfume..... Lo digo porque en los últimos meses me asalta de manera reincidente y para mí inexplicable un recuerdo de los sencillos, monosensorial, un sonido de mi infancia, un sonido ya extinguido, lamentablemente retirado de la circulación de sonidos, incluso de los rurales, un soniquete tierno, cadencioso, musical si es el caso. Imán de la atención colectiva, presagio de desdichas y de fiestas, de catástrofes y de liturgias, sintonía de informaciones de uso general, anuncio acústico de ventas y trueques, alerta para navegantes de mares de cereal. Tin, tin, tan de romper mañanas y aún auroras, anuncio de exhorto, tañido seco para levantar cabezas y suspender faenas.

Lo recuerdo tan real como si aún sonase dentro de mi cabeza y, cuando me sorprende en pleno atasco, en mi trabajo o en el cine busco instintivamente la presencia cálida de la abuela para que me explique qué está pasando en el mundo.

- ¿Qué pasa abuela?
- Debe haber fuego, hijo. ¡Virgen Santa!, qué desgracia más grande...

El repique de las campanas de la iglesia de Hacinas lo debo llevar almacenado en algún rincón autónomo de mi masa encefálica, un rincón inhóspito que tiene vida propia, en alguna grabadora virtual hecha de neuronas que se activa cuando mejor le parece, sin respeto a horarios, usos y costumbres. Así como les digo, tin, tin, tan, sin venir a cuento.

¡Se venden...
pollos.....
en el rollo...!

- ¿A qué repican, abuela?
- Anda a escape hasta el rollo y mira a ver qué venden...
Si tuviera que resumir en uno sólo todos los sonidos de mi infancia sin duda quedaría por encima de todos los demás el sonido del repicar de las campanas de la iglesia de Hacinas como el más instintivo de todos mis recuerdos musicales. Durante mucho tiempo pensé que las campanas y los esquilines de la iglesia se volteaban solos, sin ayuda de nadie, movidos quizás por alguna Mano Suprema y no mortal, o por una legión de ángeles quizás, con el objeto de anunciarnos todas las cosas que eran de interés: si vendían pollos en el rollo, si era víspera, si se quemaba una arrein , si llamaban al rosario o alguien había dejado de existir. Con el tiempo descubrí, ya en mi época de monaguillo notable y diligente, que no era tal cual me lo imaginaba, si no que, a veces, y desde el mismo coro se podía hacer sonar la campana tan sólo tirando de una soga que, según mi propio criterio, llegaba hasta el cielo. Tuve aún que comer muchos corruscos para averiguar todos los misterios que se contenían dentro del campanario.

- Ya te estás haciendo mucho mozo, majo... ¡ hay qué ver cómo medran estos mocosos....!
- Sí señora, y me ha dicho mi abuela que si me porto bien a lo mejor este año puedo subir con los mozos al campanario...

No olvidaré jamás mi primera ascensión a la torre de la iglesia. Era una tarde otoñal de sábado y ya me habían anunciado los otros mozos que consideraban que estaba en condiciones de descubrir ése misterio. Recuerdo que la noche anterior casi no pude dormir por la excitación que en aquél corazón de gurriato producía semejante anuncio. Me había costado lo mío y, aunque no tenía la edad requerida y contaba con el desacreditado título de ser medio veraneante, al fin, la asamblea de mozos y aspirantes había dado su aprobación. Pasé la noche casi sin poder dormir, mirando muy fijamente y entre penumbras los dibujos que el tiempo y la humedad habían pintado en el techo encalado del dormitorio, intentando encontrar un significado a los mismos: a veces me parecían caras terribles de hombres malvados, a veces mapas, a ratos mostrencos muertos de risa....Me quedé dormido casi de madrugada y me despertó el tin, tin, tan del repiqueteo de una campana llamando a misa.

- Avíate a escape que son las segundas.
- Ya voy, abuela.

Pasé todo el día mirando el campanario desde todas las perspectivas urbanas y periurbanas: desde casa de la abuela, desde San Cirbián, desde la era de Pedro.... ¿Y cómo será?, me preguntaba. ¿Qué habrá dentro?. ¿Cómo se podrá mover una campana con lo que debe pesar?... En fin, llegó la tarde para sacarme de dudas y allí estaba yo, en la puerta del campanario, como niño con zapatos nuevos, esperando el momento. Llegaron ellos, los expertos campaneros, crecidos en su faceta didáctica y muy dispuestos para la exhibición.

- Hay que subir con ojo, dijeron, mira que la escalera es muy traicionera y más de un renacuajo se ha descocotao por listo.

Rieron todos la gracia mientras subíamos. Yo muy atento a dónde ponía los pies y ellos a mi cara de novato perplejo. Y, al fin, allí estábamos. Aquél campanario destartalado me pareció inmenso y sublime. Recuerdo vivamente la vista aérea de casas y parajes que se me ofrecía entre los nichos de las campanas y me pareció Hacinas un pueblo grande, hermoso, tendido al sol como una parva de tejas, algo muy diferente del registro peatonal de zascandil callejero que yo guardaba en mi cabeza hasta ese momento. No hubo mucho tiempo para la contemplación pura y enseguida comprendí que había que pasar a la acción. Sonrió Miguel Angel y me señaló mi sitio.

- Tú al esquilín y lo tocas cuando te digamos.

Se agarró Agustín muy propio a las dos cuerdas de las campanas mayores y comenzó el repiqueteo alternado y cadencioso. Me impresionó el gesto adusto, que denotaba gran concentración y calma, algo así como el de Von Karajan dirigiendo a la Filarmónica de Viena el día de Año Nuevo, y ahí mismo comprendí que para ser buen campanero hace falta fortaleza y templanza. Tin, tin, tan, ahora la de San Pedro, ahora la de Santa María. Adiviné que tenían nombres las campanas, yo que siempre pensé que eran anónimas, y que se voltean con una sola mano cuando ya están en marcha. Es muy fácil, solo con empujarlas un poquito en las melenas podridas en el momento justo. Recuerdo el estruendo inmenso de aquélla factoría de sonidos y la excitación que me producía sentirlo desde dentro, desde donde se genera. Consiguieron incluso dejar leta la mayor para mayor gloria de los virtuosos y más admiración de quien ahora recuerda la hazaña.

- Espabila jodido, ¿o no te das cuenta que hay que mover el esquilín con más salero?.

Más salero, me dijeron. Me costó comprender que nunca sería campanero de categoría si no tan solo esquilinero mediocre y de circunstancias. Esquilinero suplente y ya vale. Subí más veces al campanario pero nunca volvió a ser como la primera. Fue la experiencia más importante de aquél verano y aún costó algún que otro disgusto en casa la aventura campanil.

- ¿Qué te tengo dicho? Cómo vuelvas a subir al campanario me vas a oír. Mostrenco, más que mostrenco. Que os vais a eslomar algún día.

Me asaltan estos días recuerdos sonoros que deben vivir, como los ratones dentro de un queso, en algún lugar escondido de uno de mis lóbulos temporales. Se disparan solos, como de manera automática, sin ningún sentido de la oportunidad ni de las ocupaciones. Lo mismo repica mientras me afeito que en mitad de una reunión. Se trata de un tin, tin, sostenido y rítmico que anuncia algo. Y echo de menos que aparezca la abuela por algún sitio para que me explique a qué están tocando.

José Manuel Díaz Olalla
Texto para la Revista Amigos de Hacinas.
(Publicado en fecha indeterminada)

“EL QUE MÁS CHIFLE..."

 Anda majo, calla la boca un rato y sigue metiendo almendras en las bolsas que no vamos a acabar nunca. Estos jodíos chicos se comen más almendras que las que embuchan. Así no adelantamos nada.

Se calló la boca otra vez pero siguió dándole vueltas dentro de su cabeza, sorprendido como siempre por las cosas más simples, y algo inquieto e inseguro sobre si lo que iba a hacer era bueno y conveniente.

- Yo no sé si me voy a atrever.

- Como te rajes ahora te espabilo. Estamos metidos en esto los tres y ahora no te vas a echar atrás. Fíjate bien lo que te digo.

Volvió a despegar otra bolsa y miró de reojo al reloj de la pared de la escalera y pensó que en media hora que faltaba quizás encontrase una salida airosa que le permitiera salir de aquello con las manos limpias de sangre inocente. Volvió a insistir.

- Y tú crees que no podría venir Agus o Teo o alguno que tuviera más experiencia.

- Te digo que no pueden. Están en lo suyo y yo prefiero que esto no salga de aquí. Así que estáte tranquilo y no me falles, que más te vale, que ya sabes cómo me las gasto.

Volvió a cerrar otra bolsa sin mucha atención y a pegar un sorbo de la orangina mientras pensaba que el tiempo se acababa y que el tema se estaba poniendo difícil. Le preocupaba más que la reacción de sus amigos la de aquél hombre que no conocía y que venía de tan lejos a rematar esa faena tan sucia. Seguro que él no iba a entender una duda, una flaqueza, una debilidad presentida o declarada. Ya se lo había dicho Jesusín muchas veces: “Tiene que ser un trabajo limpio y rápido. En el fondo sabemos que va a ser bueno para él y para nosotros y conviene no andar con órdigas para que sufra lo menos posible”.

- Así que me dices que es un profesional.

- Seguro. El lo ha hecho más de cien veces y, que yo sepa, nunca le ha temblado la mano. Chico tienes que verle. Qué maestría, qué limpieza. Qué frialdad.

Por momentos el muchachito asustadizo y charlatán empezó a imaginarse a un monstruo sin corazón y, sin quererlo, comenzó a temblar por dentro ante su presencia inminente.

- ¿De dónde es?.

- De Hortigüela me creo.

- ¿Y tiene familia?.

- Mujer y dos hijos. El pequeño fue con Julito al Instituto.

- ¿Y por qué no busca otro oficio?.

- Se conoce que le gusta éste.

Aquello acabó de desesperar al muchachito preguntón y zalamero. Era demasiado pensar que aquél hombre todavía sin rostro pudiera disfrutar con ese trabajo. ¿Cómo era posible?. Fue entonces, mientras esas disquisiciones mentales tan turbadoras se atropellaban en su cabeza, cuando la sala se llenó de repente por un ruido ensordecedor de moto vieja y destartalada, y, tras un silencio corto y tenso unos pasos resonaron en la calle hasta detenerse en la puerta. Julito no dudó ni un minuto:

- Las cuatro en punto. Es él.

El muchachito urbanita y receloso notó como que el temblor de la mano de meter almendras se hacía más intenso y volvió la cara hacia la puerta del bar. Llovía intensamente y la tarde se había tornado oscura y, de repente, algo tétrica. Sin más una figura siniestra atravesó el umbral y él notó que aquél hombre era el esperado. Como en una novela de Kafka apareció aquel rostro duro de hombre implacable, atravesado de la frente a la mejilla por una cicatriz pavorosa y chorreando agua por el mentón. Masculló un sonido gutural difícil de descifrar. Jesús, sin más preámbulos se levantó con decisión y aproximándose a él le espetó a la cara: “Estamos preparados”.

“ Pues a la labor” , contestó el hombre, y salieron en silencio detrás de él, camino de La Hontana. Miró el muchachín apendejado su figura desde atrás. Era un hombre flaco, alto, resuelto en el paso, triste y frío como esa tarde de otoño. Cuando el muchachito aprendiz de cómplice se quedaba rezagado alguna mano firme le sujetaba del brazo hasta hacerle daño. El hombre volvía la cara de vez en cuando y apretaba el puño dentro del abrigo. Era entonces cuando el muchachito debutante y corto aceleraba la marcha pensando en la navaja afilada que aquél hombre debía sujetar en su mano diestra. Por tres veces intentó huir el mocoso confiando en su propia rapidez y aprovechando el factor sorpresa: una por los huertos que están junto a la casona de Pablo, otra por la calle de la Señora Gabina y la tercera por la calle que da a la casa de Anastasio, pero no hubo suerte ya que sus amigos, advertidos ya de su propia debilidad le escoltaban y vigilaban cada extraño que cometía. Por última vez intentó la argumentación razonada al oído:

- Y si aprovechando que estamos aquí pasamos a ver si están Tarsi o Agustín y yo me voy a casa de mi abuela que me debe estar esperando para merendar...

- Calla y sigue te he dicho.

Entraron sin remilgos en la casona y le vieron. Allí estaba él. Tranquilo y confiado acabando la merienda. Una inmensa tristeza se apoderó del muchachito tembloroso y un sentimiento insoportable de culpa le inundó toda el alma. No diremos que hubiera entre el muchachito y la víctima tanta confianza y amistad pero sabido es que el roce hace el cariño y eran ya muchas tardes las compartidas en armonía, entre sus gritos de alegría y sus andares agradecidos y torpes. El muchachito sabía que lo que iba a hacer estaba feo y que ese crimen planearía toda su vida sobre su conciencia como una losa difícil de levantar. Los cuatro le miraron con algo de lástima. Incluso aquél hombre desalmado dibujó, por un instante, en su rostro cuarteado una mirada casi imperceptible de ternura culpable. Diremos incluso que él, la víctima, nos miraba entre feliz y sorprendido por aquella visita inusual y a deshoras de sus amigos de cada tarde, completamente ajeno a sus auténticas intenciones. El muchachito lo intentó ya a la desesperada, aprovechando ese instante de piedad que cabe siempre en cualquier corazón malvado:

- ¿Estáis seguros de que todo esto es necesario?.

El hombre se volvió y preguntó con desprecio:

- Qué le pasa a éste. ¿Primerizo, no?. ¡Lo que nos faltaba!.

Un silencio complicado se apoderó de todos. Pero él hombre no dudó.

- Vamos ponedle boca arriba sin asustarle. Tú le coges de abajo, este de arriba, y el novato que le sujete de la cabeza.

Todo fue vertiginoso. La víctima les miraba inquieta pero no chillaba suponiendo quizás que todo era un juego sin importancia. El muchachito se sintió culpable por décima vez mientras observaba con terror cómo aquel hombre abría aquella navaja con parsimonia y la hundía sin piedad en aquélla barriga blanca y oronda. El gruñido de dolor fue sobrecogedor y el muchachito salió despavorido hasta quedar atrapado contra una de las paredes de la casona. Aquél hombre sin piedad sacó la navaja y le miró perplejo. Levantó el arma amenazante y le gritó:

- Jodido chico. En cuanto acabe con el cochino te capo a tí.

Soltó una carcajada estridente que todos celebraron con otras más y todavía, aún después de muchos años, en las noches inquietas de malos sueños, al muchachito, que ya no lo es, se le aparece aquella imagen siniestra del capador blandiendo la navaja mientras se desternilla de risa.





José Manuel Díaz Olalla

Texto Publicado en la Revista "Amigos de Hacinas"
Fecha indeterminada



martes, 18 de marzo de 2008

REVERENTES Y POSTRADOS (Fabulilla triste del agua y el vino)

I

"Reverentes y postrados
ante Vos, divina aurora,
con humildad os pedimos
dadnos el agua Señora"


- Diga usté que sí, Don Malaquías, que con permiso de aquí, el señor cura, y aunque él no tuviera nada que ver, que entonces ejercía por la ribera si no me falla la memoria, o si no que me corrija él mismo, que fue Don Jacinto quien dirigía todo aquello, digo yo que no había necesidá de sacar a la Virgen aquélla tarde, por mucho que se empeñaran unas cuantas feligresas, que ya se sabe, a la envidia y pa no ser menos que los de otros pueblos de por aquí que andaban mareando con que saca el santo y mete el santo a ver si caen cuatro gotas con el jodío metesaca; que lo que está de Dios, está de Dios, y si no llueve a esperar toca, y la Virgen pa sacarla el día Pascua y después a la iglesia, y el que quiera verla que vaya a Misa....

- Calle y siga, alcalde, que estamos dos a uno y ya llevan veinticinco piedras en ésta y como no espabilemos nos dan la muerte dulce y nos vamos a casa como hemos venido. Además conténgase un poco, y lo digo con el debido respeto que merece usté y el cargo que usté ostenta y se lo conserve Dios muchos años, pero de esas cosas mejor no hablar, que lo que pasó, pasó, y si el pobre hombre acabó de aquélla manera no fue culpa de nadie, el destino, digo, o su mala cabeza, quién sabe, pero no hay que echarle la culpa a nadie y menos a Don Jacinto, el pobre, que el Altísimo tenga a su lado, que bastante hacía con complacer al pueblo...


- Ya está bien de hablar, son dos a grande las que echo y que se atreva quien pueda.

- Las veo señor maestro, de una a dos hay que ver, siempre ha sido así. A mí lo que no me quedó claro, ni entonces ni ahora, de dónde salió ese desdichado.

- Quién sabe alcalde, yo creo que no era de por aquí, forastero sería, dicen que ya le habían visto rondando por el pueblo anteriormente, gente sin rumbo, vagabundo perdido, perro callejero pa que se me entienda, de los que andan por ahí, y es lo que yo digo, que pa sufrir miseria y pa morirse mejor quedarse cada uno en su pueblo.

- No queremos la grande, y hable de chica que les veo poco entregaos al juego y esto no va a acabar nunca, es usté mano, hable ya que vamos cargaos y les vamos a echar las tejas del tejao de la iglesia, con permiso de aquí el señor cura, si es que se atreven con la pequeña, que están codenaos a la muerte el cochino, es decir, engordar para morir, con el debido respeto a su reverendísima, que el juego es el juego y se debe perdonar la mala costumbre de señalar...

- Ahí no entramos, Evaristo, que p’a eso es usté practicante y sabe de pinchar y de sangrar, y más vale con usté prudencia que retranca, ya está dicho, pero si acabamos pronto y por no malgastar la paciencia del señor maestro ni abusar de la juvenil impaciencia del señor alcalde les contaré cosas que no se han dicho y yo he sabido sobre todo lo que sucedió aquélla triste tarde.



II

Si Jesucristo en la Cruz
perdonó a sus enemigos,
dadnos el agua Señora
aunque sea inmerecido.

Han pasado dieciséis años, que son como dieciséis siglos en las conciencias de todos y todavía quedan demasiadas preguntas sin responder y demasiadas teorías sin contrastar. Que cuando nada pasa es mucho pasar la muerte de un hombre, aunque fuera forastero y pobre. Dieciséis años de preguntas y reproches colectivos. Cogió el señor cura la baraja como si fuera el misal y entornó los ojos de una manera que al señor alcalde le pareció que iba a comenzar el sermón dominical.

- Todo lo que he sabido lo fue por boca de Don Jacinto, que Gloria haya, que el hombre nunca vivió del todo tranquilo después de aquello, aunque yo siempre le dije que estaba cumplido y que obró como debía. Al parecer el individuo se llamaba Amaro Varela, y no era de por aquí. Es cierto, que se le había visto algunas veces por el pueblo. Ustedes se tienen que acordar. Vivía de acá para allá, buscando siempre algo de trabajo en el campo para poder subsistir y para enviar algo a los suyos que vivían lejos y pasaban necesidad. Cuando nada tenía lismoneaba y pedía por caridad. Algunos se deben acordar aún de verle por el pueblo, y por otros de alrededor, de casa en casa, buscando trabajo, o techo o algo de comer. Siempre desaliñado, con sus harapos mal compuestos, barba larga, unas albarcas que dejaban asomar sin pudor sus dedos gordos, y una colección de muchachos detrás, haciéndole mofa y riéndose de él.

- ¡Claro!, por fin lo entiendo, era aquél pobre a quien mortificábamos de niños persiguiéndole por las callejas al grito de "¡Amaro me hueles a humo!", a lo que él respondía "Pues dame mil pesetas y verás como no huelo".... bueno, eso cuando estaba de buenas que cuando era de malas soltaba cosas peores...

- Ese mismo, alcalde... ¿ve usted cómo le recuerda?.

- ¿Y por qué nunca se dio su nombre?.

- Los nombres de los pobres no importan. Se mueren y al hoyo. ¿Pa qué más?...

- Bueno, Evaristo, algo así, pero además los guardias decidieron, con permiso del juez y como no constaba su auténtica filiación en documento alguno y nadie reclamó el cadáver, enterrarle como el anónimo personaje que siempre había sido.

Entornó los ojos el señor cura otra vez como buscando el hilo perdido, se atusó la capa y aún le dio tiempo, antes de retomar la palabra, de pegarle otro sorbo a la copa de quina Santa Catalina, que es medicina y es golosina.

- Fue casualidad que la sequía castigase de aquélla forma aquél verano, que las fuentes, pilones y hasta pilillas se quedasen secos y que la gente empezara a desesperarse con el asunto del agua.

- Habla verdad el señor cura, que yo recuerdo muy bien aquélla sequía. No se ha visto otra igual desde que a mí me alcanza el magín, y me alcanza mucho, como usted sabe, que aún le recito de carrerilla la lista de los reyes godos si es menester.

- Pare, pare, señor maestro, que todos conocemos sus cualidades retóricas e historiográficas. Y tenga la amabilidad de dejarme continuar.

Un nutrido grupo de parroquianos rodeaban ya a los contertulios, en silencio, igual que cuando escuchaban al propio señor cura en la misa de los domingos. Serios, circunspectos, como si estuvieran a punto de descubrir el secreto mejor guardado, algo de lo que no se habla pero todo el mundo recuerda, una asignatura pendiente en la libreta de la comunidad. Un pecado del que solo debe hablar el cura porque en el relato va implícita la penitencia. Y quizás el perdón.

- El propio Don Jacinto, a quien Dios perdonará sus pecados, que más serán otros que éste, porque el que cuento lo fue sólo de caridad y compromiso con los suyos, acertó a contarme que llevaba días y días recibiendo las peticiones insistentes de un buen ramillete de feligreses, sin duda los más píos, para que accediera al fin a sacar a Nuestra Señora en procesión por el pueblo para pedirle que se acordara de esta tierra suya, dolorida y seca como ojo de tuerto. Les diré en confianza que Don Jacinto, que en paz descanse, no era amigo de estas demostraciones que suponían para él y para mí, dicho aquí inter nos, más folklore que devoción, y más alarde que fundamento, pero el hombre no tuvo otra, al final, que dar el visto bueno. Le oí contar, con esa sorna que ustedes saben le adornaba, que una tarde y ante la insistencia de un sediento grupo de feligreses que le abordaron delante de la casona del toro, miró hacia el cielo con displicencia e incredulidad y espetó a la parroquia: "si queréis La sacamos, pero de llover no está..."

- ¡¡¡Eso es chiste, señor cura!!!!

Rieron todos la ocurrencia, mientras Don Malaquías se liaba un caldo de gallina y el practicante apilaba como ausente los amarracos y las pitas encima del tapete.

- Chiste o no, convino el Padre en sacar la imagen el viernes antes del rosario, toda vez que las adoradoras nocturnas la hubieran compuesto con manto, ornamento y flores. Y en ésas andaban, después de que ya dieron las primeras para el rosario y la gente en sus casas se afanaba en lo propio para salir hacia la iglesia cuando, al parecer, apareció por el pueblo el infeliz de Amaro...





III


Dadnos el agua Señora
que bien nos la podéis dar,
que tenéis en vuestro pecho
una fuente manantial.





Hace dieciséis años que en el pueblo no se oyen las rogativas. Eran unas rogativas hermosas, bien traídas, cultas y llenas de piedad. Unas rogativas que Don Malaquías, hombre ávido en el estudio de las tradiciones populares, había repasado y aún investigado con fruición. Para él escapaban de la raíz común de otros cantos populares, sacros o no, del pueblo. Para el maestro eran fruto del ingenio de algún poeta ilustrado y, a falta de documentación que señalara su origen exacto, se trataría con toda probabilidad de un canto foráneo, importado de otro lugar y extraído de algún contexto religioso o místico, que se había incorporado al acerbo popular tradicional, más por su belleza que por su identidad. De hecho, según Don Malaquías sostenía, todos los cantos de ruego de los pueblos de alrededor eran muy similares entre sí en estructura y contenido y nada tenían que ver con el propio.

El señor cura se apoderó del pensamiento común.

- Dieciséis años que no se cantan las rogativas, pero no será por la abundancia, que no la hay, sino más bien por no remover recuerdos, conciencias ni sentimientos.

Aquélla tarde de mal recuerdo comenzó el pobre a buscar de casa en casa. La tarde era densa como la atmósfera del bar cuando se derriten los caldos de gallina y las farias, y la garganta de Amaro era como secarral rabioso. Andaba sediento el pobre y sólo apelaba a la caridad de la gente.

- Un poco de agua por caridad.

- Ande hombre, y vaya con Dios. Si tuviéramos agua no nos veríamos en éstas. Vaya por ahí y que Dios le ampare.

Casa tras casa la gente le fue dando con la puerta en las narices mientras espabilaban las cuatro cosas para llegar a tiempo a la procesión.

- Ande hombre y váyase a otro lao. A pedir agua que viene... Vaya, vaya, y no moleste, no ve que vamos a la iglesia...

Nadie duda que tuvo que oir el pobre los primeros cantos de las rogativas mientras buscaba inútilmente en casas, fuentes y pilas con qué apagar la sed insoportable que le ahogaba. Hay incluso quien mantiene que se le vio, pobre y hundido, como uno más tras la imagen de Nuestra Señora.

El señor cura, sorprendido por la expectación que había generado su relato reprochó a la concurrencia:

- Caramba, voy a tener que dictar la homilía también en el bar. Parece que aquí acaparo más el interés de la audiencia que en la iglesia. ¿Verdad Serapio?. Es la primera vez que observo que me oye sin bostezar...

- Calle, calle, señor cura. No ofenda, que a mí siempre me ha inspirado su didáctica y su dialéctica. Y diga de una vez cómo pudo pasar. Yo creo, y si usted me permite, que alguien tuvo que aprovecharse del desdichado, porque de que fue una borrachera lo que acabó con él no hay duda... Está lo dicho por Nicanor, aquí presente, que vio pasar al hombre, después de que acabó la procesión, por delante de las huertas de abajo dando tumbos como un zascandil.

- No hay duda. Pero en nuestras conciencias quedará la duda de si lo que acabó con el pobre infeliz fue más el vino que encontró que el agua que no le dimos... y ustedes me entienden señores, que escurrir el bulto es sencillo, y de poca caridad se peca más que de olvido, y más claro el agua cuando la dan, y aquí se dicen verdades y si no gustan peor para ustedes....

- Calma señor cura, porque se ha llegado a un punto que es el del meollo propiamente dicho. Y falta por aclarar de dónde salió el vino que calmó la sed del infeliz...

- Dice bien, Evaristo, como siempre. Y aquí perdemos la pista. La historia en este punto se torna confusa. Hay quien dice que si lo robó. Pero lo cierto es que, que se sepa, nadie registró faltante ni merma en almacén, despensa o zaguán y, por otro lado, el cuento popular que se fue gestando en la taberna y en otros lugares de holganza sobre los dos milagros que Nuestra Señora obró aquélla tarde, no merecen ni mi atención de sacerdote ni mucho menos, mi reflexión de hombre sensato.

- Perdone que diga yo ahora, Padre, pero ni su magistratura ni el conocimiento que pueda tener de los hechos que tratamos le permiten desechar de manera tan categórica la naturaleza sobrenatural de todo lo ocurrido.

- Alcalde, le perdono la ignorancia y hasta el atrevimiento, por ser usted quien es y por lo que para mí significa la autoridad municipal que le inviste. Pero como vaya a hablar aquí ahora de las fuentes que manan vino, este cura echa cartas y deja el asunto así, que le diré que me ha quedado un mal regusto con ese irse al tran tran que han tenido aún llevando yo treintayuna de mano...¿Estamos?

- Estamos Padre. Dé cartas y tengan paciencia, que la primera debe ser siempre corrida y sin señas.

IV


Dadnos el agua Señora
aunque no lo merezcamos,
que si por merecer fuera
ni la tierra que pisamos.



Se encontró tres veces Amaro, el forastero sediento y menesteroso, de frente con la procesión del agua aquélla tarde. Amaro, mal vestido y temeroso de las burlas de la chiquillada, eludía como podía por calles y callejones el cortejo y su boato. Tres veces que, sin querer, se encontró con la imagen de la Virgen del Rosario y la feligresía postrera. Pero fue la última vez cuando notó que la gente pasaba delante de él sin verle y, casi de manera imperceptible, que Nuestra Señora volvía la cabeza para contemplarle llena de piedad y, aún, de misericordia. Volvió tras sus pasos y salió del pueblo. Los cantos se perdían a lo lejos y él recordó algo que oyera en su pueblo, de niño, sobre un lugar donde no había caridad, ni nunca la ha habido, ni nunca la habrá.

Justo en el cruce volvió a ver la fuente de aguas ferruginosas que, otras veces, le ayudó a aplacar la sed. Unas horas antes había intentado sin éxito sacar agua con la bomba y todo había sido en vano. Algo le movía, no obstante, ahora a volver a la fuente. Dio sólo dos golpes con la bomba y observó perplejo, que salía lo que creyó agua. Desesperado posó sus labios sobre el borde y nada entendió cuando su garganta se llenó de vino espeso de la Ribera del Duero. Se retiró asustado ante tamaño descubrimiento. Miró a su alrededor y a nadie vio. Volvió a dar al mango y a degustar el espléndido caldo. Poco sabía de buen vino el pobre pero apreció con claridad que de allí manaba en abundancia un tinto crianza de extraordinario paladar, con matices frutales en el regusto postrero de bayas rojas y aromas secundarios que delataban un envejecimiento muy equilibrado en cubas de roble americano. Bebió y bebió el hombre con frenesí, mientras a lo lejos repicaban las campanas y aún se oía a la devota concurrencia pedir agua. Se rió el pobre de todos. Se rió también de sí mismo y siguió bebiendo hasta que ya no pudo más. Cogió a duras penas el sendero que sale hacia las huertas de abajo, y se detuvo, aturdido y tambaleante ante la huerta de Nicanor quien, con su azada en ristre, limpiaba malezas y mataba la tarde. Quiso hablarle para contarle la bendición de la fuente, pero sus palabras se trababan en su boca y decidió seguir caminando. Al poco, malherido ya por los chorros etílicos que inundaban su cerebro, buscó un lugar donde dormir y lo encontró muy a propósito entre unos arbustos, al raso, junto al cauce seco de un arroyuelo fuera de servicio desde años. Se quedó dormido plácidamente mientras se dibujaba en su cara una mueca placentera y gozosa. Tronó el cielo de una manera descomunal y en menos de lo que se dice se llenó de nubes densas y negras. El segundo milagro de la tarde estaba a punto de dar comienzo.

V



Virgen de La Antigua,
de la Antigüedad,
si llueve, que llueva
del mojón p'acá.


Las tardes de mus son largas como barbas de franciscano, sobre todo cuando el juego interesa menos que los cuentos, y las cartas, como el dinero, se van siempre con los mismos. El señor alcalde, todo curiosidad investigativa, no se resistía a abandonar el relato, mucho menos cuando los fenómenos naturales afectan a la historia del pueblo y la prevención de catástrofes es área del máximo interés colectivo.

- Perdóneme el páter y no es por abundar, que entiendo cuando se acaba una conversación y no quiero mortificar, pero hay algo en todo lo relatado que me interesa especialmente desde mi responsabilidad de munícipe.

- Diga, diga, hijo...

- Háblenme de la tormenta, mientras paso a grande...

- De eso le hablo yo que lo recuerdo muy bien.

- Hable Evaristo

- Fue algo sorprendente. No acababa de entrar la procesión en la iglesia cuando comenzó a llover. La gente salió a la puerta y los más se quedaron como en éxtasis. Los había que lloraban, los había que reían. Se abrazaban. Otros se arrodillaban ante la imagen susurrando “milagro, milagro”. Nadie se lo podía creer...

- Poca fe y aún menos confianza... para que vean si Don Jacinto, que paz tenga, tenía razón. Diga si no Don Malaquías...

- Verdad es. Pero no cabe duda que fue fenómeno digno de estudio. Sé que aún despierta el interés de muchos estudiosos en la Diputación y en otras instancias. En realidad ¿qué fue aquello?. Llovió y llovió de una manera bárbara. Imposible hasta calcular los litros que cayeron por metro cuadrado en aquélla noche torrencial. La tormenta del siglo la llamaron algunos. Agua estéril que no sirvió para nada si no para hacer daño, inundar campos y pagos, casas y casonas, arruinar las esmirriadas cosechas y todo para qué, para que no volviera a llover en meses después de eso... Todo esto sin hablar de algunas características concretas y particulares que tuvo el fenómeno y que aún no se explica nadie. Aquí vinieron varias veces los de Obras Públicas y los de Desarrollo Agrario a ver qué había pasado y se fueron como vinieron..."fenómeno atmosférico violento" lo llamaron y se quedaron tan tranquilos...

- Cuente Don Malaquías, a qué se refiere...

- ¡Coño con la pregunta!, y discúlpeme el señor cura por el exabrupto...ya lo sabe usted... ¿Por qué llovió sólo en nuestro término municipal, mientras en todos los de alrededor no cayó ni una gota?. Cosas curiosas, amigo alcalde, que no tienen explicación...

- No la tienen maestro, ¿y sabe por qué?, porque a la fuerza hubo intervención divina o sobrenatural o como usted quiera...

- No me haga reír alcalde, y más vale que hable de pares si no quiere que me ponga el bonete y me vaya a la rectoría de una vez. Delante de este cura no se toman las cosas de Dios en vano ni a la ligera, que usted lo sepa. ¡Cómo si Dios no tuviera más ocupaciones que ésas!. Calle y siga.

- ¿Y, lo del pobre hombre qué le parece a su reverendísima?

- Casualidades, ya le dije. La mala fortuna del desdichado.

- ¿Mala fortuna llama a que se ahogara en un arroyo seco?.

- Disculpen que diga pero lo cierto es que al arroyo de las huertas de abajo yo nunca le conocí agua en mis cerca de setenta años. Sin duda lo copioso del aguacero llenó sus manantiales. Eso no es tan raro, al menos se explica desde el punto de vista de la física. La teoría de los vasos comunicantes, usted sabrá... Y ahí se justifica que el susodicho encontrara la muerte en el cauce donde se quedó dormido. Curioso fue también que al día siguiente el arroyo volvió a cegarse para siempre jamás.

Terció el practicante que hasta ahora tan sólo practicaba de espectador privilegiado.

- Les diré algo que nunca he querido contar. Pero como practicante que tuve la responsabilidad de realizar la autopsia del tal Amaro, algo me impresionó sobre manera. Nunca vi un cadáver en la mesa de necropsias con tanta cara de felicidad. Era sorprendente. Sentía al verle allí, yo con mi cuchillo en la mano, como que el desdichado y el muerto era yo. Por lo demás lo que ya saben... agua en los pulmones y vino en el estómago.

- Sigamos con el juego, Evaristo, no entremos en detalles que si con este solomillo que yo llevo y las duples suyas no nos salimos, mañana no vuelvo. Envido a pares.

- Tiene que ser órdago, maestro.

- Veo.

- Yo tengo duples de reyes.

- Entonces pregunte qué se debe Evaristo que este maestro se va a su casa.

Hubo tiempos en que las cosas pasaban porque tenían que pasar y los hombres se volvían locos buscando explicaciones. Hubo tiempos en que los pobres se morían como perros mientras la gente cantaba rogativas y de las fuentes manaba vino tinto de La Ribera. Hubo tiempos en que la mala conciencia no dejaba dormir a la gente y los arroyos secos se llenaban de agua cristalina gozosa y cruel.

Los hubo en verdad, pero vendrán otros en que los forasteros no tendrán que pedir lo que es justo por caridad, los hombres sabrán repartir el agua y las cartas de la baraja, como el dinero, no se irán siempre con los mismos.

José Manuel Díaz Olalla
Diciembre 2004



Nota del autor: Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

(Publicado en la revista “Amigos de Hacinas”, primer trimestre de 2008)