domingo, 17 de diciembre de 2006

La necesidad fisiológica y el progreso



Buceando en carpetas ajadas por los años y la desidia, en el trastero de casa, sin buscar nada concreto (últimamente lo hago tan a menudo que estoy pensando en preocuparme), me doy de bruces con una carta fechada en Hacinas el 8 de Enero de 1973, firmada por el Alcalde Don Bonifacio Rojo, dirigida a mis padres, en la que les anuncia que van a iniciarse las obras de “abastecimiento de aguas y saneamiento”.
El descubrimiento de esta deliciosa pieza, que es ya un documento histórico sobre el progreso de nuestro pueblo, y su lectura, me llevó a recapacitar sobre el efecto tan definitivo que la construcción de este tipo de infraestructuras (las de saneamiento ambiental) tiene en las importantes mejoras de la salud de la gente, en la disminución de la mortalidad infantil y en los incrementos notables de la supervivencia, de la calidad de vida y de la esperanza de años que cada cual puede esperar vivir. Incluso diré que los trabajos que se realizan en el ámbito de la salud pública internacional nos ayudan a clarificar el hecho de que, en términos de beneficios para la salud, es más importante la adecuada eliminación de excretas y aguas negras que la propia disponibilidad de agua potable en los domicilios.
En el documento histórico que hallé en mi trastero y al que me refiero, las justas argumentaciones que expone la autoridad y la pertinente solicitud de aportación a cada vecino me hizo recordar cómo era la vida en Hacinas antes de que se iniciara tan determinante suceso: ése que quedó grabado en nuestra memoria colectiva con el eufemismo casi bíblico de “la traída de las aguas”.
Los hacinenses que tienen menos de cuarenta años en la actualidad, y que por lo tanto no habían nacido o eran muy niños cuando ocurrió tan feliz evento, no sabrán que hubo un tiempo en que caminar por algunas callejas del pueblo era, aproximadamente, como andar por campos minados.
- Mira por donde andas, ojazos, o vas a pisar donde no debes. ¿O es que no te das cuenta cómo está por ahí n’eso?
- ¡Vaya! Otro día vamos a coger moras por otro lado, porque por aquí n’esto viene mucha gente y no a por moras precisamente…
- Sí, más parece que vengan a dejar que a coger, como nosotros...
El progreso en general, y las nuevas tecnologías que trae consigo, como los váteres, tienen también su parte más negativa. Tal es el hecho frecuente de que nos aíslan a unos de otros y nos hacen más egoístas fomentando el individualismo más feroz. Se lo digo porque hubo una época en Hacinas (no hace tanto, ¡yo ya había nacido!, hablo del último tercio del siglo pasado) en que ciertas actividades personales que ahora muy poca gente se plantea realizar en público, no eran sino una expresión comunitaria y festiva de la necesidad fisiológica.
- ¿Dónde se habrán metido éstos?
- No sé, les busco hace rato pero ¡no están por tal tierra! Parece que les vieron trasponer por el lado de allá.
- Pó que se hayan ido a tirar el pantalón a la arrein de la tía María… ¡como si lo viera!
- ¡Pues como les pille les arrea un par de ellas detrás de cada oreja…!
- Déjales que se diviertan todos juntos, que son jóvenes…
Hubo un tiempo en que entrar en algunas casonas, establos o cochiqueras tenía doble ración de riesgo: el determinado por la presencia del bestiario doméstico y la disposición aleatoria de sus excrementos, y el añadido del derivado de la presencia humana que a veces evidentemente había sido urgente, cuantiosa y depositada en cualquier parte del recinto sin luces, señales, ni avisos de situación.
- Vamos a por hojas para los cochinos.
- Bueno, dame el caldero y te ayudo a cogerlas, pero luego les echas tú, que a tu casona no hay quien entre.
- No seas tan remilgao. Con que te fijes un poco se arregla el asunto. Donde veas un cacho periódico ya sabes que tienes que andarte con cuidado. Y se acabó.
Esa era otra de las grandes utilidades de la prensa escrita después de leída, y a veces antes: la de facilitar las actividades higiénicas de cada cual, por muy áspera que esa colaboración pudiera resultar. Eran tiempos donde el autoconsumo era un planteamiento vital, y el reciclado no era una actividad más del esnobismo, como lo es ahora, sino la expresión más patente de la necesidad. A la fuerza, que diría alguno, y yo lo suscribiría. Con la consiguiente ventaja de amenizar también, y previamente a su uso final, la parte más aburrida del proceso evacuatorio informándonos de cuanto acontecimiento digno de mención había sucedido en Burgos y la provincia.
Hubo una época, no tan lejana, en que la gente enseñaba a las visitas el cuarto de baño recién construido como una rareza, casi excéntrica, que nos imponía la modernidad que venía, impertérrita, a apoderarse de todo y a marcarnos una nueva forma de vivir. Una época donde el desconcierto inicial fue tan grande que hubo que vencer prejuicios y luchar a brazo partido contra una fuerza titánica, que es la de la costumbre.
- Tu prima se ha hecho un cuarto de baño de ésos con mármol en las paredes, pero dice que va a seguir yendo a la calleja a aliviarse p’a no mancharlo mucho.
- ¡Si será mostrenca!
- Déjala, así se orea un poco…
Hubo un momento en nuestras vidas en que se acabó lo que de comunitario y festivo había en la actividad fisiológica más común, mejorando la transitabilidad de callejas y callejones, aunque fuera a costa de disminuir notablemente los índices de lectura entre el vecindario. Se trata de tributos que hemos tenido que pagar al progreso para poder vivir más y mejor.
Cuando he tenido que trabajar en determinados lugares del mundo con bajo nivel de desarrollo humano y mucha pobreza, y he analizado cómo viven sus habitantes y por qué motivos muchos de ellos enferman y mueren tan frecuente y precozmente, he sacado la conclusión científica de que el hecho de no tener acceso a agua potable y no disponer de un sistema de eliminación de excretas y aguas residuales en condiciones, era la causa de una gran parte de esos problemas de salud y de falta de desarrollo. Si pensamos cómo son sus condiciones de vida, al menos en estos aspectos, concluiremos que no se trata de mundos atrasados varios siglos respecto a nosotros. Sino que son pueblos que viven en situaciones de subdesarrollo parecidas a las que nosotros sufríamos, solamente, hace 40 años. Por ello al bucear esta mañana en mi trastero y encontrarme con la carta del Alcalde Don Bonifacio Rojo supe que había encontrado un documento histórico. Algo que marcaba, ineludiblemente, el fin de una época de precariedades históricas para Hacinas.
Y supe además que en esa cuartilla se marcaba el inicio de otro tiempo que nos lanzaba, imparable, hacia el progreso y hacia rotundas mejoras de las condiciones de vida y salud.




Manuel Díaz Olalla

(Publicado en la revista Amigos de Hacinas, 4º trimestre de 2006)

lunes, 25 de septiembre de 2006

La huerta de mi abuela era un quincho así...

La huerta de mi abuela era un quincho así, mal señalado, de tamaño regular y de geometría imperfecta. Un rectángulo dibujado con prisa, más ancho al fondo que a la entrada. La pared norte, la más estrecha, daba al camino. De hecho si lees los datos del catastro observarás que le asignan la dirección más bien enigmática de “Camino de la Fuente”. Eso sí, sin número. Es lógico que no lo tuviera porque tampoco tenía puerta. Por ello el abordaje se hacía por un portillo destartalado encajado a duras penas entre las piedras sueltas de la pared y construido a base de paciencia, alambre, unas pocas puntas y algunos leños mal escogidos y peor emparejados.
De la Fuente decidieron bautizar al camino que toda la vida fue el de campo los muertos.

- Niño ¿dónde vas?
- A la huerta de mi agüela
- ¿Al río?
- No señora, a campo los muertos.

Si les confieso la verdad, me hubiera gustado más que la huerta de mi abuela hubiera estado junto al río, por el soto. Como todas. Aquéllas eran unas huertas comunitarias, festivas, ideales para echar la tarde entre golpe de azadón y parrafada con el vecindario. La mejor elección para una tarde de ocio, con merienda compartida y baño incluido.

- ¡Qué majos te están saliendo esos tomates! Pasa la bota…
- No están mal. ¡Tú tampoco te podrás quejar de las vainas! ¿Has catao esta cecina? Está coj…… ¡Niño, atiende esos reteles o te vas pa casa a escape!

Pasar la tarde en las huertas del soto era, para un mequetrefe que apenas levantaba un palmo del suelo, casi como una fiesta. Cuando alguna vez me invitaba algún amigo a su huerta por el río, un poco más abajo de la presa, aquello se convertía en todo un acontecimiento. Si además te llevabas los reteles y, entre cebolla y cebolla, sacabas un par de docenitas de cangrejos la fiesta era completa.

Pero no. La huerta de mi abuela, que era un quinchito así, mal señalado, estaba en campo los muertos. Por entonces pensaba que la gente prefería tener la huerta por el soto porque el nombre del lugar donde se encontraban situadas las otras resultaba poco atractivo. Y eso que, a veces, y para que no me resultara tan árida la excursión veía a mi abuela salir del paso como podía, sin pronunciar el topónimo, con la sana intención de que no le cogiera prevención al sitio, mientras enganchaba el caldero de regar: “Anda hijo, vámonos ya para acerón, que se hace tarde”. Fuera bajo esta denominación o no, la tarde de riego y recolecta de hortalizas en la huerta de la abuela era una aventura que no tenía parangón. Más temprano que tarde, con tiempo calculado para estar en casa de vuelta antes del toque de las primeras del rosario, nieto y abuela con los calderitos, los fardeles y la azada tomaban el camino de la carretera. Generalmente el nieto, renqueante, caminaba sujeto por una mano a la de su abuela y, en la otra, haciendo malabarismos para que no acabara en el suelo, la rebanada de hogaza untada de aceite y espolvoreada de azúcar que, las tardes de huerta, solía ser el plato principal de la merienda. Para que la rebanada pasara el gaznate del todo era obligada la parada en la fuente -¡sí señores, la fuente!- de campo los muertos para que el mentecato se pegara un buen trago de agua fresca.

- Agüela la fuente está seca
- ¡Calla cencerro!, que no lo está. Nada más hay que cebarla. Ahora sacamos un poco de agua del pozo y vienes tú a hacerlo.
- Agüela ¿por qué esta agua tiene este sabor?
- Cuentan que aquí hubo una batalla y…, bueno, ya te lo contaré otro día. Ahora vamos a escape que se hace tarde…

La huerta de mi abuela era un vergel fascinante. O, al menos, a mí me lo parecía. Sin acertar a explicarme cómo, con el esfuerzo de sus manos y algunos calderos de agua, todo aquél derroche de fertilidad se hacía posible. Allí brotaban berzas, aquí patatas, junto al pozo garbanzos y vainillas, y por el otro lado tomates, cebollas y otras delicias de menor cuantía. Aquél prodigio de la naturaleza era algo difícil de entender para mí. Y, en el centro de aquél milagro, como el guardián máximo del enigma, estaba el pozo. Un pozo que, abierto a ras del suelo y tapado precariamente con unos tablones, ejercía sobre mí, y desde el momento mismo de atravesar el portillo detrás de mi abuela, una mezcla de atracción y rechazo. Lo veía como un agujero oscuro que con sólo presentirlo ya me angustiaba y, a la vez, hechizaba de una forma insoportable. El pozo de la huerta de mi abuela fue el auténtico protagonista de mis sueños infantiles. Algunas noches era el escondite de un monstruo comegentes que nos mantenía a todos a raya y, además, sin una mala lechuga que llevarnos a la ensalada. Pero otras, era una fuerza irresistible que tiraba de mí, allá donde estuviera, para tragarme sin piedad. Con monstruo o sin él no había tranquilidad para mí mientras la abuela, cordel tras cordel, sacaba calderos de agua para darle de beber a las verduras.

- No quiero ver que te acercas por ahí neso, mostrenco, mientras yo hago las labores.
- ¿Por qué?
- Porque te caerás al pozo.
- ¿Y qué me pasa si me caigo?
- Que te ahogarás, como le pasó a aquél chico del que te hablé.

El chico de Cabezón que se ahogó en un pozo fue otro de los grandes enigmas que atormentaron mi infancia. Era rara la tarde que, volviendo de la huerta, no intentara imaginarme la cara del chico que se ahogó en aquél pozo, aún sin conocerle, e intentara reconstruir cómo debieron ser sus últimos minutos. Real o inventada por mi abuela (ahora me inclino más por esto último) aquélla historia me sirvió para guardarle la distancia a pozos y acequias y para admirar, aún más, el trabajo abnegado de los que trabajan la tierra hasta sacarle todo lo que lleva dentro.
Las lecciones de horticultura de mi abuela fueron de las mejores clases prácticas que he recibido en mi vida y, también, de las más inútiles. Lo aprendí casi todo respecto a cuándo hay que sembrar las patatas, cuándo recoger los tomates, cómo cavar un surco mediano donde sembrar con éxito unas buenas semillas de berza, cómo conseguir que las vainillas crecieran hacia el cielo bien agarradas a la vara, y, sobre todo, cómo tratar con mimo la tierra para recibir su recompensa. Me arrepiento de no haber sacado más jugo a aquéllas lecciones ya que quizás tengamos que enfrentarnos en el futuro, de nuevo y como pasaba entonces, a una vida basada en el cultivo de subsistencia. Lamentaré entonces haberme comido aquéllos tomates maravillosos y no haber aprendido cómo sembrarlos. Pero para entonces ya será demasiado tarde.
Mi abuela tenía una huerta que era un quinchito así, regular de tamaño. Cuando cerrábamos el portillo destartalado y agarraba mi mano con la suya, recia, camino de casa, siempre me invitaba a beber otro traguito de agua de la fuente de campo los muertos, cerca de acerón. Musitaba algo de una batalla que allí hubo cuando le volvía a preguntar sobre ese sabor metálico tan particular del agua, y tiraba de mí para llegar a casa antes del toque de las primeras. En casa derramaba sobre la mesa de la cocina el botín arrebatado a la tierra roja de la huerta y aplicaba los garbanzos para ponerlos a secar al sol encima de una estera. El mocoso miraba todo el proceso embelesado, mientras se preparaba para la siguiente aventura que Hacinas le tenía preparada cada tarde de verano.


Manuel Díaz Olalla
(Publicado en "Amigos de Hacinas", Septiembre de 2006)

lunes, 14 de agosto de 2006

"Arriba, que levanto!!!!"


Volvió a subirse despacio a la arquilla, como intentando que su cabeza asomase por encima de las demás, y con parsimonia meditada hizo sonar de nuevo la esquila mientras, la voz partida y cortando la manoseada baraja en dos, exclamó a los cuatro vientos: ¡Arriba, que levanto....!. ¡El dos de copas!. A ver quién se lleva estas éstas almendras....

Un muchachito contrariado miraba una y otra vez la tablilla con sus tres carta buscando con ahínco el dos de copas que allí no estaba. Jesús le observaba desde su pedestal y acertó a recogerla antes de que el mozuelo, desilusionado, la tirase a la cuneta: Trae para acá, chupacharcos... le dijo esbozando una sonrisa complaciente. Los Racheles volvieron a entonar los primeros compases de España Cañí y el pequeño grupo que se había concentrado delante del puesto se disolvió lentamente mientras una señora, la que había resultado afortunada en la rifa, enseñaba con orgullo su dos de copas a todo el que se aproximaba.

Jesusín se afanaba en la venta sin quitarle ojo a un par de mozos sospechosos que rondaban con disimulo intentando enganchar alguna cazuela de las que colgaban del travesaño de babor. Hacía lo que podía porque los faltantes, a veces notables, eran la peor noticia del final del día. Le costaba mantener el estado de alerta permanente porque había madrugado mucho y, ya entrada la tarde, el sueño amenazaba con pasarle la cuenta. Julito no, siempre más pequeño y, a la fuerza, con menos responsabilidad que el hermano mayor, estudiaba con detenimiento cada movimiento de los músicos y no perdía detalle ni del repertorio ni de la modesta puesta en escena.

- ¿Cuánto dirás que cobran estos por esta actuación?
- Y yo qué sé...
- Cinco mil duros.
- Mucho me parece.
- ¿Dices?. Pues los que vienen este año a Santa Lucía, esos de Zaragoza que estuvieron el otro año en los Tolbaños, van a cobrar el doble por la verbena del domingo...
- Mejor sería que nos lo dieran a los chicos p’a meriendas...
- ¡Y tú qué sabrás...!. Te digo que son unos músicos muchismo buenos...

Jesusín, definitivamente muerto de sueño ya a esas horas, no se quejaba de nada. Aún recordaba la dureza de otras fiestas, cuando, pocos años antes, había que madrugar mucho más y recorrer un montón de kilómetros en bicicleta, a veces con nieve, camino de Moncalvillo, siguiendo la vía del tren alumbrados escasamente por la mortecina luciérnaga del faro a dinamo. Comparar por comparar las cosas mejoraban poco a poco y, de todas formas, siempre prefirió las fiestas de Contreras. Si le hubieran dado a elegir se hubiera quedado con estas, después de las del Rosario en Huerta, por supuesto, aunque bien es cierto que esas eran para disfrutar y estas para trabajar. Jesús padre, presintió una demanda incontenible en el público que llenaba la campa del baile y pensó que, de esta, liquidaba las tres docenas de paquetes que le quedaban en el coche y que, hasta bien entrada la madrugada, había garrapiñado Julia en las ollas de cobre a fuerza de mucha lumbre. Con eso, pensó, se iban para casa más felices que unas pascuas. Por ello intentó asomar la cabeza por encima de las demás y comenzó a reclamar la atención de bailarines y espectadores del gozo ajeno a grito pelado y a golpe de esquila...

- Vamos que con esta lo termino y me voy p’a casa... seis tablillas tengo en la mano y estoy que lo regalo....Toma maja llévate estas que las rifamos a escape...

Manolín, el que les cuenta esto treinta y tantos años después -¡que se dice pronto!-, miraba la escena entre perplejo y divertido desde el banco de la Caja del Círculo que había al lado del puesto, intentando abrir los ojos todo lo posible para que no se le escapase detalle alguno, y, de vez en cuando, intentando distraer a Julito de sus obligaciones:

- A mí me gustan mucho estos de Covarrubias... lástima que no se sepan ninguna de Karina...

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El pasado 26 de Noviembre, ya les dije que más de treinta años después de ese episodio que recuerdo como si hubiera ocurrido antes de ayer, y exactamente cincuenta años desde que Jesús, el mago de la rifa, contrajera nupcias con Julia, la madre de los retoños, he vuelto a ver repuesta, detalle por detalle, aquélla escenografía reiterada, entre mágica y fascinante, por los mismos actores, aunque esta vez, eso sí, como un juego didáctico para niños y nostálgicos. Por sorpresa ante nietos, hijos, yernos, nueras y curiosos, algunos sentimentales habían preparado el escenario de manera cuidadosa. No era una copia burda: era el propio puesto histórico que Jesús paseó por todas las fiestas de la comarca y que dormía el sueño de los justos en algún rincón del desván. Nadie pudo contenerle y en cuanto lo vio allí instalado se encaramó a la arquilla, a la auténtica, a la original, a la que iba y venía, como la maleta de la Piquer, de fiesta en fiesta llena de almendras, de manera que, estirando el cuello lo que pudo para sacar su cabeza por encima de las demás, volvió a repiquetear la esquila mientras gritaba a voz en grito...¡Arriba que levanto...!.

Los 14 nietos de Jesús y Julia miraban sorprendidos el espectáculo desconocido e irrepetible, y en sus ojos abiertos como platos y en sus gestos fascinados por la magia, volví a encontrarme con ese Manolín del banco de Contreras, ese Manolín al que no encontraba hace mucho.

Ese showman que es Jesús, como siempre perfectamente auxiliado por Julia en las labores logísticas, acabó por rifar todas las chucherías, las almendras, las muñecas, los camiones y, hasta las cazuelas de porcelana que no tocaban nunca, para mayor deleite de la chiquillada y gozo sin fin de quienes, alguna vez, asistimos al espectáculo en tiempo real.

He oído comentar a algún estudioso de la realidad cultural de Hacinas (que los hay; yo conozco varios; si quieren algún día les doy sus nombres), que la llegada de Jesús y Julia a Hacinas, de la que va a cumplirse cincuenta años, cambió de alguna manera la forma de pensar y de comportarse de un pueblo que, marcado por la endogamia constante de la vida rural que definió una época en España, vivía demasiado encerrado en sí mismo. Puede que sea verdad.

Un servidor, quien profesa por Jesús y Julia, y por toda esa gran familia, un cariño filial, ha tenido la suerte de asistir a esa fiesta grande con la que han querido recordar que están juntos desde hace cincuenta años. Y ha sido tanto el regalo que quisieron hacernos a los que allí estábamos que Jesús volvió a subirse despacio a la arquilla, como intentando que su cabeza asomase por encima de las demás, y con parsimonia meditada hizo sonar de nuevo la esquila mientras, la voz partida y cortando la manoseada baraja en dos, exclamó a los cuatro vientos: ¡Arriba, que levanto....!. ¡El dos de copas!.


Manuel Díaz Olalla
(Publicado en "Amigos de Hacinas", 2006)

lunes, 26 de junio de 2006

Aniversarios

Mal asunto. Me tiene preocupado el hecho de que, de un tiempo a esta parte, cualquier acontecimiento banal que tiene que ver con mi vida se convierte, de repente, en un aniversario. Últimamente estoy cumpliendo un cuarto de siglo de un montón de sucesos que marcaron un hito en mi vida. Eso quiere decir, si las matemáticas no engañan, que algunas de esas cosas ocurrieron en torno a mis veinte años, y que los tantos que colean en los cuarentaytantos que hace que vine al mundo se aproximan a la decena a una velocidad peligrosa. Usted los sabe muy bien, no es lo mismo cumplir años que cumplir los que terminan en cero. Y no es igual que se cumplan años de que ocurrió cualquier cosa importante en su vida a que se cumplan veinticinco, o cincuenta, de que pasó aquello.

Hace poco les contaba desde estas mismas páginas que recientemente habíamos celebrado “el 25 aniversario” de la reunión que, con la excusa de comer juntos, organizamos una vez al año un grupo de amigos de Hacinas que hemos convertido esa actividad en un regalo para nosotros (que pasamos un espléndido día) y para nuestras compañeras (que aún lo pasan mejor liberadas de nuestra presencia cotidiana). Bien, pero la cosa no acaba ahí. En estos días recibí una llamada inquietante de una persona a la que había olvidado por completo y que tras saludarme y confesar que habíamos sido compañeros de estudios me comunicó la sorprendente noticia de que este año cumplíamos 25 de que los acabamos. “Seguro que ya habías caído en esa cuenta”, me dijo, aseveración ante la que no pude más que contestar con una risita que le tuvo que sonar medio tonta, la verdad. No había caído, no, pero fingí que sí, para escuchar después que él y otros compañeros estaban intentando localizarnos a todos para reunirnos un día en la Facultad, con el objeto de verificar, uno por uno y sin anestesia, lo que el tiempo había hecho con nosotros. “Las bodas de plata de que terminamos” me dijo. “Ah...” –me dijo también- “...mira a ver si encuentras algunas fotos de entonces para proyectarlas durante el acto”.

Hay que tener cuidado con lo que se le pide a la gente. Muchas veces se tiene poca sensibilidad respecto al mal trago que pueden pasar los demás ante determinadas situaciones. Enfrentarse con los álbumes de fotos viejas es una de las más peliagudas. No obstante y, a pesar de todo, baje al trastero una tarde armado de valor y después de haberme tomado un par de güisquis, que todo hay que decirlo. Buscando y rebuscando, comprobando en cada página lo que fuimos, me reencontré con algunas de Hacinas que no pude por menos que subir a casa para analizarlas con más detenimiento, y con la misma sensación del que ha salvado a un náufrago instantes antes de ahogarse. Alguna de ellas se las muestro para que las disfruten conmigo.

Una de las mejores selecciones de fútbol de Hacinas que ha corrido la pradera de Campo el Valle es la que parece en una de ellas. Hace unos días estuvieron Carlos y Mercedes en casa y al observar esa foto, mientras Mercedes realizaba el esfuerzo titánico de intentar reconocernos a todos, Carlos no pudo por menos que exclamar: “Bueno..., esa foto si no tiene cuarenta años le falta poco!”. Un estremecimiento me recorrió la espalda mientras volví a posar, incrédulo, los ojos en el retrato. Y ahí me vi de nuevo. Todos tan circunspectos: Gabri con los pantalones remangados en señal de solidaridad con los demás, Arturo con la actitud del que forma parte de una barrera contra la que van a tirar una falta directa, y Agustín, al fondo, entre los palos, observando con curiosidad la escena. Los demás aparecen tan formales y tan gurriatos que casi no se les reconoce. Juzguen ustedes y díganme si no sería mejor dejarlas dormir plácidamente el sueño de los justos en el último rincón del álbum más perdido que se consume en el cuarto trastero. Yo, por si acaso, se las enseño para que ustedes decidan.

También se han cumplido veinticinco años de que, voluntariosos e inconscientes, atrevidos y resueltos, Julio y un servidor iniciamos una serie de recitales de música popular castellana en Hacinas para amenizar la actividad cultural de la víspera de Santa Lucía. A guitarra y voz, con más voluntad que acierto y con más ganas que oído deleitamos al personal durante unos años. A veces éramos la única pieza del cartel y otras, con mucho gusto y no menos afán, aparecíamos de teloneros de otros artistas de más renombre. Pero siempre con el interés de colaborar con las actividades que se organizaban en nuestras fiestas. A pesar de eso habrá que decir, para hacernos justicia, que logramos concertar en torno a nuestro arte a un grupo nutrido de incondicionales fans. Para ellos, y para que no nos olvidaran, nos hicimos el retrato que aparece en la otra foto, instantes antes de uno de nuestros gloriosos conciertos en el Ayuntamiento. La foto es sencilla y está tomada con los medios rudimentarios de la época. Aunque aún no había llegado la foto en color, y el cine sonoro se acababa de inventar, el artista cuidó hasta el más mínimo detalle: el encuadre bajo la parra entre las cuerdas del tendedero de Julia, la actitud desenfadada y hasta el detalle del neumático roto. Más natural y bucólico parece imposible.

Han pasado más de veinte años de que dejamos de amenizar las vísperas de las fiestas de Santa Lucía con nuestros maravillosos recitales y un grupo de fans perseverantes está realizando un esfuerzo gigantesco para reeditar este año uno de aquéllos momentos mágicos. Empeño le ponen aunque ya los ánimos, las voces y los instrumentos no estén tan afinados. Yo creo que conseguirán que volvamos a salir, como en tiempos, para celebrar este aniversario. Si es así podrán asistir a un revival auténtico. Aunque haya que pagar algo a mí ya me han convencido. Habrá que animar a Julio, que en estos años se ha convertido en artista de categoría, a que acepte salir con un aficionado, aunque sea con el saxo.

El aniversario lo merece.

Manuel Díaz Olalla
(Publicado en "Amigos de Hacinas", Junio de 2006)