De la Fuente decidieron bautizar al camino que toda la vida fue el de campo los muertos.
- Niño ¿dónde vas?
- A la huerta de mi agüela
- ¿Al río?
- No señora, a campo los muertos.
Si les confieso la verdad, me hubiera gustado más que la huerta de mi abuela hubiera estado junto al río, por el soto. Como todas. Aquéllas eran unas huertas comunitarias, festivas, ideales para echar la tarde entre golpe de azadón y parrafada con el vecindario. La mejor elección para una tarde de ocio, con merienda compartida y baño incluido.
- ¡Qué majos te están saliendo esos tomates! Pasa la bota…
- No están mal. ¡Tú tampoco te podrás quejar de las vainas! ¿Has catao esta cecina? Está coj…… ¡Niño, atiende esos reteles o te vas pa casa a escape!
Pasar la tarde en las huertas del soto era, para un mequetrefe que apenas levantaba un palmo del suelo, casi como una fiesta. Cuando alguna vez me invitaba algún amigo a su huerta por el río, un poco más abajo de la presa, aquello se convertía en todo un acontecimiento. Si además te llevabas los reteles y, entre cebolla y cebolla, sacabas un par de docenitas de cangrejos la fiesta era completa.
Pero no. La huerta de mi abuela, que era un quinchito así, mal señalado, estaba en campo los muertos. Por entonces pensaba que la gente prefería tener la huerta por el soto porque el nombre del lugar donde se encontraban situadas las otras resultaba poco atractivo. Y eso que, a veces, y para que no me resultara tan árida la excursión veía a mi abuela salir del paso como podía, sin pronunciar el topónimo, con la sana intención de que no le cogiera prevención al sitio, mientras enganchaba el caldero de regar: “Anda hijo, vámonos ya para acerón, que se hace tarde”. Fuera bajo esta denominación o no, la tarde de riego y recolecta de hortalizas en la huerta de la abuela era una aventura que no tenía parangón. Más temprano que tarde, con tiempo calculado para estar en casa de vuelta antes del toque de las primeras del rosario, nieto y abuela con los calderitos, los fardeles y la azada tomaban el camino de la carretera. Generalmente el nieto, renqueante, caminaba sujeto por una mano a la de su abuela y, en la otra, haciendo malabarismos para que no acabara en el suelo, la rebanada de hogaza untada de aceite y espolvoreada de azúcar que, las tardes de huerta, solía ser el plato principal de la merienda. Para que la rebanada pasara el gaznate del todo era obligada la parada en la fuente -¡sí señores, la fuente!- de campo los muertos para que el mentecato se pegara un buen trago de agua fresca.
- Agüela la fuente está seca
- ¡Calla cencerro!, que no lo está. Nada más hay que cebarla. Ahora sacamos un poco de agua del pozo y vienes tú a hacerlo.
- Agüela ¿por qué esta agua tiene este sabor?
- Cuentan que aquí hubo una batalla y…, bueno, ya te lo contaré otro día. Ahora vamos a escape que se hace tarde…
La huerta de mi abuela era un vergel fascinante. O, al menos, a mí me lo parecía. Sin acertar a explicarme cómo, con el esfuerzo de sus manos y algunos calderos de agua, todo aquél derroche de fertilidad se hacía posible. Allí brotaban berzas, aquí patatas, junto al pozo garbanzos y vainillas, y por el otro lado tomates, cebollas y otras delicias de menor cuantía. Aquél prodigio de la naturaleza era algo difícil de entender para mí. Y, en el centro de aquél milagro, como el guardián máximo del enigma, estaba el pozo. Un pozo que, abierto a ras del suelo y tapado precariamente con unos tablones, ejercía sobre mí, y desde el momento mismo de atravesar el portillo detrás de mi abuela, una mezcla de atracción y rechazo. Lo veía como un agujero oscuro que con sólo presentirlo ya me angustiaba y, a la vez, hechizaba de una forma insoportable. El pozo de la huerta de mi abuela fue el auténtico protagonista de mis sueños infantiles. Algunas noches era el escondite de un monstruo comegentes que nos mantenía a todos a raya y, además, sin una mala lechuga que llevarnos a la ensalada. Pero otras, era una fuerza irresistible que tiraba de mí, allá donde estuviera, para tragarme sin piedad. Con monstruo o sin él no había tranquilidad para mí mientras la abuela, cordel tras cordel, sacaba calderos de agua para darle de beber a las verduras.
- No quiero ver que te acercas por ahí neso, mostrenco, mientras yo hago las labores.
- ¿Por qué?
- Porque te caerás al pozo.
- ¿Y qué me pasa si me caigo?
- Que te ahogarás, como le pasó a aquél chico del que te hablé.
El chico de Cabezón que se ahogó en un pozo fue otro de los grandes enigmas que atormentaron mi infancia. Era rara la tarde que, volviendo de la huerta, no intentara imaginarme la cara del chico que se ahogó en aquél pozo, aún sin conocerle, e intentara reconstruir cómo debieron ser sus últimos minutos. Real o inventada por mi abuela (ahora me inclino más por esto último) aquélla historia me sirvió para guardarle la distancia a pozos y acequias y para admirar, aún más, el trabajo abnegado de los que trabajan la tierra hasta sacarle todo lo que lleva dentro.
Las lecciones de horticultura de mi abuela fueron de las mejores clases prácticas que he recibido en mi vida y, también, de las más inútiles. Lo aprendí casi todo respecto a cuándo hay que sembrar las patatas, cuándo recoger los tomates, cómo cavar un surco mediano donde sembrar con éxito unas buenas semillas de berza, cómo conseguir que las vainillas crecieran hacia el cielo bien agarradas a la vara, y, sobre todo, cómo tratar con mimo la tierra para recibir su recompensa. Me arrepiento de no haber sacado más jugo a aquéllas lecciones ya que quizás tengamos que enfrentarnos en el futuro, de nuevo y como pasaba entonces, a una vida basada en el cultivo de subsistencia. Lamentaré entonces haberme comido aquéllos tomates maravillosos y no haber aprendido cómo sembrarlos. Pero para entonces ya será demasiado tarde.
Mi abuela tenía una huerta que era un quinchito así, regular de tamaño. Cuando cerrábamos el portillo destartalado y agarraba mi mano con la suya, recia, camino de casa, siempre me invitaba a beber otro traguito de agua de la fuente de campo los muertos, cerca de acerón. Musitaba algo de una batalla que allí hubo cuando le volvía a preguntar sobre ese sabor metálico tan particular del agua, y tiraba de mí para llegar a casa antes del toque de las primeras. En casa derramaba sobre la mesa de la cocina el botín arrebatado a la tierra roja de la huerta y aplicaba los garbanzos para ponerlos a secar al sol encima de una estera. El mocoso miraba todo el proceso embelesado, mientras se preparaba para la siguiente aventura que Hacinas le tenía preparada cada tarde de verano.
Manuel Díaz Olalla
(Publicado en "Amigos de Hacinas", Septiembre de 2006)
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