domingo, 25 de julio de 2010

Otoño


No era el Otoño el que se apresuraba a invadirlo todo el martes de Santa Lucía. Ahora lo sé. Era el Invierno crudo y cruel el que llegaba sin avisar y sin que nadie le hubiera dado permiso para avasallar de aquélla forma.


- Más vale que te pongas el chaquetón si es que vas a llegar tarde, que no sé, la verdad, qué es lo que hacéis por ahí hasta las tantas, a lo tonto modorro, digo, sin juicio, que ya se han acabado las fiestas y parece que no pensáis terminar nunca con tanto andar p'acá y p'allá todos los días, que no sé si os dais cuenta de la edad que vais teniendo y que la vida es otra cosa que venga fiesta y fiesta.....
Soltó la abuela su perorata cansina con poco entusiasmo y con menos éxito mientras doblaba con mimo las rodillas de cuadros y recogía los platos de sopa de encima de la mesa. El muchachito aspirante a mozo la escuchaba como sin ganas mientras intentaba reconocer a través de la ventana a los que protagonizaban ese trajín de café completo a la puerta del bar. Ahí estaban ellos, sus amigos, o lo que quedaba de ellos después del duro pechar de las jornadas previas, ese sinsentido frenético y, entre nosotros, algo etílico.


Quiso decirle algo a la abuela, como para tranquilizarla un poco, o para sosegar sus inquietudes más urgentes pero fue en vano. Había sucedido lo que parecía inevitable, había desaparecido por fin ese frágil hilo de voz que brotaba de sus labios desde hacía unas horas amenazando como con irse definitivamente. Y lo había hecho. Tan solo un incomprensible ruido gutural logró arrancar el mozalbete ante la perplejidad de ella que se sintió por ello aún más autorizada para continuar con su sermón didáctico.
- No, si ya lo sabía yo, cuánto mejor si os trancarais ya en casa, que os vais a poner malos de tanto cantar y chospar y andar zascandileando por ahí n'eso, como cosas tontas. O de andar metidos todo el día en el chamizo ese de la escuela, que cualquier día se arrana y os espanzurra como a escuerzos, espantajos que sois unos espantajos....
Se alejó la abuela mascullando esas cosas entre dientes, camino de la cocina, pidiéndole a Dios por caridad cristiana que le diera ya algo de juicio a ese nieto suyo, que ya estaba bien de tanta inconsciencia y tanta disipación, o al menos, que llegara pronto el momento en que le viera trasponer camino de Madrid subidito en La Serrana, derecho a los brazos de su madre, a ver si con ella se enderezaba un poco el trapalón, que la tenía en un sinvivir desde que el sábado aterrizó por tal tierra dispuesto a comerse el mundo.

Miró el alguacilillo de nuevo por la ventana y entornó los ojos como para retener lo de allá lejos, San Cirbián, el Campo el Valle, la parte de Gete y los praos de Cabezón, y una inmensa melancolía le sacudió las entrañas. No encontró la causa de que todo se hubiera tornado gris como por encanto, y un sabor amargo, como a magarza, le invadió ese corazón de cabritilla que golpeaba con ansia por dentro del esternón.

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