miércoles, 17 de junio de 2020

Pestes del siglo XXI



Escribía Albert Camus que lo terrible de la peste no es solo que arrebata la vida de los seres humanos, sino que desnuda su alma. La pandemia de COVID-19 ha puesto al desnudo el auténtico rostro de un mundo cuyos rasgos han sido cincelados por décadas de globalización y de este sistema del “sálvese quien pueda” en que vivimos. Han saltado las costuras por donde menos lo pensábamos y hemos comprobado, con dolor, que las cosas importantes no estaban tan bien cosidas y que somos, quién lo duda ahora, mucho más vulnerables de lo que imaginábamos.

En el enigmático Orán de los años 40 del siglo pasado en que el escritor francés sitúa aquella epidemia que da título a su genial novela, somos testigos de las debilidades y las grandezas de los seres humanos. Algo parecido a lo que vemos ahora a nuestro alrededor. Del egoísmo a la generosidad, del miedo a la solidaridad, de la soberbia a la humildad, del individualismo a la cooperación, todas las cualidades y los defectos, aquellos pecados capitales y sus antídotos, las virtudes cardinales, que aprendimos en el catecismo y que teníamos olvidadas, pasan por delante de nuestros atónitos ojos como para enseñarnos la auténtica faz de la naturaleza humana.

Entonces, según el relato, el desconocimiento de los que se vieron atrapados en aquella ciudad argelina en cuarentena, no les permitió descifrar las señales que días antes de la tragedia la anunciaba: las calles llenas de ratas muertas. Ahora, por arrogancia, por desidia o por pura comodidad, no hemos querido entender los signos que avisaban de lo que ha llegado: los brotes epidémicos registrados en los primeros 15 años de este siglo, a saber, el SARS-CoV en 2002, la gripe aviar (H5N1) en 2003, la gripe porcina (H1N1) en 2009, el MERS-CoV en 2012, el ébola en 2013 y el Zyka (ZIKV) en 2015, fueron claros avisos de la actual epidemia de COVID-19, sobre todo si consideramos que todos ellos, en gran medida, tienen su origen en la compleja transmisión a través de animales, relacionada con el desarrollo de una agricultura y avicultura intensivas y de un creciente mercado y consumo de animales salvajes y exóticos. A ello se une la capacidad actual de extensión de epidemias debido a la falta de higiene, la escasez de recursos adecuados invertidos en salud pública, la densidad urbana y la globalización turística, entre otros factores.

Estábamos tan seguros de nosotros mismos y de los logros de nuestra sociedad del bienestar y de la falsa seguridad con que la adornamos, que nos olvidamos de que no hemos avanzado tanto como para contener el paso de los jinetes del Apocalipsis y evitar los efectos de su huella devastadora. Y así es, terribles epidemias han diezmado históricamente a la humanidad. Desde la más terrible y mortífera peste de la Edad Media (entre los años 1347-1351), con unos 200 millones de muertos, pasando por la viruela en América en el siglo XVI, con más de 56 millones de fallecidos entre la población indígena, hasta la más reciente del VIH/SIDA que desde el año 1981 y con entre 25 a 35 millones de muertos en su haber, sigue acumulando a día de hoy su letal carga en muchos países pobres.

Pero no podemos olvidar en esta triste nómina a la brutal gripe del 18 (también conocida como “gripe española”), que produjo 50 millones de fallecimientos después de infectar a un tercio de la población mundial, de los que 300.000 fueron en España, a pesar de que, en contra de lo que parece deducirse de su nombre, ni surgió en nuestro país (parece que lo hizo en Kansas, EEUU), ni se cebó especialmente en nuestros compatriotas de aquella época.

Según cuentan los documentos de entonces, lo cierto es que, mitad frenesí, mitad inconsciencia juvenil, los mozos de Los Balbases, pintoresca localidad burgalesa en el camino de Valladolid, decidieron, como era la tradición, acudir a las fiestas de Nuestra Señora de la Natividad, que se celebraron en la cercana Villaquirán de los Infantes en septiembre de 1918. Y no será porque no lo advirtió Don Andrés Alonso, a la sazón gobernador civil de la provincia, quien se queja en el Boletín Oficial Extraordinario del 4 de octubre no solo de la inconsciencia de esos muchachos sino, sobre todo, del incumplimiento que de sus órdenes hacen los pueblos de la provincia al no suspender las fiestas y funciones para detener la epidemia de gripe. Pues efectivamente, y según relato de la propia autoridad, los imprudentes mozos contrajeron la infección en Villaquirán, la que, días después, esparcieron en su propio pueblo cuando se celebraron las fiestas en honor de la Patrona, que no es otra que la Virgen de Vallehermoso, localidad que temerariamente y desoyendo también las disposiciones oficiales no suspendió la inapropiada celebración. Unos y otros contribuyeron a que 800 de los 1.200 vecinos de Los Balbases sufrieran esta agresiva infección, muchos de los cuales y a resultas de la misma, pasaron a mejor vida.



En un prodigio de coherencia y de sentido de la salud pública muy de admirar en un servidor público de aquella época, Don Andrés, tras advertir que no tolerará más indisciplinas ni en jóvenes ni en munícipes, apela al sentido común de quienes “aún no estén convencidos del grave peligro que esto encierra” y dando una lección de sensatez que dejaría boquiabiertos a muchos de nuestros dirigentes actuales, llama la atención sobre el hecho de que haya que guiarse por el conocimiento científico. Tiene tiempo y desparpajo para, en un medio tan poco proclive a las enseñanzas de hábitos saludables y conductas preventivas, hacer un repaso a lo que se sabía sobre el mecanismo de transmisión de aquél mortífero virus para acabar aconsejando “aire libre, sol y agua” como los mejores desinfectantes de que se dispone. Acaba el bueno del gobernador señalando la importancia de la limpieza de la boca y de “seguir los consejos del Médico y desoír a los ignorantes”. Apunten por ahí que me declaro, desde este momento, muy fan de Don Andrés.

No hay nada nuevo bajo el sol, ese gran desinfectante, ni en la naturaleza, ni en la inconsciencia temeraria de muchos, ni en el sentido común de unos pocos. Pero la ciencia y la medicina han avanzado de manera tan extraordinaria que cabe pensar que la duración de esta pandemia será mucho menor y su mortandad infinitamente más baja. Y junto a la carrera de la ciencia está la del miedo.

La epidemia de COVID-19 ha venido para recordarnos que somos débiles, que la naturaleza sigue siendo implacable y que ni todos los avances tecnológicos y científicos pueden impedir que, periódicamente, un virus o una bacteria o cualquier forma de vida elemental pueda poner nuestro mundo y nuestra manera de vivir patas arriba, porque somos demasiado vulnerables y estamos muy expuestos, y ante la adversidad cruel lo peor de nosotros mismos aflora sin remedio. Y todo lo mejor también, esa es la maravilla.

Según Ibn Sina (980-1037), médico y filósofo persa y padre de la medicina moderna: “La imaginación es la mitad de la enfermedad; la tranquilidad es la mitad del remedio; y la paciencia es el comienzo de la cura”.

Paciencia, pues. Y mucha salud.

Manolo Díaz Olalla
Viernes Santo de 2020