jueves, 26 de julio de 2012

Llegaban cartas





Ya no tengo ninguna duda. En el reparto ancestral de los roles sociales que se estudian en antropología a mí me adjudicaron el de recolector. Y como tal tiendo a guardarlo todo. Si no, que alguien me dé una explicación al hecho de que hace unos días, trasteando en el desván, me topara con una cajita de cartón verde cuya existencia había olvidado. Recolector sí, pero con mala memoria. La miré un buen rato sin saber qué hacer con ella. Con miedo al hallazgo, estuve tentado de volver a dejarla en su sitio y hacer como que no la había descubierto. Pero, al fin, la curiosidad me pudo y examiné su interior. Efectivamente, contenía un tesoro tan fantástico como ignorado. Decenas, quizás cientos, de cartas que había recibido a lo largo de mi vida dormían el sueño de los justos en aquél relegado depósito.

Así que, no lo dudé, y como quien va a deleitarse con un festín, abrí una botellita de buen vino de la Ribera, me serví una copa y me dediqué, sentado en mi sillón preferido, a disfrutar con la lectura de noticias, impresiones, sentimientos y anhelos que en otra época constituyeron aspectos esenciales de mi vida y de las de mis amigos.

Muchas de las mejores cartas que allí se conservan son de buenos amigos lectores de esta revista. Es curioso pensar que a partir de ellas se puede hilvanar, retrospectivamente, la biografía de muchos de ellos. Si fueran bandejas de truchas, en lugar de cartas, diríamos que tienen bien definida la trazabilidad en cada sobre. Si soy bueno en la conservación, soy aún mejor en la discreción. Por ello nadie puede temer que el mínimo dato comprometedor o inconveniente vaya a aflorar en este humilde relato. Primero porque una carta de un amigo, mucho más si trata de asuntos personales, lleva incorporado de forma tácita el secreto de confesión. Después porque si hubiera dolo en lo que en ellas se manifiesta, la falta ha prescrito por antigüedad. Y, sobre todo, porque a estas alturas ya a nadie le importa lo que cuentan. Casi con seguridad, ni a los propios remitentes. Cartas de amor no había ninguna. Esas cartas son como soplo de perfume: efímero e inatrapable. Como las notas con instrucciones que reciben los agentes secretos, todas las cartas de amor que he recibido en mi vida se han destruido, como por encanto y tras haber dejado en el corazón todo el peso de su carga, treinta segundos después de haber sido leídas.

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