martes, 9 de agosto de 2005

Evencio


La noticia sorprendente de la muerte de Evencio me asaltó desde las páginas de la revista “Amigos de Hacinas” y tuve que releerla varias veces para comprender que sí, que hablaba de Evencio, de nuestro Evencio.

Y sin pretenderlo, como fogonazos, me vinieron a la memoria, nadie sabe desde donde, retazos sueltos de vivencias, de momentos, de tiempos vividos que dormían el sueño de los justos en algún lugar oscuro a mitad de camino entre lo perdido para siempre y lo que aún se podría recuperar si anduviera más listo. Son como descargas de cañón que, ante la increíble noticia, se producen de dentro afuera y me llenan la vista, el tacto, el olfato, el gusto y hasta el oído de sensaciones vividas y perdidas para casi siempre en algún lugar del camino. Es curioso que cuando esto ocurre no suele tratarse de anécdotas distinguidas o momentos estelares, sino más bien de pasajes discretos, aparentemente anodinos e intrascendentes que no acierto a explicar como se han quedado ahí, esperando para volver a buscar la luz en vez de haber sucumbido definitivamente en la oscura nebulosa de los tiempos y de la memoria. Resulta curioso pero, en ocasiones, la pieza que engancha y sujeta el episodio, lo fija y lo retiene para que no se pierda en el marasmo del abandono perpetuo es un detalle insignificante, una mirada, un comentario que se quedó ahí grabado para siempre.

I

Pocos en Hacinas han cantado mejor que Evencio. Y no hablo sólo del tono tan personal sino también del ritmo y del sentido musical. Hace muchos años, muchos, algunos tomamos la costumbre de recibir las noches estivales encaramados en el castillo guitarra en ristre, riéndonos de todo, hilando palabras hasta el absurdo y cantando alguna coplilla que otra hasta que la advertencia del vecindario nos recomendaba dejarlo para otro día. Una de esas noches, en que la desentonación y el desafinamiento se hacían irresistibles acertó a aparecer Evencio por allí. Fue cuestión de poco rato hasta que, sin poder soportar más aquél coro de grillos disfónicos se puso en pié y entonó a pleno pulmón su ranchera favorita ante la perplejidad, la admiración y el profundo respeto de todos los que, allí reunidos, tuvimos la suerte de escucharlo:

“Por el amor a mi madre
voy a dejar la parranda.
Y aunque me digan ¡cobarde!,
A mi no me importa nada...”

II

Fue el acontecimiento del año: Evencio había salido en los papeles. Era aquélla foto memorable que muchos de ustedes recordarán porque durante años, con seguridad, estuvo colocada entre el cristal y el marco de alguna otra foto, esta vez familiar, a lo mejor tapándole la cara a su abuelo, posiblemente encima del televisor y rodeada de una ingente cantidad de cadáveres de moscas que, a sus pies, habían dejado de existir por el letal efecto de esas tiras de papel insecticida que prendíamos en la casa para dispensarnos de su molesta presencia y sofocarnos las tardes de verano . Me refiero a aquélla foto del Diario de Burgos en que se veía el royo, las casas y casonas de alrededor y a Evencio, con sombrero de paja y buena vara, dirigiendo a la pareja de vacas que, creo recordar, arrastraban un carro posiblemente volviendo de la era. Esa foto vieja, virada a sepia por el paso de los años, fue algo así como el resumen casi perfecto de lo que fue nuestro pueblo en aquélla época. De cómo era y, por tanto, de cómo éramos. No por casualidad Evencio formó y ya forma parte de este espléndido icono de la Hacinas que afrontaba tiempos de cambios rotundos encarando ya la recta final del siglo XX. Esa foto se mereció un premio porque el mérito del artista no es sólo expresar las cosas con belleza sino, también, resumir de un solo trazo (un gesto, una pincelada, un verso o una imagen) una realidad compleja de explicar. Tan difícil como lo que fuimos. Si nadie aplaudió al artista lo hago yo ahora en nombre de todos, con el permiso de ustedes. Y le doy el premio a la belleza plástica, a la expresión artística y a la oportunidad de escoger a quien en ese momento, mejor podía representarnos a todos.

III

Eran años de inquietud juvenil los que nos tocaba vivir. Evencio había, definitivamente, escogido su vida y su trabajo, y no ocultaba a nadie que conducir era una de sus grandes aficiones. La pasión de todos, en realidad. En aquéllos tiempos de poco calcular y mucho correr hemos de agradecer que siempre hubiera cerca algún buen amigo que nos diera un buen consejo sobre cómo mejorar nuestro comportamiento al volante para evitar males mayores. Paco siempre se distinguió por recomendarte lo mejor cuando veía que las cosas no iban del todo bien. Si pecaba de algo era de que a veces se prodigaba mucho en los consejos, los hacía largos y tediosos y, quizás, la reiteración de argumentos podía resultar algo cansina. Una tarde de Agosto, sentados alrededor de una mesa del bar, Paco daba una charla sobre seguridad vial a Evencio ante la atenta mirada de Fidel. Los consejos se repetían tanto que, los concurrentes, empezaron a dar muestras evidentes de cansancio. Un servidor, cámara en mano, tiró como al azar una foto al grupo y, días después (al igual que lo que le debió ocurrir a Alberto Korda cuando observó por primera vez la foto que sería la más reproducida de la historia: la que él mismo había hecho horas antes al Che Guevara en un acto público) me quedé perplejo ante la maravilla que tenía delante. Paco, muy didáctico, imparte recomendaciones a Evencio dedo en ristre, quien parece dormirse ante tanta retahíla argumental, y Fidel, entre ausente y perplejo, parece pensar en otra cosa. Esa foto ha sido expuesta durante años entre otros trofeos de menor cuantía y mérito en el Bar “Hermanos Cámara”, a pocos metros de donde se tomó y, modestia aparte, aunque sin querer compararla con la belleza plástica de la instantánea antes mencionada, también tuvo su mérito. El de la oportunidad no creo que se lo discuta nadie.

IV

Evencio se fue convirtiendo, al menos para alguien como yo que visito Hacinas mucho menos de lo que me gustaría, en una persona permanente en nuestro pueblo. Su presencia se fue asimilando a lo consustancial de Hacinas de tal manera que era tan natural encontrarlo por allí que casi no deparabas en el ser humano, en sus necesidades de afecto, en su vida en suma. Como si todo fuera siempre igual y la vida pasara por encima de los otros sin casi dejar huella me sorprendió la última vez que estuve en Hacinas encontrarme con un Evencio triste y como más encerrado en sí mismo. Analicé por un momento que, quizás, de manera imperceptible, esa sensación podía ser fruto de un proceso involutivo y de retraimiento general que llevaba en marcha algunos años. Siempre quise a Evencio y ahora me angustia no saber si él lo supo. Creo que todos quisimos a Evencio, pero no estoy seguro de si supimos estar a su lado cuando nos pudo necesitar. Es triste sentirse mal cuando se muere un amigo, un colega, un quinto tuyo y, hasta ese momento, no haberte parado a pensar si él sabía que podía haber contado contigo.

Aquélla tarde, la última que le ví, le presentí ausente y alejado. Quise acercarme un poco a él o quizás sólo quise acercarme a mí mismo. No lo sé. Pero recuerdo bien que tiré por donde yo sabía que era muy difícil que no me respondiese:

-Evencio, chaval, hace mucho que no cantas. ¿Se te está olvidando o qué?

Sonrió pero evitó la cuestión. Insistí un poco.

-¿Cómo era aquélla ranchera que echabas tan bien?

Se escapó por la tangente y no pude por menos de iniciar yo la primera estrofa. Sonreía ante mis olvidos de la letra, pero se resistía a cantar. Por fin, a punto de comenzar la última estrofa y ante el desastre que se avecinaba si yo continuaba sólo, no pudo por menos que ponerse de pié, entornar los ojos y, con el mejor de sus timbres, rematar aquello:

“Adiós botellas de vino,
adiós mujeres alegres,
adiós todos mis amigos,
adiós, los falsos quereres”


La noticia sorprendente de la muerte de Evencio me asaltó desde las páginas de la revista y tuve que releerla varias veces para comprender que sí, que hablaba de Evencio, de nuestro Evencio. Que nos había dejado para siempre de la forma que él lo hacía todo: casi sin molestar. ¡Con la cantidad de coplas que nos quedaban por cantar juntos!.


Manuel Díaz Olalla
(Publicado en la "Revista de Hacinas" en 2005)

lunes, 8 de agosto de 2005

El que asó la manteca

Manolín, el que asó la manteca, durante una excursión a Hontoria del Pinar, delante de la tartera de los filetes empanados, tan ricos, que hacía su madre para salir al campo.


Puedo confesar aquí que desde que tengo uso de razón he vivido fascinado por los dichos y los refranes. Lo reconozco y no me importa que alguien, para hacerse cómplice mío y redondear la gracia me pueda decir cualquier día a la cara aquello tan conocido de “Hombre refranero...”. No, mejor no sigamos por ahí y vayamos al detalle si es que es posible.

Yo, aquí donde me tienen, debo decirles que soy el que asó la manteca. En persona. Bueno, peor que eso: según opinión de mi abuela, cuando yo era niño, las cosas que a mí se me ocurrían no se le pasaban por la cabeza ni al que asó la manteca. Figúrense ustedes. Yo, por aquél entonces salía a la calle y me ponía a pensar: ¿y quién será ese que asó la manteca?. Si algún día me lo encuentro le diré: “Oiga usted, se creerá que su imaginación no la supera nadie... pues está usted muy equivocado: yo, aquí donde me ve, tan pequeñajo y tan poca cosa, tengo unas ocurrencias que ni usted en sus mejores momentos, según dice mi abuela. Por ejemplo ¿alguna vez ha echado usted azúcar a las lentejas, ha salido a la calle en pleno mes de Enero en calzoncillos, o le ha regalado a su madre por su cumpleaños un casco de motorista cuando sabe usted perfectamente que su madre no tiene carné?. ¿A que no?. Pues todas esas cosas las he hecho yo señor mío, y otras muchas que si se las contase no saldría usted de su asombro. Así que ya sabe, y no presuma más de lo suyo en la cocina que tampoco es para tanto...”

Nunca me encontré con él pero seguí por muchos años ostentando el título del más ocurrente de mi casa siempre y cuando se tomase como referencia la comentada hazaña de aquél cocinero insigne. Si embargo hoy, cuando hago alguna cosa extravagante o chocante, que está fuera del guión y provoca extrañeza en los demás, que todavía las hago que todo hay que decirlo, no encuentro a nadie que recurra a un dicho, ni a un ejemplo como ese para situarme donde me corresponde y para que no pierda las referencias.

Soy de una familia que ha gozado siempre de un buen dicho pronunciado a su debido tiempo y con la entonación adecuada. Es un placer nada desdeñable y que ayuda mucho a rematar una buena conversación o un buen rato de ocio. Soy de un pueblo donde se disfruta también siempre de un refrán, de un lugar común o de un guiño lingüístico donde reconocernos todos y confirmar nuestra identidad de colectivo. Y lo he agradecido mucho. Incluso cuando he estado lejos de la tierra y he reconocido en una conversación un giro local que me ha sugerido una procedencia cercana (los mejores refranes y dichos son aquéllos que te identifican con tu gente) me he sentido mucho más próximo de mi interlocutor aunque no le conociera de nada. Como si uno se sintiera más seguro andando por la vida con gente que ha compartido con él orígenes, fuentes y refranes.

Soy de una tierra donde la producción histórica de refranes, dichos, chistes, diretes, y cualquier otra manifestación de la cultura popular comprimida y resumida en expresiones del idioma alcanza niveles inconmensurables. Estoy seguro que podría mantener con cualquiera de mis amigos de Hacinas una conversación de horas utilizando sólo expresiones comunes o frases hechas inspiradas en vivencias locales, con absoluto entendimiento y disfrute mutuo, y sin que existiera ningún resquicio de dudas entre ambos sobre de qué y cómo estamos hablando. Cualquier esfuerzo para conservar esta riqueza cultural será muy importante ahora en que los medios de comunicación de masas y la extraordinaria movilidad de los grupos humanos amenazan con destruirla para que hablemos todos igual y digamos las mismas frases tontas que se dicen en todos los sitios (“Pues va a ser que no...!”) hasta que a fuerza de pronunciar las mismas expresiones vacías, no sepamos de qué pueblo somos ni qué gente es la nuestra.

Propongo empezar hoy mismo. “Para, Juan, que mea la vaca” decía mi tía Victoria, la mujer de quien más refranes y dichos he aprendido en mi vida, cuando notaba que por algún motivo me aceleraba. “Órdenes rigurosas del Padre Aramburu” respondía yo en señal de sometimiento a sus instrucciones. Recuerdo que mi tía disfrutaba mucho recordando las cosas que decía Crespo cuando estaba sólo o cómo acabó la boda de Moreno, palo por medio, dando el acertado contrapunto a quien exclamase con desgana “...Bueno!”. Los almuerzos en su casita de Salas eran un deleite para los sentidos, no sólo por la exquisitez de su jamón y su chorizo, sino también por la retahíla bien construida de dichos y sentencias que articulaba desde su ventana que era una atalaya: “La bendición de Ramos: que no vengan más de los que estamos!.... y si vienen... que marchen por aquél Alto Llano!”. La sonrisa presentida y cómplice en la cara del sobrino se veía rematada muchas veces con aquélla expresión de “Buen provecho...”. “Esa cuenta nos hemos hecho”, contestaba yo, loro al fin, algo impaciente por que acabasen los consabidos prolegómenos y alguien se decidiera por fin a cortar la primera rebanada de aquélla hogaza tierna que descansaba sobre la mesa.

“Que Dios te lo pague!” le decían cuando ella, cosa corriente, mostraba su corazón caritativo abierto de par en par. “Sí, y que yo me lo trague” respondía con desenfado, cuando no pretendía aparentar lo que no tenía exclamando “A mí lo que me sobra es dinero... y buenas relaciones con el Ayuntamiento”. Ahí sí que se sentía ella a sus anchas: en todo lo que fuera el refranero popular aplicado a la administración local: “De momento un saco de cemento.... si no es p’a mí, p’a el Ayuntamiento” afirmaba cuando pretendía justificar la necesidad de dar comienzo a algo, o rematar una bravuconada ajena con aquél dicho de reminiscencias antiguas: “Arriba el campo!... sí, pero que trabaje Rita!”. Muy aficionada a la sátira carnavalesca y a practicar el escarnio propio del oficio de los cómicos nunca faltaban en su boca comentarios y diretes tendentes a ridiculizar a los munícipes de su pueblo adoptivo: “A el alcalde de Salas le ha dado por la finura... y se ha comprado un carrito para sacar la basura” decía con desparpajo, y otras lindezas que no diremos aquí para no ofender a autoridad alguna desde estas páginas, respecto a la opinión que mi tía tenía sobre qué había que hacer con algo que llegaba de Madrid en un bote...

Muy instalada en las concepciones más castellanas de la belleza (“Ojos azules mala pintura!, donde no hay ojos negros no hay hermosura”), vivía recreándose en conceptos algo anticuados sobre la vida de los demás y las manifestaciones de las naturaleza: “El sol madrugador y el cura callejero, ni el sol calentará ni el cura será bueno”. Solía despedirse poniendo en boca de otros lo que era evidente para todos (“Mañana será otro día. Sí Ciriaco. Sí Lucía”), y en cuanto tenía ocasión recurría a lo más granado del saber popular para parar en seco un bostezo intempestivo: “Boca abrir: comer o dormir. O la calentura venir... o la conversación no gustar”.

Mi infancia fue un festival de adultos redichos y refraneros que me regalaban permanentemente exquisitas píldoras de saber popular para que aprendiera todo lo que se debe saber para ser un hombre de provecho. Siento que al perderse estas sentencias sorprendentes y quienes las conservaban nos perdemos un poco cada uno de nosotros.

Hace unos días tomando un café en una cafetería céntrica de Madrid escuché cómo alguien a quien no conocía le decía a otra persona: “Vamos hombre, que eso no se le ocurre ni al que asó la manteca...”. No pude remediarlo y me acerqué al extraño y le dije: “Discúlpeme, no he podido evitar escucharle. Yo soy de Hacinas, ¿y usted?”. “Yo no, me respondió, yo soy de la parte de León”. “Y dígame... ¿conoció a quien asó la manteca?”, le dije. “No, me contestó, pero mi abuela siempre me decía eso cuando hacía alguna cosa absurda”. “Vaya, vaya, le dije, igual que la mía... ¿le molesta si me siento con ustedes?”. “No, por favor, arrime usted esa silla...”.

Desde ese día tomo café con un señor de León al que no conozco de nada, que, según parece, ha bebido en las mismas fuentes del saber popular que yo, y que anda, también como quien esto suscribe, buscando al que asó la manteca desde que era niño. Ay si nuestras abuelas levantasen la cabeza...!





Manuel Díaz Olalla


(Publicado en "Amigos de Hacinas, 2005)

domingo, 10 de julio de 2005

Renacuajos



Estimada Directora:

He leído en el número 102 de la revista “Amigos de Hacinas”, en la sección “En serio y en broma”, el divertido artículo de Ramontxu titulado “Los renacuajos del cubillo”, y me ha venido a la memoria, no sólo por la localización física en la que ocurrieron los hechos (el entrañable pilón de Los Cubillos), sino también por las similitudes de ambas historias (la inquietante curiosidad infantil por esa vida mágica que habita en el fondo del pilón), un caso que viví hace ya algunos años y que, con tu permiso, no me resisto a contarte.

Recuerdo que me pasé varios días con una honda preocupación por la salud de un muchachito, hoy ya mozalbete, cuyo atrevimiento, fruto tanto del desconocimiento como del excesivo amor por la investigación biológica, le llevó a cometer una imprudencia que bien pudo causarle un serio contratiempo físico o, al menos, una diarrea de pronóstico que le hubiera confinado en casa (y muy cerca del excusado) todos los días festivos de las fiestas de Santa Lucía, que ya se aproximaban por aquellas fechas.

De la misma manera que desde muy joven aprendí, por esos designios de la tradición oral por los que se transmiten generación tras generación las cosas que debe saber un mozo hacínense para ser mucho mozo, que cuando vas de ronda o a echar el rastrón no debes pronunciar en voz alta el nombre de ninguno de tus compañeros para que no sea identificado por algún vecino insomne y por lo tanto expuesto después al castigo o al escarnio público, me vas a permitir que obviemos aquí el nombre y la identidad real del protagonista de este suceso, pues aunque el castigo para ciertos pecados, delitos y transgresiones prescribe legalmente con el tiempo, no siempre pasa lo mismo con la indignación de abuelas y madres ni con la natural tendencia de amigos y compañeros a hacer leña del árbol caído, ni a señalar, para mofa de todos, a aquellos que hicieron algo que puede parecer simple, inútil o poco acertado.

Lo cierto es que esa misma tradición oral por la que se comunica todo lo que tiene que ver con la cultura y la sabiduría popular nos indica que el agua de la fuente de Los Cubillos es la mejor de Hacinas para cocinar un buen cocido de garbanzos. No creo que este dato se sustente en meticulosas indagaciones físico-químicas, pero algún buen amigo, a la vez químico y gastrónomo, mantiene la hipótesis de que eso se debe a determinadas condiciones de dureza y alcalinidad de ese agua. Son cosas que se saben y punto. De la misma manera que sabemos desde niños en Hacinas que beber agua de la fuente de Campo Los Muertos te deja un regusto metálico intenso, algo así como el que te debe quedar en la boca después de chupar durante varias horas una llave de esas viejas que usaban nuestras abuelas para abrir la cerradura del cuarterón, y que esto es así, posiblemente, por su elevado contenido en hierro. O que el desagradable olor a huevos podridos que lo inunda todo al acercarte a la fuente de La Iguariza, tienen su explicación en la importante cantidad de azufre que contienen sus aguas.

Aquélla mañana, digo, la tía había decidido regalarnos el paladar (y también el gaznate) con aquel suculento manjar, el cocido, y me brindé a buscar un caldero de agua de Los Cubillos para garantizarle que la legumbre quedara bien cocida. Era temprano pero allí estaba él, arrodillado al borde del pilón, con un retel de los de pescar cangrejos (¿te acuerdas cuando había cangrejos en el río de Hacinas?) que con seguridad le habría sustraído a su abuelo en algún despiste de este, intentando pescar todos los renacuajos que pudiera. A pesar de que el método de recogida era muy poco eficaz, la perseverancia había podido más que la ignorancia y me mostró jubiloso nada más que me vio aparecer su espléndido botín: un frasco de Nescafé, de los grandes, lleno de agua del pilón donde nadaba con desesperación una decena de renacuajos. Los observé por un momento con cierta dificultad pues el agua era tan turbia y verdosa que apenas se distinguían las mínimas figuritas de aquellos proyectos de anfibios. Te recuerdo que por aquélla época el pilón era abrevadero habitual de cuantas vacas, burros, perros y cabras pasaban por allí (¿aún te acuerdas de aquella rica variedad faunística que poblaba las calles de nuestro pueblo?). “Eso está muy bien”, le dije, “pero... ¿ya has pensado qué vas a hacer con ellos?”. Se lo pensó un momento y me respondió tranquilo: “Voy a sacarlos del agua para verlos mejor y comprobar cuánto tiempo pueden vivir al aire”. Me sorprendió casi tanto su convicción depredadora como su inquietud biológica y le llamé la atención: “Se morirán”, le dije, “necesitan ese agua sucia para vivir hasta que se hagan adultos y puedan hacerlo fuera del agua. Se llama metamorfosis esa aventura que les toca vivir....bueno, si tú les dejas”. Me miró algo contrariado y desechando mis consideraciones zoológicas me volvió a abordar sin reparos: “¿Tú me puedes decir cómo podría deshacerme del agua que hay en el frasco sin perder los bichos?”.

La mañana era hermosa y fresca, una de esas mañanas del final del verano en las que el sol lucha por hacerse ver a través de las nubes y un aire traicionero se empeña en recordarnos que el otoño está muy cerca. Hice como que no le escuchaba mientras accionaba inútilmente la bomba de la fuente. “Hay que cebarla”, me dijo, “¿o es que no te das cuenta, mostrenco?”. Actué como que si no le oyera mientras dentro de mí debatía sobre la conveniencia de darle alguna contestación a su pregunta y colaborar así en el aniquilamiento de aquéllas inocentes criaturas o intentar convencerle de que los devolviera a su hábitat natural. Miré a sus ojos y noté tal determinación en sus intenciones que me quedé convencido de que todo esfuerzo por mi parte para evitar la previsible mortandad de aquellos embriones de rana era totalmente inútil. Opté, por tanto, por resolver su dilema con alguna idea práctica. “¿Has pensado en colarlos?”, le pregunté. “¿ Cómo?”, me dijo. “Está claro”, apunté, “con un colador”. Volvió a recapacitar unos segundos y me contestó: “....¡Ya está!, con el colador de la leche que tiene la abuela”. Le miré sobresaltado y le llamé la atención sobre los problemas higiénicos que podría tener hacerlo así, sobre todo si después la abuela continuaba utilizándolo para su uso principal. Soltó un exabrupto de calibre medio y se fue hacia Sancirbián arrastrando los pies y con su precioso tesoro en una mano.

Debo decir que me olvidé del encuentro y del pasaje, y eché en saco roto el probable sacrificio de aquellos inmaduros inocentes hasta que ya por la noche, mientras apuraba un refresco con algo dentro en el bar me lo volví a encontrar. “Hola”, me dijo, “ya he resuelto el problema”. “Ah, claro”, le contesté, “...lo de los renacuajos. ¿Y qué has hecho?”. Sacó de un fardel el frasco de Nescafé y me lo mostró orgulloso: parecía vacío pero observando el fondo se veían las figuras extenuadas y agonizantes de los renacuajos asfixiados. “Vaya, vaya”, le dije, “así que los colaste.....” “¡Colarlos!....¡qué va!”, dijo, y miró con sigilo a derecha e izquierda como intentando que nadie fuera testigo de la confesión que se avecinaba. Se acercó sigiloso a mi oreja izquierda y susurró triunfante: “¡Me he bebido el agua!”. Me quedé perplejo y volví a preguntarle, incrédulo: “¿Que has hecho qué?”. Frunció el ceño irritado ante el revuelo que mi insistencia amenazaba con provocar, y me volvió a repetir: “¡Que me he bebido el agua!”. Le agarré del brazo y le saqué fuera del bar. La calle estaba tranquila y, allá arriba, brillaba una luna redonda rotunda y luminosa. Me lo llevé a un rincón. “Ahora me vas a contar qué es lo que has hecho”, le conminé con gesto serio. “Nada”, me explicó, “como no encontré el colador de la abuela me bebí el agua que había en el tarro para dejar los renacuajos solos. Me han aguantao más de media hora sin agua”, comentó.

Hay momentos en la vida en que necesitas pellizcarte para creer lo que estás viendo u oyendo, y en esas me andaba sin salir de mi asombro hasta que, profundamente contrariado, le amonesté: “¿Pero cómo se te ha ocurrido hacer eso?.... ¿y si te has tragado alguno?....” Descuida”, me dijo convencido de su pericia, “he apretado muy bien los dientes y no ha pasado ninguno”. Me senté desolado en el poyo de cemento y me paré a pensar mientras le miraba con incredulidad. Evidentemente, que se hubiera tragado algún renacuajo era lo de menos. Sabido es que aquello que no acaba con nosotros nos sirve de nutrición y que el tubo digestivo tiene el mérito de desechar todo lo que no absorbe. Era más problemático predecir las consecuencias de la ingestión de toda aquella agua verdosa y turbia, de aspecto repugnante, cuya concentración de gérmenes patógenos sería altísima, y en la que hasta hacía poco nadaban a sus anchas los infelices retacos, tan ignorantes de su origen como de su fatal destino. Le atraje hacia mí hasta colocarle debajo de la farola y le inspeccioné con cuidado los ojos, la lengua y el abdomen a través de la camiseta. Nada anormal llamaba la atención, pero me sentí obligado a realizar además un interrogatorio detenido: “ ¿Te duele la barriga?”, le pregunté. “No”, me contestó. “¿Has notado fiebre?”, proseguí. “No”, dijo. “¿Has hecho tus necesidades?”. Se separó de mí con un gesto brusco, molesto ya por tanta cuestión y porque la conversación fuera derivando hacia aspectos más bien escatológicos. Comprendiendo que en esas circunstancias perdía el caso y el enfermo, consideré que ya que había fallado la medicina preventiva había que darle una ocasión a la asistencial si es que fuera necesaria, que yo presumía iba a serlo. “Hagamos algo”, le propuse, “no diremos nada a nadie, ni a tu abuela, por supuesto, pero tú me vas a prometer que si te pones malo vendrás a buscarme”. “Vale”, me dijo con poco afán y se dio la vuelta con sus renacuajos muertos, muy ufano de la gran hazaña que había realizado él solito.

Pasaron los días mientras yo buscaba cualquier excusa para encontrármelo y examinar cómo evolucionaba el proceso. Cuando nadie lo sospechaba le tomaba el pulso o analizaba con detenimiento cualquier rasgo del color de su piel o de su humor intentando descubrir una verdad que él pudiera ocultarme. “Ven acá”, le decía en cualquier lugar, “¿de verdad que no tienes diarrea?”. “Que no te digo”, me contestaba el mocoso. “¿Ni siquiera una caquita un poco fea?”, continuaba yo. “Que no, pesao...déjame tranquilo ya”, me soltaba indignado. “Bueno, bueno,” proseguía yo, “déjame que te tome el pulso y dejo que te vayas.....”. Aprovechaba también cualquier encuentro con su abuela para indagar con discreción su historial clínico y sus antecedentes: “¿Así que no sabe si está vacunado de las tifoideas?”, dejaba caer como distraídamente. “Pues no lo sé, la verdad....”, me decía ella algo inquieta. “¿Y del cólera?”, continuaba yo. “Pues tampoco lo sé”, proseguía la mujer con gesto de preocupación, “¿pero es que le pasa algo a mi nieto?”, me preguntaba entonces. “No, mujer”, intentaba tranquilizarla, “es que las abuelas deben estar al tanto de todas esas cosas..... ande, llame a su madre y se lo pregunta...”

Recuerdo también que me prodigaba durante aquellos días en visitas inexplicables a su casa (“Pasaba por aquí y me he dicho, vamos a tomar un café ...”) intentando escuchar cualquier comentario accidental sobre la frecuencia de las visitas del muchacho al baño, o para intervenir, sibilinamente, en el posible curso de los acontecimientos: “Tienen que darle mucho arroz”, comentaba yo como sin venir a cuento, “el arroz es una fuente de energía de incalculable valor para estos muchachos que están en una edad de mucho desgaste. Y si es a base de agua de limón mejor.....”

Pero pasaron los días, e incluso las semanas y, sorprendentemente, el muchachito inconsciente de lo único que daba señales era de tener una salud de hierro. Yo, la verdad, no salía de mi asombro, y debo reconocer que aquél suceso, además de otras cosas, fue para mí, por entonces galeno novato y primerizo, una enseñanza de esas que no puedes aprender en los libros. No dudo que sea cierto que, continuando con la riqueza de la tradición oral, el agua corriente no mata a la gente, pero por lo que viví entonces, el agua moderadamente estancada, sucia de solemnidad y llena de renacuajos, tampoco. Y que la susceptibilidad individual ante algunos gérmenes nocivos es un dato determinante sobre la evolución de algunas exposiciones intestinales de mucho riesgo. Han pasado muchos años, y he guardado este secreto hasta ahora como un tesoro. Al leer la interesante aportación de Ramontxu no he podido evitar aportar este relato de protagonista anónimo al inventario de historias del pilón de Los Cubillos y de toda la diversidad biológica que encierra.

Cuando vea pasar este verano de nuevo al rey de los renacuajos, hecho ya un hombre de fundamento y exultante de salud, prometo no volver a analizar secretamente, como hago desde entonces, qué aspecto tiene, si le veo o no mala cara, o si percibo alguna urgencia por su parte en buscar un baño donde aliviarse.


Recibe un saludo de tu amigo,


José Manuel Díaz Olalla


(Publicado como "Carta a la Directora", en la Revista "Amigos de Hacinas" en el numero 103, Julio de 2005)

lunes, 24 de enero de 2005

Rigurosos Inviernos


Escuché a mi madre cientos de veces quejarse, casi con una nostalgia mal disimulada, de que los inviernos ya no son lo que eran. Y en esto, fíjense, coincidía con las impresiones de otros muchos contemporáneos suyos.

- Bueno, esto ni son inviernos ni son nada. Una birria es lo que son. Antes eran otra cosa. Eso sí que era pasar frío de verdad…

Y, en fin, de tanto oírlo lo fui incorporando a esa serie de verdades absolutas que se asumen para siempre y generan en nosotros un sistema de valores que, al final, determinan cómo entendemos la vida, cómo comprendemos las cosas que suceden y, si me apuran, hasta cómo distinguimos el bien del mal.

Para que ninguna duda pudiera albergar sobre la gélida veracidad de esa consideración tanto mi madre como otros intrépidos teóricos del cambio climático basado en la evidencia, adornaban con curiosos y anecdóticos datos sus hipótesis. La abuela, allí delante, en el comedor, mientras se colocaba los faldones de la mesa camilla encima de las piernas asentía con la cabeza a cada rato.

- Mira, Manolín, cómo se nota que no sabes nada de la vida, que sois unos gurriatos que os creéis que estáis de vuelta de todo y en realidad acabáis de salir del cascarón. Cencerro, que eres un cencerro, atiende cuando te hablo. Lo de ahora ni es nevar ni es nada. Cuando yo era niña hubo años en que tras la caída de la primera nevada los mozos hacían un muñeco de nieve grandísimo y lo colocaban en Sancirbián, ahí en eso, dónde la umbría, ¡y duraba todo el invierno! No se deshacía hasta que llegaba la primavera.

Y el niño Manolín abría los ojos bien grande y se ponía a temblar sólo de pensar en el frío que tenían que pasar.

- Abuela, eche para acá una manta que me dan escalofríos sólo de pensarlo.

- No seas mostrenco que estamos en Agosto... Y aguarda un poco que ya vendrá el frío, ya...

Si les cuento todo esto es para demostrarles que, aquí donde me tienen, soy un ser humano que se ha criado con el concepto del calentamiento global muy arraigado en su culturilla particular. Por eso para mí el hecho de que la temperatura media de la tierra suba es algo tan asumido y tan natural como que dos y dos sean cuatro, que el sol se ponga por el portillo dicho de Santiago, o que para coger las moras más gordas había que subirse al moral de Basilio. Me extraño más bien del estupor que provoca este tema en algunos a estas alturas. Y me pregunto ¿es que en su pueblo los mozos no harían un muñeco de nieve grande que pasada la novedad de los primeros días dejaba de ser adorno para convertirse en termómetro popular durante todo el invierno?

Y todo esto a pesar de que para mí Hacinas es sobre todo el verano. Y que mi experiencia invernal de nuestro pueblo es más bien escasa y se fundamenta sobre todo en los relatos de los mayores. Por eso no tengo más remedio que ilustrarme escuchándoles a ellos o consultando internet. A mayor abundamiento de datos y referencias me puedo referir aquí a la descripción de Hacinas que figura en la página web municipal. Allí se dice:

Hacinas pertenece a la provincia de Burgos (España) y está situada en la N-234 a 79 Km. de Soria y a 59 Km. de su capital. Los 1.005 m. de altitud le aportan unos inviernos fríos y rigurosos y unos veranos agradables.

Rigurosos: esa es la expresión más inquietante de todas. Yo prefiero pasar un invierno gélido, helado e incluso glacial, antes que un invierno riguroso. A pesar de ello, si al que escribió la reseña le parecen rigurosos los inviernos de ahora es que nadie le debió contar cómo eran antes. No quiero pensar lo que le parecerían aquellos de los que hablaba mi madre mientras mi abuela, y otros contertulios contemporáneos, asentían con la cabeza mientras tiraban de faldón de la mesa camilla para cubrirse los muslos y mojaban en el café con leche otra galleta María, en aquéllas tardes de tertulia estival.

Pero vivimos tiempos de desmitificación y, un día sí y otro también, sale alguien que te desmonta alguna verdad absoluta y te deja como desnudo y necesitado de otra verdad para llenar el hueco irremediable. De esta forma alguien me contó hace tiempo que los inviernos entonces en realidad no eran tan severos y que esas impresiones sólo forman parte del imaginario colectivo y no se basan en datos reales. Que alucinaban, vamos. Es decir, te dicen que tu madre y tu abuela no te contaban la verdad, que te mintieron durante años, como si fueras un tonto, y que toda aquélla gente que merendaba en casa les seguía la corriente para engañarte mejor, y se quedan tan anchos. Y lo peor es que estos sabios modernos de pacotilla te dicen estas cosas con una parsimonia asombrosa, utilizando una jerga técnica casi incomprensible para un lego en la materia, poniéndote delante un montón de informes y luego te dan una palmadita en la espalda, esbozan una sonrisa sarcástica y se dan la vuelta como si tal cosa. ¡Qué falta de sensibilidad! ¡Qué poca consideración!

Y como te ven incrédulo y desconcertado te invitan a que leas el informe científico del Instituto de Meteorología, aquél que cuenta con cifras que desde el inicio del siglo XX hasta la actualidad la temperatura media de la tierra ha subido solamente algo menos de un grado centígrado. Y la meseta española entra dentro de las zonas donde esta subida ha sido más canija. Admiten, eso sí, que es posible que ahora haya menos olas de frío y las temperaturas mínimas en las noches de invierno no sean tan extremas. Y, bueno, me agarré a esta noticia como a un clavo ardiendo porque me negaba a admitir que aquél rigor invernal de la infancia de mi madre fuera tan sólo un espejismo agrandado en el sentir colectivo por circunstancias tales como que las casas no tenían buena calefacción, ni la gente adecuada ropa de abrigo y, por tanto, la sensación térmica era más crítica de lo que la realidad comparativa nos recomienda pensar. En parte puede que fuera por eso, y no exactamente porque hiciera mucho más frío, por lo que aquélla generación sufriera más las bajas temperaturas.

Cuando llegué a esta conclusión me quedé algo aliviado. El cambio climático era para mi madre y mi abuela una evidencia sin matices y descubrir a estas alturas que todo ese fenómeno se podía cuantificar en menos de un grado de incremento de la temperatura desde 1900 a nuestros días me llenó de zozobra. La sensación térmica vino en mi auxilio mientras archivaba en alguna zona recóndita del mesencéfalo ese contraste aparentemente incoherente de información. Mientras lo hacía recliné la cabeza y recordé de nuevo aquéllas tardes de conversación pausada y merienda en casa de mi abuela.

- Ahora ni hay inviernos ni nada. Cuando tu madre era chica caía una nevada y al día siguiente teníamos que salir con palas a la calle para hacer caminos para que los que los chicos pudieran llegar a la escuela. Y así todos los inviernos. ¿O no es verdad?

- Diga usted que sí, Señora Margarita, y traiga algunas pastas más que por este lado de la mesa nos hemos quedado in albis.

El calentamiento global es una realidad que marcará el futuro de la humanidad. Al Gore, el hombre que fue el próximo Presidente de los Estados Unidos antes de convertirse en el profeta moderno del cataclismo, lo ha anunciado. Tuvo magníficos predecesores en mi abuela, mi madre y otra mucha gente de su generación que gustaban de hacer predicciones alrededor de una mesa camilla. Por ellos supimos que hubo una época en Hacinas en que los muñecos de nieve aguantaban un invierno entero y que los lobos se paseaban por delante del Ayuntamiento con bufanda. Si alguna vez le dicen que no debía ser para tanto y le quieren enseñar un informe encabezado por el título “Evolución histórica de las temperaturas en España en el siglo XX”, ni se le ocurra leerlo. Está lleno de cuentos.

No me extraña que lo hayan escrito en el Instituto de mentirología.



Manuel Díaz Olalla
(Publicado en "Amigos de Hacinas", primer trimestre de 2005)
Ilustración de Pere Carbonell

jueves, 20 de enero de 2005

SIENTO UNO (101)




Cuando siento uno (101) de esos momentos de languidez súbita o de melancolía extrema que me abordan de vez en cuando sin que entienda muy bien cómo llegan cuando vienen y por qué se van cuando lo hacen, tengo la costumbre de combatirlos relajándome en un sillón cómodo, entornando los ojos y dejando volar la imaginación hacia tiempos realmente felices, mágicos y espléndidos de mi vida. Es mi antídoto preferido y, por cierto, el más eficaz que he encontrado para contrarrestarlos. Con mucha frecuencia, cuando esto sucede, mi mente navega en un momento a través de tiempo y espacio hasta situarme, aún niño o adolescente, en Hacinas.

Cuando siento uno (101) de esos momentos e intento recordar cómo pasaron las cosas o resucitar algún detalle dormido para siempre en algún recodo del camino, si no lo consigo les confieso que relleno los huecos de mi memoria con aportaciones personales inventadas al momento, verosímiles pero improbables, en ocasiones compuestas a base de retales de otras historias vividas, a las que sólo les pido que sean capaces de sostener y dar sentidos al esqueleto general de lo que ocurrió realmente. Que sujeten la viga maestra, aunque yo ponga andamios y tabiques por donde mejor me convenga. El revestido no importa si el fundamento se mantiene y además se explica. Lo escribió el genial Gabo García Márquez y habrá que darle la razón, que la vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla. Con ello sólo quiero justificar ante ustedes mi desmemoria temprana y la licencia que yo mismo me concedo de contar las cosas como me plazca, siempre que a ustedes no les parezca mal, ni presenten alegaciones en contra los citados en mis historias. Los que aún pueblan este valle de lágrimas, es de entender.

Si siento uno (101) de esos días nostálgicos recurro a veces a pequeñas ayudas aclaratorias como por ejemplo la observación de alguna fotografía antigua. Aunque este ardiz deje poco margen de maniobra para invenciones al menos encarrila el cacúmen y ayuda a situar personajes y cosas. Ocurrió hace poco. Hojeaba mi madre el número especial de la revista cuando quedó confundida al observar en una de sus páginas a su propio hijo con su propia madre. Es una foto antigua, en blanco y negro virado a sepia por el implacable paso de los años. Le dio como un vuelco y solicitó con urgencia que le contara la historia de aquélla foto. Admito que a mí mismo me costó reconocerme en aquélla fotografía que no había visto nunca. Pre-siento (100) que este número está lleno de sorpresas, le dije, y le invité a que se sentara a mi lado en el sofá donde mejor se inventa. Esta foto tiene más de 35 años, me justifiqué en previsión de que quedaran demasiado evidentes las lagunas que, irremediables, se aproximaban e intentando que parecieran tan sólo imprecisiones comprensibles por el paso de los años. Entorné los ojos intentando aparentar que hurgaba en el cajón de mis recuerdos mejor guardados. Recuerdo como si fuera hoy que era una tarde de Septiembre, le dije, y aún hacía bastante calor. Mientras la abuela me preparaba la merienda, primero una rebanada de hogaza recién cocida rociada con un poco de aceite y regada con algo de azúcar y luego una onza de chocolate, sonó en el portal a través del cuarterón abierto la voz de la chiquillada inquieta, que acababa de bajar por las escaleras de la escuela, solicitando urgentes vasos de agua con que aliviar el polvo de sus gargantas.

Dijo la abuela: “Tomai hijos que acabo de venir de Los Cubillos, todavía está el cuadro encima de los calderos, cogei unos vasos... pero acordaros que cuando me muera tenéis que rezarme un Padre Nuestro cada uno...”. “Sí tía Margarita” respondieron todos al unísono.

Cuando siento uno (101) de esos momentos de éxtasis contenido los recuerdos fluyen o parecen fluir rápidos y frescos como si no hubiera pasado el tiempo. Recuerdo muy bien que ese día llevaba aquellos pantalones cortos tan bonitos que me había hecho la tía Dolores el año anterior. Creo que con el estirón anual se me habían quedado un poco raquíticos pero a mi me gustaban porque con aquéllas pinzas me parecían muy modernos, y me los ponía hasta que las manchas escandalizaban a la abuela, que me los requisaba para llevarlos a Fuentepeña. Mi madre se impacientó con tanto detalle accesorio y solicitó algo más de concreción. Y de la foto qué, volvió a preguntar. A eso vamos, me centré de nuevo, estábamos en ésas cuando ¿quién crees que apareció?, me concedí a mí mismo un respiro que me permitiera recordar o suponer la historia que encierra aquélla imagen inédita. ¿Quièn? dijo mi madre ansiosa de datos y señales. Pues Jesús, dije, el hijo de la prima Mercedes. Por entonces todavía vivían en Barcelona y Jesús, como sabes, siempre ha sido un fotógrafo de categoría. Acababan de llegar y venía a saludarnos, creo que eran unos días antes de Santa Lucía. Recuerdo como si fuera hoy que Jesús traía una de esas cámaras fotográficas instantáneas muy modernas para la época, una Kodak creo, y mientras charlábamos un rato se le ocurrió hacer unas fotos a la abuela. Andaba Jesús, me parece, atravesando una época artística muy creativa y, de repente, la foto sencilla de abuela y nieto sentados alrededor de la mesa camilla con tapete de hule floreado no le satisfacía demasiado. Digamos que buscaba algo, cómo decirte, un poco más costumbrista y que acentuase más las diferencias generacionales.

Si siento uno (101) de esos arrebatos de inspiración narrativa noto como que me meto en la historia plenamente y ni yo mismo calculo a dónde puedo llegar con el relato. Observé entonces que mi madre revivía aquélla tarde, una tarde como cualquier otra, con la misma certeza de quien había estado allí. Rebusqué un poco más dentro del magín e intenté una solución rápida al suspense. Entonces fue, continué, cuando recordé que entre los mil trastos y cachivaches que había visto amontonados en el “cuarto de los leones”, esa estancia tétrica y sin luz que siempre estaba cerrada, allí, al lado del mosquero, se encontraba el carro de hilar fuera de uso de la abuela y fui a buscarlo. Parece que la idea le gustó al fotógrafo y decidimos hacer las fotos ante la puerta de la casa. Ya sabes que era una puerta con todo el sabor tradicional de la casa hacínense, qué te voy a contar a ti que fue tu casa durante muchos años, con su cuarterón, su gatera y aquélla inmensa cerradura hecha para dar cobijo a esa llave de hierro tan pesada que la abuela colgaba del quincho de la entrada. En fin que allí fuimos abuela, nieto y carro, a posar de una manera fingida pues como te imaginas hacía muchos años que aquél carro no sacaba adelante ni una mala madeja de lana. Como recordarás a la abuela no le hacía mucha gracia posar para las fotos, pero a mí, imagínate, me divertía a más no poder aquélla escena de la abuela refunfuñando ante el carro y Jesús con su cámara intentando captar la plenitud de aquél momento.

Mi madre empezó a entender no sólo el cómo y el porqué de aquélla foto sino también a explicarse mi actitud desenfadada contrastando con el gesto adusto de la abuela. Una, dos, tres, proseguí, ni sé cuántas fotos sacó Jesús. Me miró mi madre como intentando averiguar algo más de aquélla memorable tarde pero, de repente, me quedé sin argumentos y no supe por dónde darle más vistosidad al relato. Si siento uno (101) de esos ratos fatídicos en que el tintero de la imaginación se queda como seco soy de la opinión de cerrar el caso con cualquier excusa y a otra cosa mariposa. Entonces, dije, me acordé de que mis amigos debían estar echándome de menos por la Hontana para llenar los calderos de hojas frescas para los cochinos y me fui a escape dejando a Jesús, a la abuela, y al carro allí a la puerta. Supongo que Jesús enfundó su cámara y la foto vamos a encontrarla ahora, más de 35 años después, en el número 100 (siento) de la revista de Hacinas. La vida es así. Llena de sorpresas. Mi madre me miró algo decepcionada por el final tan abrupto de aquél relato y pensó para sus adentros que siempre he pecado de lo mismo, que empiezo bien pero los remates los dejo algo flojos.

Ves, le dije, las cosas buenas que tiene la revista “Amigos de Hacinas”: nos ayuda a encontrar auténticas joyas que teníamos perdidas. Me miró de nuevo algo incrédula y contestó: ¡Y a ejercitar la imaginación cuando la memoria nos falla!.

Ha sido todo un acontecimiento la salida a la calle del número 100 (siento) de la revista. Siento (100) que es un gran premio al esfuerzo colectivo de todos, los que la escriben y los que la leen. Y siento (100) también que sigue siendo la gran referencia de la conciencia colectiva de este pueblo que avanza cada día sin querer renunciar a sus raíces y a su historia.

Ahora que el número 101 (siento uno) marca, aunque sólo sea cronológicamente, una nueva etapa de este fenómeno cultural, siento un (101) deseo enorme de mandar a todos los que lo han hecho posible mi reconocimiento más emocionado y mi agradecimiento por mantenernos en la búsqueda permanente de nuestros recuerdos y dejarnos volar a través de la imaginación para no perder de vista lo que somos y lo que fuimos.

Y por permitirnos reafirmar en cada número nuestra propia identidad de pueblo y de cultura. Por todo ello, siento uno (101).


José Manuel Díaz Olalla
Escrito en Enero 2005

Texto publicado en el número 101 de la Revista "Amigos de Hacinas"


(Homenaje personal a la Revista "Amigos de Hacinas" al publicarse su número 100)