martes, 9 de agosto de 2005

Evencio


La noticia sorprendente de la muerte de Evencio me asaltó desde las páginas de la revista “Amigos de Hacinas” y tuve que releerla varias veces para comprender que sí, que hablaba de Evencio, de nuestro Evencio.

Y sin pretenderlo, como fogonazos, me vinieron a la memoria, nadie sabe desde donde, retazos sueltos de vivencias, de momentos, de tiempos vividos que dormían el sueño de los justos en algún lugar oscuro a mitad de camino entre lo perdido para siempre y lo que aún se podría recuperar si anduviera más listo. Son como descargas de cañón que, ante la increíble noticia, se producen de dentro afuera y me llenan la vista, el tacto, el olfato, el gusto y hasta el oído de sensaciones vividas y perdidas para casi siempre en algún lugar del camino. Es curioso que cuando esto ocurre no suele tratarse de anécdotas distinguidas o momentos estelares, sino más bien de pasajes discretos, aparentemente anodinos e intrascendentes que no acierto a explicar como se han quedado ahí, esperando para volver a buscar la luz en vez de haber sucumbido definitivamente en la oscura nebulosa de los tiempos y de la memoria. Resulta curioso pero, en ocasiones, la pieza que engancha y sujeta el episodio, lo fija y lo retiene para que no se pierda en el marasmo del abandono perpetuo es un detalle insignificante, una mirada, un comentario que se quedó ahí grabado para siempre.

I

Pocos en Hacinas han cantado mejor que Evencio. Y no hablo sólo del tono tan personal sino también del ritmo y del sentido musical. Hace muchos años, muchos, algunos tomamos la costumbre de recibir las noches estivales encaramados en el castillo guitarra en ristre, riéndonos de todo, hilando palabras hasta el absurdo y cantando alguna coplilla que otra hasta que la advertencia del vecindario nos recomendaba dejarlo para otro día. Una de esas noches, en que la desentonación y el desafinamiento se hacían irresistibles acertó a aparecer Evencio por allí. Fue cuestión de poco rato hasta que, sin poder soportar más aquél coro de grillos disfónicos se puso en pié y entonó a pleno pulmón su ranchera favorita ante la perplejidad, la admiración y el profundo respeto de todos los que, allí reunidos, tuvimos la suerte de escucharlo:

“Por el amor a mi madre
voy a dejar la parranda.
Y aunque me digan ¡cobarde!,
A mi no me importa nada...”

II

Fue el acontecimiento del año: Evencio había salido en los papeles. Era aquélla foto memorable que muchos de ustedes recordarán porque durante años, con seguridad, estuvo colocada entre el cristal y el marco de alguna otra foto, esta vez familiar, a lo mejor tapándole la cara a su abuelo, posiblemente encima del televisor y rodeada de una ingente cantidad de cadáveres de moscas que, a sus pies, habían dejado de existir por el letal efecto de esas tiras de papel insecticida que prendíamos en la casa para dispensarnos de su molesta presencia y sofocarnos las tardes de verano . Me refiero a aquélla foto del Diario de Burgos en que se veía el royo, las casas y casonas de alrededor y a Evencio, con sombrero de paja y buena vara, dirigiendo a la pareja de vacas que, creo recordar, arrastraban un carro posiblemente volviendo de la era. Esa foto vieja, virada a sepia por el paso de los años, fue algo así como el resumen casi perfecto de lo que fue nuestro pueblo en aquélla época. De cómo era y, por tanto, de cómo éramos. No por casualidad Evencio formó y ya forma parte de este espléndido icono de la Hacinas que afrontaba tiempos de cambios rotundos encarando ya la recta final del siglo XX. Esa foto se mereció un premio porque el mérito del artista no es sólo expresar las cosas con belleza sino, también, resumir de un solo trazo (un gesto, una pincelada, un verso o una imagen) una realidad compleja de explicar. Tan difícil como lo que fuimos. Si nadie aplaudió al artista lo hago yo ahora en nombre de todos, con el permiso de ustedes. Y le doy el premio a la belleza plástica, a la expresión artística y a la oportunidad de escoger a quien en ese momento, mejor podía representarnos a todos.

III

Eran años de inquietud juvenil los que nos tocaba vivir. Evencio había, definitivamente, escogido su vida y su trabajo, y no ocultaba a nadie que conducir era una de sus grandes aficiones. La pasión de todos, en realidad. En aquéllos tiempos de poco calcular y mucho correr hemos de agradecer que siempre hubiera cerca algún buen amigo que nos diera un buen consejo sobre cómo mejorar nuestro comportamiento al volante para evitar males mayores. Paco siempre se distinguió por recomendarte lo mejor cuando veía que las cosas no iban del todo bien. Si pecaba de algo era de que a veces se prodigaba mucho en los consejos, los hacía largos y tediosos y, quizás, la reiteración de argumentos podía resultar algo cansina. Una tarde de Agosto, sentados alrededor de una mesa del bar, Paco daba una charla sobre seguridad vial a Evencio ante la atenta mirada de Fidel. Los consejos se repetían tanto que, los concurrentes, empezaron a dar muestras evidentes de cansancio. Un servidor, cámara en mano, tiró como al azar una foto al grupo y, días después (al igual que lo que le debió ocurrir a Alberto Korda cuando observó por primera vez la foto que sería la más reproducida de la historia: la que él mismo había hecho horas antes al Che Guevara en un acto público) me quedé perplejo ante la maravilla que tenía delante. Paco, muy didáctico, imparte recomendaciones a Evencio dedo en ristre, quien parece dormirse ante tanta retahíla argumental, y Fidel, entre ausente y perplejo, parece pensar en otra cosa. Esa foto ha sido expuesta durante años entre otros trofeos de menor cuantía y mérito en el Bar “Hermanos Cámara”, a pocos metros de donde se tomó y, modestia aparte, aunque sin querer compararla con la belleza plástica de la instantánea antes mencionada, también tuvo su mérito. El de la oportunidad no creo que se lo discuta nadie.

IV

Evencio se fue convirtiendo, al menos para alguien como yo que visito Hacinas mucho menos de lo que me gustaría, en una persona permanente en nuestro pueblo. Su presencia se fue asimilando a lo consustancial de Hacinas de tal manera que era tan natural encontrarlo por allí que casi no deparabas en el ser humano, en sus necesidades de afecto, en su vida en suma. Como si todo fuera siempre igual y la vida pasara por encima de los otros sin casi dejar huella me sorprendió la última vez que estuve en Hacinas encontrarme con un Evencio triste y como más encerrado en sí mismo. Analicé por un momento que, quizás, de manera imperceptible, esa sensación podía ser fruto de un proceso involutivo y de retraimiento general que llevaba en marcha algunos años. Siempre quise a Evencio y ahora me angustia no saber si él lo supo. Creo que todos quisimos a Evencio, pero no estoy seguro de si supimos estar a su lado cuando nos pudo necesitar. Es triste sentirse mal cuando se muere un amigo, un colega, un quinto tuyo y, hasta ese momento, no haberte parado a pensar si él sabía que podía haber contado contigo.

Aquélla tarde, la última que le ví, le presentí ausente y alejado. Quise acercarme un poco a él o quizás sólo quise acercarme a mí mismo. No lo sé. Pero recuerdo bien que tiré por donde yo sabía que era muy difícil que no me respondiese:

-Evencio, chaval, hace mucho que no cantas. ¿Se te está olvidando o qué?

Sonrió pero evitó la cuestión. Insistí un poco.

-¿Cómo era aquélla ranchera que echabas tan bien?

Se escapó por la tangente y no pude por menos de iniciar yo la primera estrofa. Sonreía ante mis olvidos de la letra, pero se resistía a cantar. Por fin, a punto de comenzar la última estrofa y ante el desastre que se avecinaba si yo continuaba sólo, no pudo por menos que ponerse de pié, entornar los ojos y, con el mejor de sus timbres, rematar aquello:

“Adiós botellas de vino,
adiós mujeres alegres,
adiós todos mis amigos,
adiós, los falsos quereres”


La noticia sorprendente de la muerte de Evencio me asaltó desde las páginas de la revista y tuve que releerla varias veces para comprender que sí, que hablaba de Evencio, de nuestro Evencio. Que nos había dejado para siempre de la forma que él lo hacía todo: casi sin molestar. ¡Con la cantidad de coplas que nos quedaban por cantar juntos!.


Manuel Díaz Olalla
(Publicado en la "Revista de Hacinas" en 2005)

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