En ocasiones algunas sensaciones quedan grabadas en la
memoria junto a determinados sucesos que hemos vivido. Tanto y tan fuerte se
unen que es casi imposible separar las unas de los otros por lo que,
inevitablemente, cuando nos encontramos sin querer con aquéllas vuelven a
visitarnos los recuerdos que suponíamos olvidados o escondidos en recónditos
escondrijos de nuestro cerebro. Seguro que saben de lo que les hablo: ¿cuántas
veces un olor, quizás el suave aroma de un perfume, o algo peor que eso, no
digo que no, quizás un hedor como de cama vieja de cochiquera, les ha traído la
dulce remembranza de una persona a la que no olvidan o, al contrario, que
quisieran olvidar, o cuántas veces observando un espléndido atardecer no han
tenido la sensación de que ya habían estado en aquél lugar anteriormente,
cuando están seguros de que no ha sido así? Es muy posible, cuando eso sucede,
que simplemente lo que huelen, ven y oyen es lo mismo que vieron, oyeron y
olieron en una ocasión en aquél otro lugar o junto a aquélla persona evocada y
es esa asociación neuronal la que ante el estímulo de los sentidos nos devuelve
aquéllos recuerdos dormidos.
Les digo esto porque últimamente y por diferentes motivos he
vuelto a recordar algunos momentos de mi infancia y/o mi adolescencia en
Hacinas y tanto y tan reales han sido las evocaciones que por unos instantes
creí regresar de nuevo a aquéllos felices y sorprendentes años.

Les cuento esto porque, aunque no es nada sencillo en este
mundo actual en que hombres y bestias, todos, nos alimentamos a base de piensos
y brebajes artificiales, volver a sentir aquéllos aromas de la carne natural y sin conservantes, hace poco, casi
por casualidad, caminando por una estrecha calle de un pueblo de La Rioja,
volví a sentir el inconfundible aroma de un buen somarrito de cordero, así, de esos bien tiernos, que sin duda
fundía sus grasas con sus proteínas al calor de un hogar cercano. Mientras mi pituitaria
se saturaba de tan maravillosa fragancia, mi mente viajó a aquéllas tardes de
verano en Hacinas hasta verme, canijo y atolondrado, otra vez sentado en aquél
banco de la cocina de mi abuela. No había llegado a hincarle el diente a aquél
manjar cuando esos recuerdos me trasladaron una sensación extraña de sorpresa y
tristeza, de susto, de mala noticia, de algo totalmente inesperado y sombrío.
En la evocación aparece en ese momento Luci para decirnos que la televisión
acababa de dar la noticia de que la famosa cantante Cecilia había muerto en un
accidente de tráfico. Un nudo en la garganta se apoderó de todos…
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Las evocaciones que se sustentan sobre acontecimientos
importantes o sucesos históricos tienen la ventaja de que, buceando un poco en
las enciclopedias o en la internet, no hay más remedio que bucear porque las
cabezas ya no están para tanto, eres capaz de situarlas en tiempo y espacio con
poco esfuerzo. Ese suceso cuyo recuerdo me asaltó de tan inquietante y
suculenta manera en plena calle Mayor de Haro tuvo que ocurrir la tarde del 2
de Agosto de 1976. En la mañana de aquél fatídico día la famosa compositora y
cantante de temas tan inolvidables como “Dama, dama” o “Un ramito de violetas”
murió al estrellarse el vehículo en el que viajaba con un carro “sin luces de
situación”, que diría Luis Aguilé, en el pueblo leonés de Colinas de Trasmonte,
provincia de Zamora, y una enorme consternación nos sobrecogió a todos, tanto
en Hacinas como en el resto del mundo. La tarde de asao y sopas de leche se arruinó definitivamente y la muerte de
alguien popular, joven y en plenitud artística nos puso delante de la nariz lo
frágil e inquietantemente insegura que es la vida.
Debe ser cosa de
familia. Mi madre siempre nos contaba que se enteró de la cogida de Manolete
mientras celebraba su santo, en Burgos, el 28 de Agosto de 1947 y por estas
disquisiciones concluí que el tierno aroma del somarrito al amor de la lumbre escondía tras su sugerente recuerdo
otros más tristes y amargos que han quedado grabados en nuestra memoria de
forma indeleble, tanto y tanto que será imposible separar el uno de los otros.
Hubo tardes de nuestra infancia y de nuestra adolescencia en
que al tierno rumor del pedacito de carne
socarrándose en la parrilla la vida iba desgranándose en toda su crueldad
delante de nuestros asombrados ojos. Como para que entendiéramos de una vez que
la vida, y la muerte, son como el mar. Que vienen a golpes.
Manolo Díaz Olalla
Madrid, Diciembre de
2012
(Publicado en la revista "Amigos de Hacinas" nº 138, IV trimestre de 2012)
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