Hay pocas cosas más desoladoras que una estación vacía.
Quizás, tan sólo, una estación vacía y arranada. El alma de las estaciones está
en la gente, en los viajeros que llegan o se van y en los que les esperan o les
despiden. En sus ilusiones, en sus
anhelos y en sus tristezas. La magia
está en sus risas, en sus abrazos y en sus lágrimas. Una estación sin gente es
una fábrica en mitad del campo después de la hora de la salida. Un almacén
cerrado. Un erial.
No podemos decir que hayamos
sido un pueblo volcado al tren, no, ni
mucho menos. Y no será porque no tuvimos una línea de ferrocarril que atravesara
el término municipal e, incluso, una estación, la de Salas, en territorio
hacínense (ledanías). Pero antes de la época de la
motorización masiva siempre fuimos más de viajar a lomos de alguna bestia, en
carro o en coche de línea. Y, a pesar de todo, cuando en 1985 el gobierno de turno, el de González,
decidió clausurar la línea de ferrocarril Santander-Mediterráneo aduciendo que
en ella no se conseguía recaudar ni un 23% de los gastos de explotación, algo
murió para siempre en todos nosotros. Entendimos entonces, y luego lo hemos
confirmado con más firmeza, que hay cosas que aunque no sean rentables son
necesarias. Son importantes para la gente, para su vida, aunque no las pueda
mantener o aunque quienes se beneficien de ellas no puedan pagarlas o sean una
minoría. Es la realidad incontestable de casi todos los servicios que requiere
el mundo rural y se basa en la solidaridad, un término y un concepto en franco
abandono. Ponerse en Alicante desde Madrid en menos de dos horas está muy bien.
Es fantástico. Es el progreso. No hay otra que quitarse el sombrero. Pero la
gente de Hortigüela necesita viajar a Cabezón y la de Cidones, algunos días, a
Rabanera, aunque no tengan coche.
En sus orígenes el Estado se creó para proteger a los
débiles de los poderosos, los trenes para llevar a la gente de aquí para allá y
la estación de Salas para que mi abuela y yo pasáramos las tardes atorrantes de
los veranos de mi infancia esperando a mi tía cuando venía de Barcelona.
Ø
Abuela, que dice el señor de la gorra que viene
con retraso.
Ø
Paciencia hijo.
Ø
Que aún debe andarse por Modúbar.
Ø
Paciencia te digo.
Ø
Así que se queja Isabelita de que de Burgos a
Salas se le hace muy largo. Y mis amigos, el otro año, marcharon a Orduña en
taxi para tardar menos.
Ø
Ni tu prima ni esos amigos tienen tantas labores
que hacer como para andar a escape. Siéntate aquí un poco y deja de
zascandilear.
Ø
No, me voy a las vías a ver si le veo resoplar
cuando llegue.
Ø
Ten cuidado. Y no cruces, que si se entera tu
madre ya sabes lo que pasa.
Poco antes había cruzado aquéllas vías de la estación de
Salas la mismísima Claudia Cardinale, absolutamente espectacular, despertando
más expectación que yo y menos regaños, aunque las atravesara como hacía uno, o
sea, sin comprobar primero si la locomotora asomaba por la parte La Revilla.
Fue en Julio de 1971 y la diva andaba por estas tierras y esas estaciones
rodando con Brigitte Bardot, ni más ni menos, la película Las Petroleras, un film de bandoleras en el que estos mitos
eróticos de nuestras vidas pasan el tiempo asaltando trenes entre Castrillo y
Cabezón, por la parte de San Miguel y
Peña El Cesto. No la vi aquél día por muy poco, pero no dudo que, de
haberlo hecho, aquél generoso escote hubiera marcado por completo mi
adolescencia y merecido una dura reprimenda, y a lo mejor hasta un cocotazo, de
mi abuela, tan tenaz defensora de las buenas costumbres como enemiga de todo resquicio
en la vestimenta que ofreciera a la contemplación pública un milímetro más de
epidermis de lo debido.
Llegué lamentablemente tarde aquél día de verano a las vías
del tren, como llegaba tarde, casi siempre, a los pasos a nivel de aquélla
línea, sin alcanzar a sentir la emoción de observar, majestuosa, la locomotora
humeante aproximándose a la carretera y el paso transversal de todos los
vagones, generalmente pocos, traqueteando, delante del detenido seiscientos
de mi padre. Maldecía por lo bajo porque, como mucho, alcanzaba a divisar
apenas la trasera del convoy con sus
farolillos rojos, transponiendo, mientras sonaba la campana y se levantaba la
barrera en el paso de Salas, en el de Cascajares o, ya más lejos algún día en que
andábamos a cangrejos, entre Hontoria y San Leonardo, en ese trayecto en que la
vía serpentea y salta a un lado y otro de la carretera, caprichosamente.
Estos días leí la noticia de que tras muchos años en desuso,
y mientras la mayoría de las estaciones
se han convertido en fantasmas perplejos en medio de la nada, ADIF había
comenzado a desmantelar las vías de aquél querido ferrocarril
Santander-Mediterráneo, a su paso por nuestros pueblos, despertando las
protestas de algunos municipios que acariciaban otros planes, si no de
transporte sí al menos de turismo, para esas reliquias. Y me he puesto a
recordar que a pesar de vivir históricamente de espaldas al tren hemos sido un
pueblo que tiene mucho que agradecerle a esa mítica línea que nunca llegó a
funcionar en su trayecto completo. Y que, queramos o no, nuestro pasado está
marcado por su querida presencia tal y como atestiguan los recuerdos que brotan
a borbotones, como los míos ahora, a poco que buceemos dentro de nosotros.
Tenía razón mi abuela, siempre la tuvo y ahora lo veo aún
con más claridad, cuando decía que casi nunca
es menester ir más deprisa de lo que lo hacemos o de cómo nos llevan.
Tampoco hay tantas labores que hacer y, si las hubiere, muy pocas serán las que
no puedan esperar a que una locomotora vieja y renqueante llegue a su
destino. En tiempos confusos como estos
en los que todo, hasta lo que creíamos más sagrado, lo han vuelto revisable a
la baja, al igual que hemos quedado en que es necesario recuperar los praos, tenemos que rescatar el tren
y sus estaciones porque forman parte de nuestras vidas y de nuestro patrimonio.
Quién sabe si alguna vez podríamos volver a ver a la Cardinale, con 40 años menos, atravesar las vías de la estación de Salas sin
que, esta vez, lleguemos tarde a tan inenarrable acontecimiento.
Manolo Díaz Olalla
(Publicado en la revista Amigos de Hacinas, tercer trimestre de 2013)
La estación de Salas, con la peña Villanueva al fondo, en todo su esplendor, con dos máquina humeantes... (Foto Fernando Díez) |
Nota del Autor.- Imprescindible, para los amantes de este
género de trenes que fueron y estaciones cerradas las lecturas del blog
“Esperando al tren”, la publicación digital “Línea ferroviaria Santander al
Mediterráneo” (Adbayse, 2010) y, sobre
la película “Las Petroleras”, el interesante libro de Diego Montero Huerta
titulado “Las Petroleras (1971) de Christian-Jaque” publicado por el Colectivo Arqueológico y
Paleontológico de Salas (CAS) en 2009. Todas ellas son accesibles desde
internet.
N del A (2). De este último libro procede la excelente fotografía que encabeza este texto.
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