martes, 30 de diciembre de 2008

TÍA CASILDA




Siempre he pensado que cuando muere alguien que nos quiere, morimos nosotros también un poco. Si la ecuación no falla, mi familia, Hacinas y su gente nos hemos dejado un pedazo de vida, desprendida brutalmente, como a jirones, este pasado mes de Octubre.

Porque murió Casilda, mi tía Casilda. Esa mujer que durante toda la vida ha significado tantas cosas para mí. Tantas que su presencia permanente es imposible desprenderla de ninguno de mis recuerdos de Hacinas. Si me preguntasen no sabría ahora decirles en qué momento, en qué historia, en qué aventura, en qué pasaje de mi vivencia personal en Hacinas, ese periplo fundamentado que desde hace años desgrano pasaje a pasaje en estas páginas como si de los capítulos de una novela se tratara, no está presente mi tía Casilda.

Porque lo está en todos, directamente o asumiendo el papel protector, el papel de la madre, esa madre que encontraba cada verano y con la que me sentía tan bien. Era el refugio en que uno haya calor y todo lo que necesite para que la vida sea un poco más confortable. Tan sustancial y definitivo cobijo que siguió ejerciendo todos esos roles a través de los años. Y lo hizo tanto y tan bien que ahora Hacinas, sin su presencia física permanente y espléndida, ha perdido para mí gran parte de sus alicientes. Y para toda mi familia en conjunto.

Mi tía Casilda era una mujer entera. De una sola pieza, como nos han dicho siempre que se tiene que ser. Sin dobleces y, cuando era preciso, llamando a las cosas por su nombre. Fiel a sus principios siempre y a su manera de ver las cosas en todas las ocasiones, esa actitud ante la vida le acarreó más de un disgusto y más de dos incomprensiones. Pero esa sinceridad sin matices era, según creo, otro de sus encantos. Y uno de sus grandes valores en unos tiempos en que decir lo que se considera correcto o lo que los demás quieren oír es la actitud más ventajosa. Al menos la que menos quebraderos de cabeza produce. Pero si escribo aquí este semblante canijo ante la enormidad de sus merecimientos es más por hacer presente mi dolor y el de toda mi familia que por darles a ustedes una información que, después de tantos años de conocerla, se aporta sólo por añadidura.

Mi tía Casilda era la portadora de la información completa del archivo familiar y de todas las cosas que, de Hacinas, merecía la pena conocer. Era una enciclopedia del pueblo y su gente, completa y en varios tomos, en especial cuando era auxiliada en esa tarea por su marido, Caprasio. Nos hemos quedado huérfanos con su partida, y eso es lo que más angustia provoca, pero también nos hemos quedado sumidos en la más absoluta oscuridad sobre nuestro pasado y sobre nuestros orígenes, en la más terrible amnesia colectiva, en la desmemoria más categórica. Será difícil a partir de ahora que esta familia sepa de verdad a dónde va y de dónde viene. Aún no hemos tenido el tiempo necesario para comprender cómo vamos a echar de menos sus enseñanzas, sus explicaciones y el relato de los acontecimientos fundamentales de su vida, que eran los de las vidas de todos. Teníamos que haber andado más listos, pero la parca cruel e inexplicable se nos adelantó otra vez. Y, en esta ocasión, además de solos nos dejó sin referencias. Y ni se imaginan cómo me arrepiento ahora de haber andado a escape tantas veces, como hubiera dicho ella, y no haber invertido más tiempo en sentarme a su lado para aprender más de sus vivencias.

Mi tía dominaba como nadie los tiempos y los espacios de nuestro pueblo. Era un pozo sin fondo de sabiduría popular y de cultura hacinense que, como saben, es sólida y amplia. El mejor chascarrillo, la poesía más sentida, la copla más olvidada o la explicación más detallada y completa sobre usos y costumbres locales brotaban de su boca cuando la ocasión lo demandaba abriéndonos los ojos sobre ese tesoro colectivo que es propiedad de todos.

Aunque nunca presumió de ello tengo que hacer honor a la verdad y decir aquí que degustando sus platos y su conversación he pasado a su mesa momentos irrepetibles junto a mi tío Caprasio. Seguro que se han dado cuenta que el corazón y el estómago andan muy cerca y se relacionan más de lo que pensamos. Comer y cocinar son siempre actos de amor. A quien queremos nos lo comeríamos y quien bien nos quiere… nos guisa siempre una comida maravillosa. O eso nos parece porque, según lo que defienden los teóricos psicosomáticos, al comerla engullimos “simbólicamente” también y de alguna manera al cocinero que tanto se esmeró en complacernos. Bueno, dejémonos de teorías porque lo que quiero explicar es algo más prosaico: en uno de mis últimos viajes a Hacinas mi tía Casilda nos regaló a mi tío y a mí uno de los rellenos de cocido más sublimes que yo haya probado nunca.

Ese matriarcado feliz que fue la familia Olalla Molinero encontró durante muchos años que mi tía Casilda era el pilar básico en que apoyarse y la persona que asumió en nombre de todos las tareas familiares. Esa circunstancia le marcó de alguna forma toda la vida ante la realidad ineludible de que los hermanos abandonaron pronto la casa llamados por su vocación y las hermanas, mayores que ella, ya habían partido cuando ella se hizo mocita. Por ello y por sus cualidades fue siempre el punto de referencia más importante de la familia. Ella lo sabía y, sin querer darle la importancia que merecía, asumía ese papel con entereza y generosidad.

Su desaparición repentina e inesperada nos coloca otra vez ante el vértigo de la incertidumbre de nuestro futuro. Caprasio, Isabel, Pere y Mario, como todos los demás miembros de la familia, nos hemos quedado solos de solemnidad. La cercana y dolorosa muerte de mi madre, Agustina, hace algo menos de dos años, que ella tanto lloró y la más reciente desaparición de su prima Mercedes, va situándonos ante la cruda tesitura de que una generación de esta familia está diciendo adiós.

Mi tía Casilda se ha ido y aun nos parece mentira que haya podido pasar esto. No sólo nos hemos quedado huérfanos sino que su partida nos sume en el olvido y la ignorancia de las cosas que son y han sido el patrimonio de todos. Porque la llave de todos los secretos se ha ido con ella.

Y, francamente les digo, no sé qué vamos a hacer ahora.




Manolo Díaz Olalla

(Publicado en "Amigos de Hacinas, Diciembre de 2008)

martes, 9 de diciembre de 2008

POZOS SIN FONDO



Cada uno es muy libre de tener sus miedos y sus fobias. Yo he vivido muchos años con la angustia de tener que enfrentarme alguna vez al abismo que no tiene fondo y nunca encuentra un final. Creo que debe ser un temor infantil, una fijación de épocas remotas que no he sido capaz de superar del todo. Me imagino al borde de un precipicio o ante un pozo oscuro en el que no se puede vislumbrar dónde está el fondo o si es que tiene, y esa sensación es sencillamente insuperable para mí. En especial si esa sima desconocida está llena de agua.

Si me pongo a pensar creo que todo empezó siendo yo muy niño, cuando me contaban las historias del pozo del castillo de Hacinas. No sólo las que hablaban del becerro de oro que allí se encuentra, y nunca he dudado que así sea, sino sobre la fábula inquietante de que ese pozo esconde secretos inescrutables. Siempre oí que se comunicaba con la fuente de la pililla cercana, en el camino que va desde el camposanto a la era de Pedro (qepd) e, incluso, recuerdo bien que muchos contaban aquélla historia de la burra que viajaba después de ahogada, porque tras caer al pozo del castillo vino a aparecer, hinchada como un escuerzo algunos días después en esa pililla ante los ojos atónitos de unos segadores que bajaron hasta allí para aliviarse del calor. Entra dentro de la lógica, lo diremos, pues resulta más que probable que ese pozo sea en realidad el acceso al sistema de galerías subterráneas que las fortalezas medievales tenían para facilitar la huída discreta de sus moradores en caso de asedio prolongado. Si eso es así hay dos detalles de aquélla historia que aún no me quedan claros: por qué los acaudalados moriscos abandonaron en su huída por cuevas y galerías aquél tesoro del becerro y quién, años después, subió aquélla burra al castillo. O a lo mejor es que se trataba de una burra suicida. La cuestión es que, pozo o túneles excavados, aquélla sima que se abría en la roca del castillo no tenía fondo para un gurriato como yo en la época de los miedos insuperables.

Otro pozo sin fondo que marcó mi infancia, mucho más contundente y rotundo que el del castillo, fue la Laguna Negra de Urbión. Aquél lugar, mágico también, tiene su propia leyenda. Oí contar siendo muy niño que nunca había sido encontrado el fondo de esa laguna. Daban hasta detalles de los hechos probados:


- Al parecer han venido aquí muchas veces gente de ICONA, y los de “El Hombre y la Tierra” y de muchos sitios, y se han puesto en el centro de la laguna y han hecho pruebas con unos aparatos especiales de ultrasonidos que tienen y no han encontrado el fondo.
- ¿Y con una cuerda plomada han probao?
- También
- ¿O sea que no tiene fondo?
- No tendrá… ¡qué sé yo!
- Pues yo me salgo ya que me está entrando canguis
- ¿Pero no te estoy diciendo que es en el centro?… Si aquí nos llega el agua por las pantorras!
- Por si acaso..
- ¡Qué ganas tengo de versos..!
- ¿Cómo de versos?
- Sí, hombre, de versos trasponer y que me dejéis bañarme tranquilo…

Durante años pensé que aquello era un cuento para impresionar a forasteros e incautos. Pero descubrí después que, con menos detalles aunque sin un resquicio de duda, ese preocupante asunto formaba parte del imaginario colectivo, de la leyenda viva, que, generación tras generación pasaba de unos a otros para que de esa manera no se extinguiera la tradición oral. Fue cuando leí el romance de Don Antonio Machado llamado “La tierra de Alvargonzález” (de Campos de Castilla, 1907-1917). Este poema relata una conocida leyenda soriana: los hijos mayores de Alvargonzález matan a su padre para heredar sus tierras, pero estas están malditas, y arrojan su cuerpo a la Laguna Negra. Pero lo sorprendente es cómo reconoce el poeta la curiosidad más turbadora de la laguna. Lean si no:

“Hasta la Laguna Negra, bajo las fuentes del Duero, llevan el muerto, dejando detrás un rastro sangriento, y en la laguna sin fondo, que guarda bien los secretos, con una piedra amarrada a los pies, tumba le dieron.”

No creo que a Don Antonio le contaran también lo de los técnicos del ICONA. Pero está claro que quien me lo contó hace tantos años no hacía más que servir de eco a una leyenda arraigada hasta los tuétanos en la conciencia y hasta en la mitología popular.

Les diré que pensé muchas veces en el cuerpo atormentado del pobre de Alvargonzález y me pregunté dónde habría ido a parar en caída libre si nada le hubiera detenido. Algo le detuvo, sin duda, porque según el poema del insigne sevillano se apareció después a su infame prole a pedirles cuentas y a amargarles la vida, lo que aquí entre nosotros tenían más que merecido. Pero pude averiguar que si no hubiera sido así el cuerpo del atormentado labriego soriano hubiera salido del globo terráqueo cerca de Nueva Zelanda. La burra del castillo, por ejemplo, si no se hubiera detenido en la pililla y hubiera seguido cayendo sin parar por el pozo sin fondo hubiera visto la luz, es un decir, en el punto exacto que aprecian en el mapa, que son las antípodas de Hacinas. Es decir donde viven unas gentes que, en relación a nosotros, llevan una existencia completa y cabalmente cabeza abajo.

Creo que siempre he tenido miedo a los abismos porque todas las historias a las que se les asocia son desasosegantes. Los pozos me inquietan pero aquéllos que no tienen fondo, aquéllos en los que uno cae y cae sin límite ni medida, hasta salir cerca de Wellington si el núcleo terrestre no te achicharrase antes, que no sé qué pintas allí, digo yo, sin conocer a nadie, esos para mí superan en mucho todo lo que me pudiera parecer razonable.



Manuel Díaz Olalla
(Publicado en "Amigos de Hacinas", Diciembre de 2008)