Escribía Albert Camus que lo terrible de la peste no es solo
que arrebata la vida de los seres humanos, sino que desnuda su alma. La
pandemia de COVID-19 ha puesto al desnudo el auténtico rostro de un mundo cuyos
rasgos han sido cincelados por décadas de globalización y de este sistema del
“sálvese quien pueda” en que vivimos. Han saltado las costuras por donde menos
lo pensábamos y hemos comprobado, con dolor, que las cosas importantes no
estaban tan bien cosidas y que somos, quién lo duda ahora, mucho más
vulnerables de lo que imaginábamos.
En el enigmático Orán de los años 40 del siglo pasado en que
el escritor francés sitúa aquella epidemia que da título a su genial novela,
somos testigos de las debilidades y las grandezas de los seres humanos. Algo
parecido a lo que vemos ahora a nuestro alrededor. Del egoísmo a la
generosidad, del miedo a la solidaridad, de la soberbia a la humildad, del
individualismo a la cooperación, todas las cualidades y los defectos, aquellos pecados
capitales y sus antídotos, las virtudes cardinales, que aprendimos en el
catecismo y que teníamos olvidadas, pasan por delante de nuestros atónitos ojos
como para enseñarnos la auténtica faz de la naturaleza humana.
Entonces, según el relato, el desconocimiento de los que se
vieron atrapados en aquella ciudad argelina en cuarentena, no les permitió
descifrar las señales que días antes de la tragedia la anunciaba: las calles
llenas de ratas muertas. Ahora, por arrogancia, por desidia o por pura
comodidad, no hemos querido entender los signos que avisaban de lo que ha
llegado: los brotes epidémicos registrados en los primeros 15 años de este
siglo, a saber, el SARS-CoV en 2002, la gripe aviar (H5N1) en 2003, la gripe
porcina (H1N1) en 2009, el MERS-CoV en 2012, el ébola en 2013 y el Zyka (ZIKV)
en 2015, fueron claros avisos de la actual epidemia de COVID-19, sobre todo si consideramos
que todos ellos, en gran medida, tienen su origen en la compleja transmisión a
través de animales, relacionada con el desarrollo de una agricultura y
avicultura intensivas y de un creciente mercado y consumo de animales salvajes
y exóticos. A ello se une la capacidad actual de extensión de epidemias debido
a la falta de higiene, la escasez de recursos adecuados invertidos en salud
pública, la densidad urbana y la globalización turística, entre otros factores.
Estábamos tan seguros de nosotros mismos y de los logros de
nuestra sociedad del bienestar y de la falsa seguridad con que la adornamos, que
nos olvidamos de que no hemos avanzado tanto como para contener el paso de los
jinetes del Apocalipsis y evitar los efectos de su huella devastadora. Y así
es, terribles epidemias han diezmado históricamente a la humanidad. Desde la
más terrible y mortífera peste de la Edad Media (entre los años 1347-1351), con
unos 200 millones de muertos, pasando por la viruela en América en el siglo XVI,
con más de 56 millones de fallecidos entre la población indígena, hasta la más
reciente del VIH/SIDA que desde el año 1981 y con entre 25 a 35 millones de
muertos en su haber, sigue acumulando a día de hoy su letal carga en muchos
países pobres.
Pero no podemos olvidar en esta triste nómina a la brutal gripe del 18 (también conocida como “gripe
española”), que produjo 50 millones de fallecimientos después de infectar a un
tercio de la población mundial, de los que 300.000 fueron en España, a pesar de
que, en contra de lo que parece deducirse de su nombre, ni surgió en nuestro
país (parece que lo hizo en Kansas, EEUU), ni se cebó especialmente en nuestros
compatriotas de aquella época.
Según cuentan los documentos de entonces, lo cierto es que, mitad
frenesí, mitad inconsciencia juvenil, los mozos de Los Balbases, pintoresca localidad
burgalesa en el camino de Valladolid, decidieron, como era la tradición, acudir
a las fiestas de Nuestra Señora de la Natividad, que se celebraron en la
cercana Villaquirán de los Infantes en septiembre de 1918. Y no será porque no
lo advirtió Don Andrés Alonso, a la sazón gobernador civil de la provincia, quien
se queja en el Boletín Oficial Extraordinario del 4 de octubre no solo de la
inconsciencia de esos muchachos sino, sobre todo, del incumplimiento que de sus
órdenes hacen los pueblos de la provincia al no suspender las fiestas y
funciones para detener la epidemia de gripe. Pues efectivamente, y según relato
de la propia autoridad, los imprudentes mozos contrajeron la infección en
Villaquirán, la que, días después, esparcieron en su propio pueblo cuando se
celebraron las fiestas en honor de la Patrona, que no es otra que la Virgen de
Vallehermoso, localidad que temerariamente y desoyendo también las
disposiciones oficiales no suspendió la inapropiada celebración. Unos y otros
contribuyeron a que 800 de los 1.200 vecinos de Los Balbases sufrieran esta
agresiva infección, muchos de los cuales y a resultas de la misma, pasaron a
mejor vida.
En un prodigio de coherencia y de sentido de la salud pública
muy de admirar en un servidor público de aquella época, Don Andrés, tras
advertir que no tolerará más indisciplinas ni en jóvenes ni en munícipes, apela
al sentido común de quienes “aún no estén convencidos del grave peligro que
esto encierra” y dando una lección de sensatez que dejaría boquiabiertos a
muchos de nuestros dirigentes actuales, llama la atención sobre el hecho de que
haya que guiarse por el conocimiento científico. Tiene tiempo y desparpajo para,
en un medio tan poco proclive a las enseñanzas de hábitos saludables y conductas
preventivas, hacer un repaso a lo que se sabía sobre el mecanismo de
transmisión de aquél mortífero virus para acabar aconsejando “aire libre, sol y
agua” como los mejores desinfectantes de que se dispone. Acaba el bueno del
gobernador señalando la importancia de la limpieza de la boca y de “seguir los
consejos del Médico y desoír a los ignorantes”. Apunten por ahí que me declaro,
desde este momento, muy fan de Don
Andrés.
No hay nada nuevo bajo el sol, ese gran desinfectante, ni en
la naturaleza, ni en la inconsciencia temeraria de muchos, ni en el sentido
común de unos pocos. Pero la ciencia y la medicina han avanzado de manera tan
extraordinaria que cabe pensar que la duración de esta pandemia será mucho
menor y su mortandad infinitamente más baja. Y junto a la carrera de la ciencia
está la del miedo.
La epidemia de COVID-19 ha venido para recordarnos que somos
débiles, que la naturaleza sigue siendo implacable y que ni todos los avances
tecnológicos y científicos pueden impedir que, periódicamente, un virus o una
bacteria o cualquier forma de vida elemental pueda poner nuestro mundo y
nuestra manera de vivir patas arriba, porque somos demasiado vulnerables y
estamos muy expuestos, y ante la adversidad cruel lo peor de nosotros mismos
aflora sin remedio. Y todo lo mejor también, esa es la maravilla.
Según Ibn Sina (980-1037), médico y filósofo persa y padre
de la medicina moderna: “La imaginación es la mitad de la enfermedad; la
tranquilidad es la mitad del remedio; y la paciencia es el comienzo de la
cura”.
Paciencia, pues. Y mucha salud.
Manolo Díaz Olalla
Viernes Santo de 2020
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