Anda majo, calla la boca un rato y sigue metiendo almendras en las bolsas que no vamos a acabar nunca. Estos jodíos chicos se comen más almendras que las que embuchan. Así no adelantamos nada.
Se calló la boca otra vez pero siguió dándole vueltas dentro de su cabeza, sorprendido como siempre por las cosas más simples, y algo inquieto e inseguro sobre si lo que iba a hacer era bueno y conveniente.
- Yo no sé si me voy a atrever.
- Como te rajes ahora te espabilo. Estamos metidos en esto los tres y ahora no te vas a echar atrás. Fíjate bien lo que te digo.
Volvió a despegar otra bolsa y miró de reojo al reloj de la pared de la escalera y pensó que en media hora que faltaba quizás encontrase una salida airosa que le permitiera salir de aquello con las manos limpias de sangre inocente. Volvió a insistir.
- Y tú crees que no podría venir Agus o Teo o alguno que tuviera más experiencia.
- Te digo que no pueden. Están en lo suyo y yo prefiero que esto no salga de aquí. Así que estáte tranquilo y no me falles, que más te vale, que ya sabes cómo me las gasto.
Volvió a cerrar otra bolsa sin mucha atención y a pegar un sorbo de la orangina mientras pensaba que el tiempo se acababa y que el tema se estaba poniendo difícil. Le preocupaba más que la reacción de sus amigos la de aquél hombre que no conocía y que venía de tan lejos a rematar esa faena tan sucia. Seguro que él no iba a entender una duda, una flaqueza, una debilidad presentida o declarada. Ya se lo había dicho Jesusín muchas veces: “Tiene que ser un trabajo limpio y rápido. En el fondo sabemos que va a ser bueno para él y para nosotros y conviene no andar con órdigas para que sufra lo menos posible”.
- Así que me dices que es un profesional.
- Seguro. El lo ha hecho más de cien veces y, que yo sepa, nunca le ha temblado la mano. Chico tienes que verle. Qué maestría, qué limpieza. Qué frialdad.
Por momentos el muchachito asustadizo y charlatán empezó a imaginarse a un monstruo sin corazón y, sin quererlo, comenzó a temblar por dentro ante su presencia inminente.
- ¿De dónde es?.
- De Hortigüela me creo.
- ¿Y tiene familia?.
- Mujer y dos hijos. El pequeño fue con Julito al Instituto.
- ¿Y por qué no busca otro oficio?.
- Se conoce que le gusta éste.
Aquello acabó de desesperar al muchachito preguntón y zalamero. Era demasiado pensar que aquél hombre todavía sin rostro pudiera disfrutar con ese trabajo. ¿Cómo era posible?. Fue entonces, mientras esas disquisiciones mentales tan turbadoras se atropellaban en su cabeza, cuando la sala se llenó de repente por un ruido ensordecedor de moto vieja y destartalada, y, tras un silencio corto y tenso unos pasos resonaron en la calle hasta detenerse en la puerta. Julito no dudó ni un minuto:
- Las cuatro en punto. Es él.
El muchachito urbanita y receloso notó como que el temblor de la mano de meter almendras se hacía más intenso y volvió la cara hacia la puerta del bar. Llovía intensamente y la tarde se había tornado oscura y, de repente, algo tétrica. Sin más una figura siniestra atravesó el umbral y él notó que aquél hombre era el esperado. Como en una novela de Kafka apareció aquel rostro duro de hombre implacable, atravesado de la frente a la mejilla por una cicatriz pavorosa y chorreando agua por el mentón. Masculló un sonido gutural difícil de descifrar. Jesús, sin más preámbulos se levantó con decisión y aproximándose a él le espetó a la cara: “Estamos preparados”.
“ Pues a la labor” , contestó el hombre, y salieron en silencio detrás de él, camino de La Hontana. Miró el muchachín apendejado su figura desde atrás. Era un hombre flaco, alto, resuelto en el paso, triste y frío como esa tarde de otoño. Cuando el muchachito aprendiz de cómplice se quedaba rezagado alguna mano firme le sujetaba del brazo hasta hacerle daño. El hombre volvía la cara de vez en cuando y apretaba el puño dentro del abrigo. Era entonces cuando el muchachito debutante y corto aceleraba la marcha pensando en la navaja afilada que aquél hombre debía sujetar en su mano diestra. Por tres veces intentó huir el mocoso confiando en su propia rapidez y aprovechando el factor sorpresa: una por los huertos que están junto a la casona de Pablo, otra por la calle de la Señora Gabina y la tercera por la calle que da a la casa de Anastasio, pero no hubo suerte ya que sus amigos, advertidos ya de su propia debilidad le escoltaban y vigilaban cada extraño que cometía. Por última vez intentó la argumentación razonada al oído:
- Y si aprovechando que estamos aquí pasamos a ver si están Tarsi o Agustín y yo me voy a casa de mi abuela que me debe estar esperando para merendar...
- Calla y sigue te he dicho.
Entraron sin remilgos en la casona y le vieron. Allí estaba él. Tranquilo y confiado acabando la merienda. Una inmensa tristeza se apoderó del muchachito tembloroso y un sentimiento insoportable de culpa le inundó toda el alma. No diremos que hubiera entre el muchachito y la víctima tanta confianza y amistad pero sabido es que el roce hace el cariño y eran ya muchas tardes las compartidas en armonía, entre sus gritos de alegría y sus andares agradecidos y torpes. El muchachito sabía que lo que iba a hacer estaba feo y que ese crimen planearía toda su vida sobre su conciencia como una losa difícil de levantar. Los cuatro le miraron con algo de lástima. Incluso aquél hombre desalmado dibujó, por un instante, en su rostro cuarteado una mirada casi imperceptible de ternura culpable. Diremos incluso que él, la víctima, nos miraba entre feliz y sorprendido por aquella visita inusual y a deshoras de sus amigos de cada tarde, completamente ajeno a sus auténticas intenciones. El muchachito lo intentó ya a la desesperada, aprovechando ese instante de piedad que cabe siempre en cualquier corazón malvado:
- ¿Estáis seguros de que todo esto es necesario?.
El hombre se volvió y preguntó con desprecio:
- Qué le pasa a éste. ¿Primerizo, no?. ¡Lo que nos faltaba!.
Un silencio complicado se apoderó de todos. Pero él hombre no dudó.
- Vamos ponedle boca arriba sin asustarle. Tú le coges de abajo, este de arriba, y el novato que le sujete de la cabeza.
Todo fue vertiginoso. La víctima les miraba inquieta pero no chillaba suponiendo quizás que todo era un juego sin importancia. El muchachito se sintió culpable por décima vez mientras observaba con terror cómo aquel hombre abría aquella navaja con parsimonia y la hundía sin piedad en aquélla barriga blanca y oronda. El gruñido de dolor fue sobrecogedor y el muchachito salió despavorido hasta quedar atrapado contra una de las paredes de la casona. Aquél hombre sin piedad sacó la navaja y le miró perplejo. Levantó el arma amenazante y le gritó:
- Jodido chico. En cuanto acabe con el cochino te capo a tí.
Soltó una carcajada estridente que todos celebraron con otras más y todavía, aún después de muchos años, en las noches inquietas de malos sueños, al muchachito, que ya no lo es, se le aparece aquella imagen siniestra del capador blandiendo la navaja mientras se desternilla de risa.
José Manuel Díaz Olalla
Texto Publicado en la Revista "Amigos de Hacinas"
Fecha indeterminada
1 comentario:
Menudo susto, yo creo que siendo igual de urbanita que tu me abrian temblado las calandracas. un saludo Juan
Publicar un comentario