Hay recuerdos que permanecen con nosotros por encima del tiempo y del espacio, que nos asaltan cuando menos los esperamos y se apoderan de nuestro ánimo sin que lleguemos a comprender del todo por qué vienen, quién les llama y por qué se van cuando nos abandonan. Los recuerdos que nos estallan en el hipotálamo sin que nadie los reclame pueden ser complejos, compuestos por muchas sensaciones diferentes: auditivas, visuales, olfatorias, hasta táctiles; o pueden ser, sin embargo, sencillos, un solo sonido, una cara, un perfume..... Lo digo porque en los últimos meses me asalta de manera reincidente y para mí inexplicable un recuerdo de los sencillos, monosensorial, un sonido de mi infancia, un sonido ya extinguido, lamentablemente retirado de la circulación de sonidos, incluso de los rurales, un soniquete tierno, cadencioso, musical si es el caso. Imán de la atención colectiva, presagio de desdichas y de fiestas, de catástrofes y de liturgias, sintonía de informaciones de uso general, anuncio acústico de ventas y trueques, alerta para navegantes de mares de cereal. Tin, tin, tan de romper mañanas y aún auroras, anuncio de exhorto, tañido seco para levantar cabezas y suspender faenas.
Lo recuerdo tan real como si aún sonase dentro de mi cabeza y, cuando me sorprende en pleno atasco, en mi trabajo o en el cine busco instintivamente la presencia cálida de la abuela para que me explique qué está pasando en el mundo.
- ¿Qué pasa abuela?
- Debe haber fuego, hijo. ¡Virgen Santa!, qué desgracia más grande...
El repique de las campanas de la iglesia de Hacinas lo debo llevar almacenado en algún rincón autónomo de mi masa encefálica, un rincón inhóspito que tiene vida propia, en alguna grabadora virtual hecha de neuronas que se activa cuando mejor le parece, sin respeto a horarios, usos y costumbres. Así como les digo, tin, tin, tan, sin venir a cuento.
¡Se venden...
pollos.....
en el rollo...!
- ¿A qué repican, abuela?
- Anda a escape hasta el rollo y mira a ver qué venden...
Si tuviera que resumir en uno sólo todos los sonidos de mi infancia sin duda quedaría por encima de todos los demás el sonido del repicar de las campanas de la iglesia de Hacinas como el más instintivo de todos mis recuerdos musicales. Durante mucho tiempo pensé que las campanas y los esquilines de la iglesia se volteaban solos, sin ayuda de nadie, movidos quizás por alguna Mano Suprema y no mortal, o por una legión de ángeles quizás, con el objeto de anunciarnos todas las cosas que eran de interés: si vendían pollos en el rollo, si era víspera, si se quemaba una arrein , si llamaban al rosario o alguien había dejado de existir. Con el tiempo descubrí, ya en mi época de monaguillo notable y diligente, que no era tal cual me lo imaginaba, si no que, a veces, y desde el mismo coro se podía hacer sonar la campana tan sólo tirando de una soga que, según mi propio criterio, llegaba hasta el cielo. Tuve aún que comer muchos corruscos para averiguar todos los misterios que se contenían dentro del campanario.
- Ya te estás haciendo mucho mozo, majo... ¡ hay qué ver cómo medran estos mocosos....!
- Sí señora, y me ha dicho mi abuela que si me porto bien a lo mejor este año puedo subir con los mozos al campanario...
No olvidaré jamás mi primera ascensión a la torre de la iglesia. Era una tarde otoñal de sábado y ya me habían anunciado los otros mozos que consideraban que estaba en condiciones de descubrir ése misterio. Recuerdo que la noche anterior casi no pude dormir por la excitación que en aquél corazón de gurriato producía semejante anuncio. Me había costado lo mío y, aunque no tenía la edad requerida y contaba con el desacreditado título de ser medio veraneante, al fin, la asamblea de mozos y aspirantes había dado su aprobación. Pasé la noche casi sin poder dormir, mirando muy fijamente y entre penumbras los dibujos que el tiempo y la humedad habían pintado en el techo encalado del dormitorio, intentando encontrar un significado a los mismos: a veces me parecían caras terribles de hombres malvados, a veces mapas, a ratos mostrencos muertos de risa....Me quedé dormido casi de madrugada y me despertó el tin, tin, tan del repiqueteo de una campana llamando a misa.
- Avíate a escape que son las segundas.
- Ya voy, abuela.
Pasé todo el día mirando el campanario desde todas las perspectivas urbanas y periurbanas: desde casa de la abuela, desde San Cirbián, desde la era de Pedro.... ¿Y cómo será?, me preguntaba. ¿Qué habrá dentro?. ¿Cómo se podrá mover una campana con lo que debe pesar?... En fin, llegó la tarde para sacarme de dudas y allí estaba yo, en la puerta del campanario, como niño con zapatos nuevos, esperando el momento. Llegaron ellos, los expertos campaneros, crecidos en su faceta didáctica y muy dispuestos para la exhibición.
- Hay que subir con ojo, dijeron, mira que la escalera es muy traicionera y más de un renacuajo se ha descocotao por listo.
Rieron todos la gracia mientras subíamos. Yo muy atento a dónde ponía los pies y ellos a mi cara de novato perplejo. Y, al fin, allí estábamos. Aquél campanario destartalado me pareció inmenso y sublime. Recuerdo vivamente la vista aérea de casas y parajes que se me ofrecía entre los nichos de las campanas y me pareció Hacinas un pueblo grande, hermoso, tendido al sol como una parva de tejas, algo muy diferente del registro peatonal de zascandil callejero que yo guardaba en mi cabeza hasta ese momento. No hubo mucho tiempo para la contemplación pura y enseguida comprendí que había que pasar a la acción. Sonrió Miguel Angel y me señaló mi sitio.
- Tú al esquilín y lo tocas cuando te digamos.
Se agarró Agustín muy propio a las dos cuerdas de las campanas mayores y comenzó el repiqueteo alternado y cadencioso. Me impresionó el gesto adusto, que denotaba gran concentración y calma, algo así como el de Von Karajan dirigiendo a la Filarmónica de Viena el día de Año Nuevo, y ahí mismo comprendí que para ser buen campanero hace falta fortaleza y templanza. Tin, tin, tan, ahora la de San Pedro, ahora la de Santa María. Adiviné que tenían nombres las campanas, yo que siempre pensé que eran anónimas, y que se voltean con una sola mano cuando ya están en marcha. Es muy fácil, solo con empujarlas un poquito en las melenas podridas en el momento justo. Recuerdo el estruendo inmenso de aquélla factoría de sonidos y la excitación que me producía sentirlo desde dentro, desde donde se genera. Consiguieron incluso dejar leta la mayor para mayor gloria de los virtuosos y más admiración de quien ahora recuerda la hazaña.
- Espabila jodido, ¿o no te das cuenta que hay que mover el esquilín con más salero?.
Más salero, me dijeron. Me costó comprender que nunca sería campanero de categoría si no tan solo esquilinero mediocre y de circunstancias. Esquilinero suplente y ya vale. Subí más veces al campanario pero nunca volvió a ser como la primera. Fue la experiencia más importante de aquél verano y aún costó algún que otro disgusto en casa la aventura campanil.
- ¿Qué te tengo dicho? Cómo vuelvas a subir al campanario me vas a oír. Mostrenco, más que mostrenco. Que os vais a eslomar algún día.
Me asaltan estos días recuerdos sonoros que deben vivir, como los ratones dentro de un queso, en algún lugar escondido de uno de mis lóbulos temporales. Se disparan solos, como de manera automática, sin ningún sentido de la oportunidad ni de las ocupaciones. Lo mismo repica mientras me afeito que en mitad de una reunión. Se trata de un tin, tin, sostenido y rítmico que anuncia algo. Y echo de menos que aparezca la abuela por algún sitio para que me explique a qué están tocando.
José Manuel Díaz Olalla
Texto para la Revista Amigos de Hacinas.
(Publicado en fecha indeterminada)
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