I
"Reverentes y postrados
ante Vos, divina aurora,
con humildad os pedimos
dadnos el agua Señora"
"Reverentes y postrados
ante Vos, divina aurora,
con humildad os pedimos
dadnos el agua Señora"
- Diga usté que sí, Don Malaquías, que con permiso de aquí, el señor cura, y aunque él no tuviera nada que ver, que entonces ejercía por la ribera si no me falla la memoria, o si no que me corrija él mismo, que fue Don Jacinto quien dirigía todo aquello, digo yo que no había necesidá de sacar a la Virgen aquélla tarde, por mucho que se empeñaran unas cuantas feligresas, que ya se sabe, a la envidia y pa no ser menos que los de otros pueblos de por aquí que andaban mareando con que saca el santo y mete el santo a ver si caen cuatro gotas con el jodío metesaca; que lo que está de Dios, está de Dios, y si no llueve a esperar toca, y la Virgen pa sacarla el día Pascua y después a la iglesia, y el que quiera verla que vaya a Misa....
- Calle y siga, alcalde, que estamos dos a uno y ya llevan veinticinco piedras en ésta y como no espabilemos nos dan la muerte dulce y nos vamos a casa como hemos venido. Además conténgase un poco, y lo digo con el debido respeto que merece usté y el cargo que usté ostenta y se lo conserve Dios muchos años, pero de esas cosas mejor no hablar, que lo que pasó, pasó, y si el pobre hombre acabó de aquélla manera no fue culpa de nadie, el destino, digo, o su mala cabeza, quién sabe, pero no hay que echarle la culpa a nadie y menos a Don Jacinto, el pobre, que el Altísimo tenga a su lado, que bastante hacía con complacer al pueblo...
- Ya está bien de hablar, son dos a grande las que echo y que se atreva quien pueda.
- Las veo señor maestro, de una a dos hay que ver, siempre ha sido así. A mí lo que no me quedó claro, ni entonces ni ahora, de dónde salió ese desdichado.
- Quién sabe alcalde, yo creo que no era de por aquí, forastero sería, dicen que ya le habían visto rondando por el pueblo anteriormente, gente sin rumbo, vagabundo perdido, perro callejero pa que se me entienda, de los que andan por ahí, y es lo que yo digo, que pa sufrir miseria y pa morirse mejor quedarse cada uno en su pueblo.
- No queremos la grande, y hable de chica que les veo poco entregaos al juego y esto no va a acabar nunca, es usté mano, hable ya que vamos cargaos y les vamos a echar las tejas del tejao de la iglesia, con permiso de aquí el señor cura, si es que se atreven con la pequeña, que están codenaos a la muerte el cochino, es decir, engordar para morir, con el debido respeto a su reverendísima, que el juego es el juego y se debe perdonar la mala costumbre de señalar...
- Ahí no entramos, Evaristo, que p’a eso es usté practicante y sabe de pinchar y de sangrar, y más vale con usté prudencia que retranca, ya está dicho, pero si acabamos pronto y por no malgastar la paciencia del señor maestro ni abusar de la juvenil impaciencia del señor alcalde les contaré cosas que no se han dicho y yo he sabido sobre todo lo que sucedió aquélla triste tarde.
II
Si Jesucristo en la Cruz
perdonó a sus enemigos,
dadnos el agua Señora
aunque sea inmerecido.
Han pasado dieciséis años, que son como dieciséis siglos en las conciencias de todos y todavía quedan demasiadas preguntas sin responder y demasiadas teorías sin contrastar. Que cuando nada pasa es mucho pasar la muerte de un hombre, aunque fuera forastero y pobre. Dieciséis años de preguntas y reproches colectivos. Cogió el señor cura la baraja como si fuera el misal y entornó los ojos de una manera que al señor alcalde le pareció que iba a comenzar el sermón dominical.
- Todo lo que he sabido lo fue por boca de Don Jacinto, que Gloria haya, que el hombre nunca vivió del todo tranquilo después de aquello, aunque yo siempre le dije que estaba cumplido y que obró como debía. Al parecer el individuo se llamaba Amaro Varela, y no era de por aquí. Es cierto, que se le había visto algunas veces por el pueblo. Ustedes se tienen que acordar. Vivía de acá para allá, buscando siempre algo de trabajo en el campo para poder subsistir y para enviar algo a los suyos que vivían lejos y pasaban necesidad. Cuando nada tenía lismoneaba y pedía por caridad. Algunos se deben acordar aún de verle por el pueblo, y por otros de alrededor, de casa en casa, buscando trabajo, o techo o algo de comer. Siempre desaliñado, con sus harapos mal compuestos, barba larga, unas albarcas que dejaban asomar sin pudor sus dedos gordos, y una colección de muchachos detrás, haciéndole mofa y riéndose de él.
- ¡Claro!, por fin lo entiendo, era aquél pobre a quien mortificábamos de niños persiguiéndole por las callejas al grito de "¡Amaro me hueles a humo!", a lo que él respondía "Pues dame mil pesetas y verás como no huelo".... bueno, eso cuando estaba de buenas que cuando era de malas soltaba cosas peores...
- Ese mismo, alcalde... ¿ve usted cómo le recuerda?.
- ¿Y por qué nunca se dio su nombre?.
- Los nombres de los pobres no importan. Se mueren y al hoyo. ¿Pa qué más?...
- Bueno, Evaristo, algo así, pero además los guardias decidieron, con permiso del juez y como no constaba su auténtica filiación en documento alguno y nadie reclamó el cadáver, enterrarle como el anónimo personaje que siempre había sido.
Entornó los ojos el señor cura otra vez como buscando el hilo perdido, se atusó la capa y aún le dio tiempo, antes de retomar la palabra, de pegarle otro sorbo a la copa de quina Santa Catalina, que es medicina y es golosina.
- Fue casualidad que la sequía castigase de aquélla forma aquél verano, que las fuentes, pilones y hasta pilillas se quedasen secos y que la gente empezara a desesperarse con el asunto del agua.
- Habla verdad el señor cura, que yo recuerdo muy bien aquélla sequía. No se ha visto otra igual desde que a mí me alcanza el magín, y me alcanza mucho, como usted sabe, que aún le recito de carrerilla la lista de los reyes godos si es menester.
- Pare, pare, señor maestro, que todos conocemos sus cualidades retóricas e historiográficas. Y tenga la amabilidad de dejarme continuar.
Un nutrido grupo de parroquianos rodeaban ya a los contertulios, en silencio, igual que cuando escuchaban al propio señor cura en la misa de los domingos. Serios, circunspectos, como si estuvieran a punto de descubrir el secreto mejor guardado, algo de lo que no se habla pero todo el mundo recuerda, una asignatura pendiente en la libreta de la comunidad. Un pecado del que solo debe hablar el cura porque en el relato va implícita la penitencia. Y quizás el perdón.
- El propio Don Jacinto, a quien Dios perdonará sus pecados, que más serán otros que éste, porque el que cuento lo fue sólo de caridad y compromiso con los suyos, acertó a contarme que llevaba días y días recibiendo las peticiones insistentes de un buen ramillete de feligreses, sin duda los más píos, para que accediera al fin a sacar a Nuestra Señora en procesión por el pueblo para pedirle que se acordara de esta tierra suya, dolorida y seca como ojo de tuerto. Les diré en confianza que Don Jacinto, que en paz descanse, no era amigo de estas demostraciones que suponían para él y para mí, dicho aquí inter nos, más folklore que devoción, y más alarde que fundamento, pero el hombre no tuvo otra, al final, que dar el visto bueno. Le oí contar, con esa sorna que ustedes saben le adornaba, que una tarde y ante la insistencia de un sediento grupo de feligreses que le abordaron delante de la casona del toro, miró hacia el cielo con displicencia e incredulidad y espetó a la parroquia: "si queréis La sacamos, pero de llover no está..."
- ¡¡¡Eso es chiste, señor cura!!!!
Rieron todos la ocurrencia, mientras Don Malaquías se liaba un caldo de gallina y el practicante apilaba como ausente los amarracos y las pitas encima del tapete.
- Chiste o no, convino el Padre en sacar la imagen el viernes antes del rosario, toda vez que las adoradoras nocturnas la hubieran compuesto con manto, ornamento y flores. Y en ésas andaban, después de que ya dieron las primeras para el rosario y la gente en sus casas se afanaba en lo propio para salir hacia la iglesia cuando, al parecer, apareció por el pueblo el infeliz de Amaro...
III
Dadnos el agua Señora
que bien nos la podéis dar,
que tenéis en vuestro pecho
una fuente manantial.
Hace dieciséis años que en el pueblo no se oyen las rogativas. Eran unas rogativas hermosas, bien traídas, cultas y llenas de piedad. Unas rogativas que Don Malaquías, hombre ávido en el estudio de las tradiciones populares, había repasado y aún investigado con fruición. Para él escapaban de la raíz común de otros cantos populares, sacros o no, del pueblo. Para el maestro eran fruto del ingenio de algún poeta ilustrado y, a falta de documentación que señalara su origen exacto, se trataría con toda probabilidad de un canto foráneo, importado de otro lugar y extraído de algún contexto religioso o místico, que se había incorporado al acerbo popular tradicional, más por su belleza que por su identidad. De hecho, según Don Malaquías sostenía, todos los cantos de ruego de los pueblos de alrededor eran muy similares entre sí en estructura y contenido y nada tenían que ver con el propio.
El señor cura se apoderó del pensamiento común.
- Dieciséis años que no se cantan las rogativas, pero no será por la abundancia, que no la hay, sino más bien por no remover recuerdos, conciencias ni sentimientos.
Aquélla tarde de mal recuerdo comenzó el pobre a buscar de casa en casa. La tarde era densa como la atmósfera del bar cuando se derriten los caldos de gallina y las farias, y la garganta de Amaro era como secarral rabioso. Andaba sediento el pobre y sólo apelaba a la caridad de la gente.
- Un poco de agua por caridad.
- Ande hombre, y vaya con Dios. Si tuviéramos agua no nos veríamos en éstas. Vaya por ahí y que Dios le ampare.
Casa tras casa la gente le fue dando con la puerta en las narices mientras espabilaban las cuatro cosas para llegar a tiempo a la procesión.
- Ande hombre y váyase a otro lao. A pedir agua que viene... Vaya, vaya, y no moleste, no ve que vamos a la iglesia...
Nadie duda que tuvo que oir el pobre los primeros cantos de las rogativas mientras buscaba inútilmente en casas, fuentes y pilas con qué apagar la sed insoportable que le ahogaba. Hay incluso quien mantiene que se le vio, pobre y hundido, como uno más tras la imagen de Nuestra Señora.
El señor cura, sorprendido por la expectación que había generado su relato reprochó a la concurrencia:
- Caramba, voy a tener que dictar la homilía también en el bar. Parece que aquí acaparo más el interés de la audiencia que en la iglesia. ¿Verdad Serapio?. Es la primera vez que observo que me oye sin bostezar...
- Calle, calle, señor cura. No ofenda, que a mí siempre me ha inspirado su didáctica y su dialéctica. Y diga de una vez cómo pudo pasar. Yo creo, y si usted me permite, que alguien tuvo que aprovecharse del desdichado, porque de que fue una borrachera lo que acabó con él no hay duda... Está lo dicho por Nicanor, aquí presente, que vio pasar al hombre, después de que acabó la procesión, por delante de las huertas de abajo dando tumbos como un zascandil.
- No hay duda. Pero en nuestras conciencias quedará la duda de si lo que acabó con el pobre infeliz fue más el vino que encontró que el agua que no le dimos... y ustedes me entienden señores, que escurrir el bulto es sencillo, y de poca caridad se peca más que de olvido, y más claro el agua cuando la dan, y aquí se dicen verdades y si no gustan peor para ustedes....
- Calma señor cura, porque se ha llegado a un punto que es el del meollo propiamente dicho. Y falta por aclarar de dónde salió el vino que calmó la sed del infeliz...
- Dice bien, Evaristo, como siempre. Y aquí perdemos la pista. La historia en este punto se torna confusa. Hay quien dice que si lo robó. Pero lo cierto es que, que se sepa, nadie registró faltante ni merma en almacén, despensa o zaguán y, por otro lado, el cuento popular que se fue gestando en la taberna y en otros lugares de holganza sobre los dos milagros que Nuestra Señora obró aquélla tarde, no merecen ni mi atención de sacerdote ni mucho menos, mi reflexión de hombre sensato.
- Perdone que diga yo ahora, Padre, pero ni su magistratura ni el conocimiento que pueda tener de los hechos que tratamos le permiten desechar de manera tan categórica la naturaleza sobrenatural de todo lo ocurrido.
- Alcalde, le perdono la ignorancia y hasta el atrevimiento, por ser usted quien es y por lo que para mí significa la autoridad municipal que le inviste. Pero como vaya a hablar aquí ahora de las fuentes que manan vino, este cura echa cartas y deja el asunto así, que le diré que me ha quedado un mal regusto con ese irse al tran tran que han tenido aún llevando yo treintayuna de mano...¿Estamos?
- Estamos Padre. Dé cartas y tengan paciencia, que la primera debe ser siempre corrida y sin señas.
IV
Dadnos el agua Señora
aunque no lo merezcamos,
que si por merecer fuera
ni la tierra que pisamos.
Se encontró tres veces Amaro, el forastero sediento y menesteroso, de frente con la procesión del agua aquélla tarde. Amaro, mal vestido y temeroso de las burlas de la chiquillada, eludía como podía por calles y callejones el cortejo y su boato. Tres veces que, sin querer, se encontró con la imagen de la Virgen del Rosario y la feligresía postrera. Pero fue la última vez cuando notó que la gente pasaba delante de él sin verle y, casi de manera imperceptible, que Nuestra Señora volvía la cabeza para contemplarle llena de piedad y, aún, de misericordia. Volvió tras sus pasos y salió del pueblo. Los cantos se perdían a lo lejos y él recordó algo que oyera en su pueblo, de niño, sobre un lugar donde no había caridad, ni nunca la ha habido, ni nunca la habrá.
Justo en el cruce volvió a ver la fuente de aguas ferruginosas que, otras veces, le ayudó a aplacar la sed. Unas horas antes había intentado sin éxito sacar agua con la bomba y todo había sido en vano. Algo le movía, no obstante, ahora a volver a la fuente. Dio sólo dos golpes con la bomba y observó perplejo, que salía lo que creyó agua. Desesperado posó sus labios sobre el borde y nada entendió cuando su garganta se llenó de vino espeso de la Ribera del Duero. Se retiró asustado ante tamaño descubrimiento. Miró a su alrededor y a nadie vio. Volvió a dar al mango y a degustar el espléndido caldo. Poco sabía de buen vino el pobre pero apreció con claridad que de allí manaba en abundancia un tinto crianza de extraordinario paladar, con matices frutales en el regusto postrero de bayas rojas y aromas secundarios que delataban un envejecimiento muy equilibrado en cubas de roble americano. Bebió y bebió el hombre con frenesí, mientras a lo lejos repicaban las campanas y aún se oía a la devota concurrencia pedir agua. Se rió el pobre de todos. Se rió también de sí mismo y siguió bebiendo hasta que ya no pudo más. Cogió a duras penas el sendero que sale hacia las huertas de abajo, y se detuvo, aturdido y tambaleante ante la huerta de Nicanor quien, con su azada en ristre, limpiaba malezas y mataba la tarde. Quiso hablarle para contarle la bendición de la fuente, pero sus palabras se trababan en su boca y decidió seguir caminando. Al poco, malherido ya por los chorros etílicos que inundaban su cerebro, buscó un lugar donde dormir y lo encontró muy a propósito entre unos arbustos, al raso, junto al cauce seco de un arroyuelo fuera de servicio desde años. Se quedó dormido plácidamente mientras se dibujaba en su cara una mueca placentera y gozosa. Tronó el cielo de una manera descomunal y en menos de lo que se dice se llenó de nubes densas y negras. El segundo milagro de la tarde estaba a punto de dar comienzo.
V
Virgen de La Antigua,
de la Antigüedad,
si llueve, que llueva
del mojón p'acá.
Las tardes de mus son largas como barbas de franciscano, sobre todo cuando el juego interesa menos que los cuentos, y las cartas, como el dinero, se van siempre con los mismos. El señor alcalde, todo curiosidad investigativa, no se resistía a abandonar el relato, mucho menos cuando los fenómenos naturales afectan a la historia del pueblo y la prevención de catástrofes es área del máximo interés colectivo.
- Perdóneme el páter y no es por abundar, que entiendo cuando se acaba una conversación y no quiero mortificar, pero hay algo en todo lo relatado que me interesa especialmente desde mi responsabilidad de munícipe.
- Diga, diga, hijo...
- Háblenme de la tormenta, mientras paso a grande...
- De eso le hablo yo que lo recuerdo muy bien.
- Hable Evaristo
- Fue algo sorprendente. No acababa de entrar la procesión en la iglesia cuando comenzó a llover. La gente salió a la puerta y los más se quedaron como en éxtasis. Los había que lloraban, los había que reían. Se abrazaban. Otros se arrodillaban ante la imagen susurrando “milagro, milagro”. Nadie se lo podía creer...
- Poca fe y aún menos confianza... para que vean si Don Jacinto, que paz tenga, tenía razón. Diga si no Don Malaquías...
- Verdad es. Pero no cabe duda que fue fenómeno digno de estudio. Sé que aún despierta el interés de muchos estudiosos en la Diputación y en otras instancias. En realidad ¿qué fue aquello?. Llovió y llovió de una manera bárbara. Imposible hasta calcular los litros que cayeron por metro cuadrado en aquélla noche torrencial. La tormenta del siglo la llamaron algunos. Agua estéril que no sirvió para nada si no para hacer daño, inundar campos y pagos, casas y casonas, arruinar las esmirriadas cosechas y todo para qué, para que no volviera a llover en meses después de eso... Todo esto sin hablar de algunas características concretas y particulares que tuvo el fenómeno y que aún no se explica nadie. Aquí vinieron varias veces los de Obras Públicas y los de Desarrollo Agrario a ver qué había pasado y se fueron como vinieron..."fenómeno atmosférico violento" lo llamaron y se quedaron tan tranquilos...
- Cuente Don Malaquías, a qué se refiere...
- ¡Coño con la pregunta!, y discúlpeme el señor cura por el exabrupto...ya lo sabe usted... ¿Por qué llovió sólo en nuestro término municipal, mientras en todos los de alrededor no cayó ni una gota?. Cosas curiosas, amigo alcalde, que no tienen explicación...
- No la tienen maestro, ¿y sabe por qué?, porque a la fuerza hubo intervención divina o sobrenatural o como usted quiera...
- No me haga reír alcalde, y más vale que hable de pares si no quiere que me ponga el bonete y me vaya a la rectoría de una vez. Delante de este cura no se toman las cosas de Dios en vano ni a la ligera, que usted lo sepa. ¡Cómo si Dios no tuviera más ocupaciones que ésas!. Calle y siga.
- ¿Y, lo del pobre hombre qué le parece a su reverendísima?
- Casualidades, ya le dije. La mala fortuna del desdichado.
- ¿Mala fortuna llama a que se ahogara en un arroyo seco?.
- Disculpen que diga pero lo cierto es que al arroyo de las huertas de abajo yo nunca le conocí agua en mis cerca de setenta años. Sin duda lo copioso del aguacero llenó sus manantiales. Eso no es tan raro, al menos se explica desde el punto de vista de la física. La teoría de los vasos comunicantes, usted sabrá... Y ahí se justifica que el susodicho encontrara la muerte en el cauce donde se quedó dormido. Curioso fue también que al día siguiente el arroyo volvió a cegarse para siempre jamás.
Terció el practicante que hasta ahora tan sólo practicaba de espectador privilegiado.
- Les diré algo que nunca he querido contar. Pero como practicante que tuve la responsabilidad de realizar la autopsia del tal Amaro, algo me impresionó sobre manera. Nunca vi un cadáver en la mesa de necropsias con tanta cara de felicidad. Era sorprendente. Sentía al verle allí, yo con mi cuchillo en la mano, como que el desdichado y el muerto era yo. Por lo demás lo que ya saben... agua en los pulmones y vino en el estómago.
- Sigamos con el juego, Evaristo, no entremos en detalles que si con este solomillo que yo llevo y las duples suyas no nos salimos, mañana no vuelvo. Envido a pares.
- Tiene que ser órdago, maestro.
- Veo.
- Yo tengo duples de reyes.
- Entonces pregunte qué se debe Evaristo que este maestro se va a su casa.
Hubo tiempos en que las cosas pasaban porque tenían que pasar y los hombres se volvían locos buscando explicaciones. Hubo tiempos en que los pobres se morían como perros mientras la gente cantaba rogativas y de las fuentes manaba vino tinto de La Ribera. Hubo tiempos en que la mala conciencia no dejaba dormir a la gente y los arroyos secos se llenaban de agua cristalina gozosa y cruel.
Los hubo en verdad, pero vendrán otros en que los forasteros no tendrán que pedir lo que es justo por caridad, los hombres sabrán repartir el agua y las cartas de la baraja, como el dinero, no se irán siempre con los mismos.
José Manuel Díaz Olalla
Diciembre 2004
Nota del autor: Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.
(Publicado en la revista “Amigos de Hacinas”, primer trimestre de 2008)
Diciembre 2004
Nota del autor: Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.
(Publicado en la revista “Amigos de Hacinas”, primer trimestre de 2008)
No hay comentarios:
Publicar un comentario