- Avíate majo, que vamos hasta la huerta p'a que veas que vainillas más hermosas me están saliendo.
La huerta del tío era todo su mundo, toda su vida. La visita mañanera a la huerta era un auténtico rito minucioso que el tío preparaba con esmero y el niño gozaba en cada detalle.
- Este año has medrao bastante.
- Algo. Dice la abuela que es el estirón.
- En ná me alcanzas.
Y el niño miraba la inmensa humanidad de su tío Francisco de abajo a arriba, orgulloso
de su estatura y de su inmensa sabiduría hortofrutícola.
- Mete la bicicleta en el corral y dile a la Victoria que nos eche un cacho chorizo de la matanza de este año, que no la has probao. ¡Ah!, y pan p'a el almuerzo. Y vamos arreando.
El tío se daba otra vuelta a la boina hasta que le colocaba el rabo justo en la coronilla y enganchaba la carretilla para ir arreando. Y tío y sobrino cogían el camino de Castrovido antes de que el sol de Julio cayera a plomo, entre el ronroneo suave del canal y el chirriar estridente de la rueda de la carretilla. Todo en su sitio, siempre en orden, como debe ser. La granja, el puente, el viejo molino.
- Hay que sacar un poco de broza de por allí.
-Sí.
- Este año ha venido muy malo. La piedra de Abril nos ha jeringao bien.
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El tío era un hombre peculiar. Siempre quiso que su único mundo fuera aquella huerta. Dicen que desdeñó otras oportunidades de trabajo más ventajoso, la fábrica de madera por ejemplo, cuando todo el mundo luchaba por un empleo. Le dijo que no, cuentan, hasta a algo tan suculento como un buen trabajo en Madrid después de la guerra, en aquellos años del hambre atroz. El sobrino, cada año escuchaba de sus labios aquella historia.
- Cuando me licencié me llamaron para trabajar en los garajes Cotisa, en Navalcarnero, provincia de Madrid. Y allí estuve un buen tiempo. De encargao del garaje. Y lo bien que lo entendía, pregúntale a la Victoria. Pero ¡quiá! donde esté lo de uno que se quite lo demás. Y la tierra. Siempre hay que volver a la tierra, no te olvides de eso. La tierra, majo, que es como la madre de uno. Así que cuando el amo me dijo que me quedara definitivo le dije que no, que yo me iba arreando p'a lo mío. P'a mi huerta. Así que le dije a la Victoria "vámonos p'allá, a lo mejor no salimos de pobres pero comeremos de lo nuestro y no tenemos que darle explicaciones a nadie". Y aquí andamos.
Y el niño ponía cara de admiración mientras se imaginaba, sin lograrlo, al tío con treinta años menos, gorra de visera y aparcando un cadillac de época con esmero. Pero la realidad del tío abriendo el portón de la huerta era algo mucho más sublime, más mágico, mucho más importante para el niño zangolotino a quien los pantalones cortos comenzaban a caerle como a Cristo dos pistolas.
Y, al fin, penetrar en la huerta era como traspasar las puertas del paraíso. La huerta del tío no era cualquier cosa. Era una huerta con fundamento. Trabajada con la mano de la experiencia y el sudor abnegado de quien vive de lo suyo. Aunque estrecho, pero de lo suyo. Con amor, como hay que hacer las cosas. Y la ceremonia, siempre presentida, pero siempre espléndida de la charla agrícola.
- Estos de aquí los injerté el año pasado pero no se han dao, yo creo que p'al año que viene darán buenas peras de agua. Mira esas manzanas en el suelo, míralas todas dañadas por la piedra, mira, coge una.
Y el niño miraba atónito aquellas manzanas aún verdes llenas de agujeros atroces. Y mientras revisaba aquel destrozo miraba al cielo limpio de Julio y se preguntaba cómo era posible que el que mandaba todo aquello de los meteoros tuviera tan poco respeto con el tío Francisco, que total vivía de lo suyo sin meterse con nadie, como para mandarle todos los años aquellas piedras traidoras que acababan con las cosas en un santiamén. La clase continuaba ante los ojos atónitos del niño metido a aprendiz de hortelano.
- Las berzas están ya grandes, y las vainillas se están dando muy bien este año. Ayer me llevé tres carretillas y hoy me llevaré otras tantas.
Dicen que si Dios no da hijos el diablo, en un momento dado, puede otorgar sobrinos y el tío se sentía tío con una frecuencia inusitada y tierna.
- No te comas ésa pera, jodido. ¿O es que no ves que está sapeada?.
Tras el paseo siempre llegaba la hora del almuerzo. Tío y sobrino se sentaban a la sombra escasa del chamizo, mientras el niño sacaba las cosas que la tía Victoria había metido en el fardel y el tío se entretenía en sintonizar en el transistor Radio Nacional de España.
- Van a dar el parte. A ver qué dicen.
El almuerzo, con algo de la matanza y alguna cebolla tierna y jugosa recién excavada, allí, bajo el chamizo, frente al espantapájaros que con tanta dedicación se ocupaba de la hacienda del tío, acababa siempre con alguna historia repetida, no digo que no, pero siempre fascinante.
- ¿Cómo están los mozos por Hacinas?
Los mozos a los que se refería el tío rondaban los sesenta y muchos, como él, y habían dejado la mozandad hacía algunas décadas.
- Ahí andan.
- ¿Te he contado alguna vez lo de la noche que salieron a darme palos?.
Alguna vez habían sido unas cuantas, pero el niño, que cuando quería se lo sabía hacer, ponía una carita así como de sorpresa y disimulaba como podía.
- Fue cuando empecé a hablar con tu tía. Una noche volvía a Salas y a mitad del camino, allá por la caseta, me salieron unos cuantos con palos, porque era forastero y no gustaba que uno de fuera hablase con una chica del pueblo. Sobre todo si no pagaba unas cántaras en la taberna.
- ¿Y qué pasó?
- Pues que cuando aquello se puso mal apareció de repente un hombre envuelto en una capa y les echó a todos a patadas de allí. Se ve que le tenían respeto. Me salvé por poco de que me deslomaran allí mismo.
- Y tío, dígame, ¿quién era el hombre?
- Pues tu abuelo que estaba avisado por alguien de lo que tramaban aquellos envidiosos. ¡Qué tiempos, hijo, qué tiempos!
Y el tío rompía en una carcajada estruendosa mientras dejaba escurrir por el bigote otro chorro de vino clarete de la bota y recordaba, casi entre penumbras, los palos que no le dieron y el trago amargo que no tuvo que beber. Y mientras las historias se agotaban y la carretilla se llenaba de vainillas verdes y jugosas, el niño sentía que ese mundo era mágico y, sobre todo, era de él, de su tío. Todo su mundo peculiar y duro. El que él eligió y en el que sin duda fue feliz. Sin tener que fichar un solo día ni aparcar el coche de nadie. Porque lo quiso así.
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Una mañana de invierno sonó el teléfono más temprano que de costumbre. La noticia sonó por toda la casa como una bomba. Los fríos del invierno, esta vez, se habían atrevido a más que otras veces. No solo habían helado los ciruelos de la huerta del tío Francisco, que hay que apañarse, con el trabajo que le habían dado los injertos para que prendiesen, no, esta vez los fríos habían llegado más lejos. Esas navidades tristes los fríos habían helado el corazón del tío hasta reventárselo dentro del pecho una madrugada desdichada de Enero. El niño oía desde la cama, allí acurrucado, cómo la noticia pasaba de boca en boca.
- Han llamado de Salas. Dicen que al tío le ha dado un amago. Que está muy mal. Hay que salir para allá cuanto antes.
El niño lo recordó todo aquella tarde en Aranda, camino de Salas, en la hora larga que estuvo detenido el seiscientos azul de su padre mientras esperaban que pasara la cabalgata de Reyes. Y lo recordó con detalle. En especial las mañanas en la huerta escuchando las lecciones de horticultura que impartía su tío como quien cuenta un cuento.
Y el niño tuvo la sensación de que la piedra de ese año iba a caer en valdío. Y que nadie, ya nunca, iba a cuidar aquellos árboles con el cariño, y la dedicación de su tío. Que alguien muy importante había decidido que ya era hora de terminar con aquel dejarse la vida luchando con la naturaleza.
“Que la tierra es como la madre, hijo mío, y hay que volver a la tierra”.
Manolo Díaz Olalla
(Publicado en la Revista "Amigos de Hacinas", en fecha indeterminada del último decenio del siglo XX)
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