domingo, 22 de agosto de 2010

La bicicleta



¿Dónde habrán ido a parar las cosas de nuestra vida? ¿ Dónde estarán esas cosas mágicas que fueron y ya no son pero que permanecen aquí en la cabeza y, a veces, allí en el corazón, durmiendo el sueño de los justos para despertar por un momento, como en una neblina dulce, cuando menos nos lo esperamos? ¿En qué hoguera habrán ardido, quién se vio obligado a tomar la determinación de firmar su sentencia de muerte, o a adherir su acta de defunción a beneficio de algún inventario por derribo?

¿Con qué derecho alguien hizo retales de aquél pantalón campana tan vistoso que tanto le gustaba para salir los domingos, o a envolver arenques con aquél trozo de papel de estraza en el que usted escribió con tanto dolor aquellos versos primerizos y, digamos la verdad, algo horteras, la tarde en que su primera novia decidió irse con otro sin darle más explicaciones? ¿En qué carpeta dormirán las fotos de aquélla excursión veraniega a la peña villanueva o en qué caja de cartón roído se oxidan los candiles de la abuela, las estrébedes mugrientas o la cazuela de cobre en la que la Julia derretía las almendras garrapiñadas unos días antes de la fiesta de Regumiel?

¿Usted sabe algo de eso? Dígalo, por Dios, y no permita que sigamos creyendo que todo fue un sueño y que si de verdad hubo algo de todo aqueéo ya se esfumó como por encanto y que nunca vamos a poder reunir todas ésas cosas para sentirlas cerca otra vez y para que nos devuelvan, si es que pueden, algo de aquélla paz que sentíamos y que tanta falta nos hace.

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A propósito ¿usted sabe algo de mi bicicleta? ¿Tiene alguna pista que me pueda indicar dónde se encuentra? ¿Usted tiene algún indicio que me lleve hasta algún basurero donde quizás se pudra aquel manillar tan hermoso del que colgaban unas cintas de colores o aquel sillín de cuero, que era de todo menos anatómico, o aquella cadena tan engrasada que daba gloria verla? ¿Sospecha usted si se hicieron con ella piezas para recambios y ahora recorre el mundo por diferentes senderos? ¿O a lo mejor debo buscar en algún desván polvoriento o en alguna chatarrería destartalada? Dígame algo, hombre, no sea usted así.

Yo, por mi parte le puedo dar algunos datos, no vayamos a desesperarnos tan pronto. Se trata de una bicicleta Orbea, de color azul, de las que decíamos de señorita. Nunca entendí bien qué tenía que ver el hecho de que llevando una barra longitudinal por delante del sillín se pudiera clasificar el sexo del conductor. Es más, le diré que, en tiempos remotos me llegó a mortificar bastante aquéllo de que mi bicicleta no mereciera el título de vehículo de señorito. Cosas de la adolescencia. Pero me caía bastante mal que Gabri o Angelito o el mismo Julio, sin ir más lejos, se creyeran más hombres que uno por que su bicicleta tuviera barra por delante. Y mira que me esmeraba en explicarles que más bien debía ser todo lo contrario, que en caso de un frenazo brusco era más razonable y más adecuado a las cuestiones anatómicas del varón el que no llevasen barra. Pues nada, que no había manera con ellos.

- No te dará vergüenza, ¡con ésa bicicleta! Pues con nosotros no vienes si vamos a nidos. Así que ya lo sabes.

Y es que mi bicicleta ya tenía su historia cuando yo la estrené. En realidad se trataba de una herencia que yo recibí de mi hermana Mariví quien había sido su propietaria durante unos años. Pero estaba espléndida el día que me la entregaron. Habrá que reconocer aquí que mi hermana ha sido siempre muy cuidadosa con sus cosas. En el fondo yo sé que era le envidia de todo Barrio la Fuente y de parte de los Cubillos. Por eso no me dejaba atormentar con aquellos comentarios tan maliciosos. Tenía, y debe seguir teniendo, un golpe en el guardabarros delantero y el eje del manillar algo torcido hacia la derecha. Fue a raíz de un accidente que tuve muy aparatoso y que me pudo costar algún hueso aunque, en realidad, lo que sí me costó según parece ya que no recuerdo bien los detalles -cosas de la amnesia que produce la contusión craneal - fue un baño a deshoras y quedarme a pié un mes aproximadamente. Déjeme que le explique.

Era el día que la estrenaba. Ansiaba ése momento desde hacía mucho tiempo y aquel día todo parecía sonreír a mi alrededor. Mi padre había llegado el día anterior de Madrid con la bicicleta cargada sobre la baca del seiscientos y era algo soberbio verla allí, reluciente, recién petroleada, en el portal de la casa de la abuela, con su marca orbea estampada sobre el lomo, su dinamo nueva, sus cámaras hinchadas a toda la presión y su bomba como de plata. Recuerdo que pasé aquella noche casi sin dormir esperando el momento de cogerla. Por la mañana no me permitieron estrenarla porque había que hacer otras cosas y toda la familia quería estar presente en tan maravilloso acontecimiento. Ya por la tarde me la entregaron ante toda la familia que, solemnemente, se había sentado en el poyete que hay en la puerta de la casa de la abuela, como si estuviera asistiendo al estreno de algún espectáculo. Yo, está mal decirlo, ya conducía bicicletas desde hacía unos meses y no necesitaba ésas ruedecitas traseras tan bochornosas con las que amargan la existencia a algunos principiantes y son motivo de mofa y escarnio por parte de los más experimentados. A ratos, y cuando nadie nos veía, Jesusín y algunas otras almas caritativas me dejaban las suyas para que me fuera entrenando y no tuviera que hacer mucho el ridículo el día del estreno.

Recuerdo que la cogí en la puerta y pasé unos minutos haciendo demostraciones sencillas, pero muy artísticas, ante los ojos complacientes del público congregado en la explanada de delante de la casa de la abuela. Recuerdo también que hubo hasta exclamaciones de asombro y aplausos por lo bien que era capaz de sujetarme encima de ella sin caerme. Exhibiciones de mi sentido del equilibrio que me sorprendían a mí mismo -y a mi madre más-  que venían a contradecir la opinión generalizada que tenía mi familia de que yo era, en realidad, un auténtico patoso. Recuerdo que me fui envalentonando con todo aquéllo y decidí dar una prueba más contundente de mi maestría ciclística y me propuse hacer un trayecto más largo y por plena vía pública.


Subí hasta el royo pedaleando mientras la familia y todos los invitados permanecían sentados y atónitos en la puerta de casa. Una vez arriba me detuve, giré hacia abajo y me santigüé tal y como hace ahora Olano antes de empezar una contrareloj. Comencé a pedalear cuesta abajo de una manera frenética alcanzando una velocidad muy preocupante hasta que llegué ante la puerta de la casa de Pedro y observé allí, por un instante, los gestos de perplejidad que se habían dibujado, de repente, en las caras de todos los asistentes a la demostración. Recuerdo en especial la de mi padre, entre incrédula y horrorizada. Pero ya no se podía dar vuelta atrás y opté por terminar el espectáculo según lo tenia planificado. Decidí girar entonces hacia la izquierda, por la calle que va hasta la casa de Timoteo, pero algo falló. En concreto que había olvidado qué había que hacer para detener aquello o, al menos, para aminorar su velocidad. Y con las mismas giré a la izquierda por aquella calle a una velocidad bastante impropia para una curva semejante. Recuerdo muy bien lo que vi. Se trataba de una vaca enorme, semejante a un miura pero con más cuernos y más trapío. Una vaca que, prácticamente, ocupaba toda la calle con su caminar cansón pero con tan mala ubicación que no dejaba ni un resquicio mínimo para que hubiéramos buscado una solución física que nos hubiera convenido a ambos. Y ya que ella no se apartaba tuve que hacerlo yo.

Hay decisiones que uno debe tomar en milésimas de segundo. Que a veces son decisiones muy complejas en las que intervienen cosas tan sublimes como el instinto de supervivencia y los reflejos automáticos que determina el tronco del encéfalo. Y, a menos de un metro de aquellos cuernos afeitados por el tiempo y de aquellos ojos de vaca incrédula, opté por estamparme contra la pared de piedra del huerto de Pablo y evitar males mayores. Ahí es donde se agota mi memoria. Ya no recuerdo nada más. Pero tengo la suerte de que existieran testigos presenciales que me han ayudado mucho a recomponer ese pasaje lamentable de mi biografía. En especial el relato que sobre los hechos hace mi amigo Julito, que se encontraba entre el público asistente.

Sostiene Julito que el impacto fue dramático, que la desolación inundó los corazones del público asistente y muy especialmente los de mis familiares directos. Que todos se apresuraron a recogerme del suelo temerosos de mi estado de salud y que una vez verificado que me encontraba vivo aunque magullado y observar como el otro animal, se refiere al otro, se chospaba todo tras el impacto emocional y trasponía calle abajo en dirección desconocida, mi padre, que dirigía las tareas de salvamento, dio instrucciones para que fuera introducida mi cabeza en un caldero de agua recién traída de campo los muertos -me imagino que con el objetivo de espabilarme, aquí no coincido con la versión del testigo que opina que fue con el de ahogarme- y fuera requisada aquella bicicleta, o lo que quedase de ella, hasta nuevo aviso.

Costó mucho volver a recuperarla. Hubo que hacerle varios arreglos para que nuevamente quedase en uso. Y hubo que trabajar mucho con mi padre para que volviera a autorizar su circulación. Por eso le digo que el golpe del guardabarros y la torcedura de la quilla son datos muy importantes para su reconocimento.

Se trataba de una época en la que por las calles de Hacinas circulaban más vacas que coches y es una pena que aquel vehículo prodigioso que tantas aventuras corrió conmigo se encuentre en paradero desconocido y no haya manera de volver a encontrarlo.

No entiendo muy bien por qué desaparecen estas cosas, ni quién se encarga de liquidarlas, ni con qué derecho. Hace falta que vuelvan a nuestro lado para acabar de convencernos de que no todo ha sido un sueño.

Ayúdeme a encontrar mi bicicleta. Hemos vivido tantas cosas juntos que se me hace muy difícil continuar si ella. Oriénteme si es que tiene alguna pista.

Le aseguro que me hace mucha falta volver a encontrarla.

                                                                                                                               Manolo Díaz Olalla
(Publicado en la Revista "Amigos de Hacinas" en fecha indeterminada del último decenio del siglo XX)



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