martes, 17 de agosto de 2010

Rayos


Hubo una época en que los rayos caían del cielo como maldiciones bíblicas y acababan con las cosas y hasta con los hombres sin que nadie pudiera hacer nada por evitarlo. Cuando las tardes de verano se ponían negras como dicen que son las bocas de los lobos, las copas de los árboles se erizaban como los lomos de los gatos y embriagaba en el aire el olor inconfundible de la tierra mojada, el niño buscaba como un loco las faldas negras de la abuela y se agarraba a ellas como si en ello le fuera la vida.

- Cállate la boca y siéntate, que vamos a rezar el rosario.

Antes del segundo misterio se desataba más allá de la ventana un estruendo de agua, truenos y saetas de fuego y la abuela suspendía el rezo para entornarla, apagar la luz y atusarse por un instante el mechón rebelde -era toda la rebeldía que ella se toleraba- que le asomaba por debajo del pañuelo. A veces exclamaba levemente: "¡Virgen Santa!" y cabeceaba con resignación para volver a comenzar.

- Misterios Dolorosos del Santísimo Rosario. Por la señal de la Santa Cruz....


- Abuela, que toca el tercero.

De repente el cuarto se alumbraba con un fogonazo violento y el niño se tapaba los oídos mientras desgranaba con los dedos la cuenta que su padre le había enseñado: uno, dos, tres, cuatro... El ruido ensordecedor del trueno hacía temblar los cristales y el niño multiplicaba cuatro por trescientos cuarenta.

- Abuela ése ha caído a un kilómetro, ¡a lo mejor por la Hontana!


- Cállate la boca y sigue rezando. "Santo Rosario, por la señal..."


- Abuela ¿quién estará de boyero?


- Cállate la boca y aplícate..... "de la Santa Cruz, de nuestros enemigos..."


- Abuela pero si ya íbamos por el cuarto!

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Al niño nunca le gustó que los rosarios de las tormentas durasen cuatro veces más que los de los días que hacía buen tiempo. Sobre todo porque no había un orden ni una regla, ni sabía uno a qué atenerse. Si otro fogonazo espantaba el comedor atravesando el pequeño resquicio de la ventana -uno, dos, tres, cuatro.....diez- todo volvía a comenzar como si nada hubiera pasado.

- Diez por trescientos cuarenta ¡Abuela, ése ha caído por Carazo!

A la abuela no le gustaba nada que el niño se distrajera tanto, ni que anduviera echando cuentas que ella no entendía mientras se rezaba, ni mucho menos que se las diera de meteorólogo, ni de experto en geografía rural, el mocoso...

- ¿Cómo que en Carazo? ¿No te das cuenta que viene por Cabezón? Cállate la boca y sigue rezando: un Ave María a Santa Bárbara.... Dios te salve María...

- Abuela, ¡pero si ahora vienen las letanías!

Hubo una época en que los rayos caían del cielo hasta por gusto y las abuelas y los niños se encerraban a oscuras, casi temblando, para rezar y discutir de física. Las rigueras corrían sonoras y desde la ventana de la abuela, que era la ventana del mundo, todo se volvía gris, inhóspito, cruel. El niño nunca entendía el por qué de aquella furia, de aquella violencia en el cielo. La abuela sí lo entendía. Estaba claro para ella que todo se debía a que los hombres pecadores provocaban la ira de Dios. Por eso se afanaba en rezar y rezar para pedir el perdón por los pecados del mundo. El niño contribuía a ello como podía. Pero la verdad es que nunca lo tuvo muy claro. Sobre todo aquélla tarde en que el resplandor y el ruido surgieron a la vez ante la perplejidad del aprendiz de físico.

-Uno...

No pudo terminar la cuenta. Ni siquiera pudo despegar el primer dedo de su mano cuando un estruendo poderoso, pétreo, violento, sacudió el cuarto

- Abuela,  cero por trescientos cuarenta son... abuela... ¡éste ha caído aquí!

La abuela no movió los labios y dejó que se le helara en la boca el décimo ora pro nobis de la tarde. El niño corrió como un loco hacia la puerta cerrada a cal y canto y entreabrió un poco el cuarterón.

- ¡Abuela, el Sagrado Corazón ya no está! !Se ha ido!


El niño volvió al cuarto sin entender qué pasaba y se acercó a su abuela que permanecía inmóvil frente a la ventana entornada. El niño se dejó abrazar por la abuela quien, más que nunca, lo apretaba contra su pecho. El niño y la abuela permanecieron horas enlazados, casi sin mirarse, rodeados de un silencio extraño y tenso, tan solo reventado por algún trueno lejano y por el arrebato musical de las cunetas rebosantes de agua. Más allá de la ventana el mundo anochecía, la tormenta se alejaba hacia Castrillo y las cosas todas habían dejado de tener sentido. De las manos arrugadas y tiernas de la abuela colgaba el rosario de cinco misterios.

Hubo una época en que los rayos caían del cielo sin que nadie lo pidiera A veces sin que nadie lo entendiera El niño pensaba que por encima de cualquier otra cosa aquéllo de los rayos debía ser muy serio. Desde luego él no conocía ninguna otra razón tan importante como para que la abuela cambiase hasta el orden de las letanías.

- Refugium pecatorum.


- Ora pro nobis.

A veces el rosario se terminaba y el niño podía salir a la calle a verificar qué había pasado en el mundo Los charcos, los tejados chorreando por sus canalones, las ramas de los árboles vencidas... todos aquellos restos de la tormenta, como si fueran de una batalla desproporcionada, daban al mundo un aspecto diferente y nuevo, todo un escenario distinto para explorar, para averiguar cosas insospechadas A veces el niño tenía ocasión de comprobar si sus vaticinios eran correctos y si esas cuentas que la abuela no entendía eran algo más que hipótesis de trabajo.

- Vamos al palomar. Dicen que un rayo ha matado unas vacas.

El niño miraba aterrorizado a aquéllos animales tendidos en el suelo, con los pelos chamuscados, los vientres hinchados como sapos y aquella espuma espesa asomando por los hocicos. El niño estaba perplejo ante aquéllo. El niño cerraba los ojos y recordaba: "uno, dos tres, cuatro... ¡justo! éste ha sido el de la Hontana".

Otras veces las noticias que traía la calma eran crueles, inexplicables y llegaban por boca de hombres desencajados, calados hasta los huesos, que venían en motos, temblando de miedo

- Un rayo ha matado a un hombre en Carazo.

El niño, enfundado en su impermeable nuevo y con los ojos bien abiertos para no perderse ni un detalle, oía aquellos relatos confundido, mientras los mayores juraban, miraban al cielo y se tragaban otra copa de orujo para tragarse también otro poco de rabia. El niño cerraba los ojos y echaba su cuenta por dentro: "éste ha sido el de diez, seguro ¡Para que luego diga la abuela que venía por Cabezón!"

- ¿Tú qué dices'?


- Nada. Que tengo una abuela que no entiende nada de física.

Hubo una época en que los rayos caían del cielo sin misericordia. Eran unos rayos atroces, bíblicos. Eran unos rayos que no respetaban nada. Que partían árboles, vacas, hombres. Eran unos rayos que hasta partían sagradoscorazones sin ningún pudor y sin ninguna vergüenza. Ya no quedan rayos como aquéllos, en eso desde luego hemos salido ganando. Debe ser verdad lo que decía la abuela sobre que los americanos y los rusos, con tanto andar por el espacio, iban a organizar alguna.  Están acabando con la capa de ozono y con las tormentas. Vamos a ver sí no acaban con más cosas.

Hubo una época en que los rayos caían del cielo para que las abuelas y los niños se encerrasen a oscuras a rezar sin orden y a discutir de geografía. Eran unas tardes tensas, tristes, llenas de miedo y de sobresaltos Unas tardes que no terminaban nunca.

Hubo una época en que los rayos caían del cielo como maldiciones bíblicas y acababan con las cosas y hasta con los hombres, sin que nadie supiera por qué. Sólo la abuela lo sabía y se fue sin explicárnoslo.

Manolo Díaz Olalla
(Publicado en "Amigos de Hacinas" en fecha indeterminada del último decenio del siglo pasado)
(Fotografía de Mauro, 2004. Tomada de http://www.taringa.net/)
(La fotografía del Sagrado Corazón de Hacinas, en su versión actual, tomada de http://www.gabyrulo.es/)

Nota del autor: como se observa la actual imágen del Sagrado Corazón de Hacinas está acompañada de un para-rayos en su parte dorsal, como medida preventiva de otro episodio como el que aquí se narra y que acabó con la anterior imágen allá por el año 1970

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