martes, 30 de diciembre de 2008

TÍA CASILDA




Siempre he pensado que cuando muere alguien que nos quiere, morimos nosotros también un poco. Si la ecuación no falla, mi familia, Hacinas y su gente nos hemos dejado un pedazo de vida, desprendida brutalmente, como a jirones, este pasado mes de Octubre.

Porque murió Casilda, mi tía Casilda. Esa mujer que durante toda la vida ha significado tantas cosas para mí. Tantas que su presencia permanente es imposible desprenderla de ninguno de mis recuerdos de Hacinas. Si me preguntasen no sabría ahora decirles en qué momento, en qué historia, en qué aventura, en qué pasaje de mi vivencia personal en Hacinas, ese periplo fundamentado que desde hace años desgrano pasaje a pasaje en estas páginas como si de los capítulos de una novela se tratara, no está presente mi tía Casilda.

Porque lo está en todos, directamente o asumiendo el papel protector, el papel de la madre, esa madre que encontraba cada verano y con la que me sentía tan bien. Era el refugio en que uno haya calor y todo lo que necesite para que la vida sea un poco más confortable. Tan sustancial y definitivo cobijo que siguió ejerciendo todos esos roles a través de los años. Y lo hizo tanto y tan bien que ahora Hacinas, sin su presencia física permanente y espléndida, ha perdido para mí gran parte de sus alicientes. Y para toda mi familia en conjunto.

Mi tía Casilda era una mujer entera. De una sola pieza, como nos han dicho siempre que se tiene que ser. Sin dobleces y, cuando era preciso, llamando a las cosas por su nombre. Fiel a sus principios siempre y a su manera de ver las cosas en todas las ocasiones, esa actitud ante la vida le acarreó más de un disgusto y más de dos incomprensiones. Pero esa sinceridad sin matices era, según creo, otro de sus encantos. Y uno de sus grandes valores en unos tiempos en que decir lo que se considera correcto o lo que los demás quieren oír es la actitud más ventajosa. Al menos la que menos quebraderos de cabeza produce. Pero si escribo aquí este semblante canijo ante la enormidad de sus merecimientos es más por hacer presente mi dolor y el de toda mi familia que por darles a ustedes una información que, después de tantos años de conocerla, se aporta sólo por añadidura.

Mi tía Casilda era la portadora de la información completa del archivo familiar y de todas las cosas que, de Hacinas, merecía la pena conocer. Era una enciclopedia del pueblo y su gente, completa y en varios tomos, en especial cuando era auxiliada en esa tarea por su marido, Caprasio. Nos hemos quedado huérfanos con su partida, y eso es lo que más angustia provoca, pero también nos hemos quedado sumidos en la más absoluta oscuridad sobre nuestro pasado y sobre nuestros orígenes, en la más terrible amnesia colectiva, en la desmemoria más categórica. Será difícil a partir de ahora que esta familia sepa de verdad a dónde va y de dónde viene. Aún no hemos tenido el tiempo necesario para comprender cómo vamos a echar de menos sus enseñanzas, sus explicaciones y el relato de los acontecimientos fundamentales de su vida, que eran los de las vidas de todos. Teníamos que haber andado más listos, pero la parca cruel e inexplicable se nos adelantó otra vez. Y, en esta ocasión, además de solos nos dejó sin referencias. Y ni se imaginan cómo me arrepiento ahora de haber andado a escape tantas veces, como hubiera dicho ella, y no haber invertido más tiempo en sentarme a su lado para aprender más de sus vivencias.

Mi tía dominaba como nadie los tiempos y los espacios de nuestro pueblo. Era un pozo sin fondo de sabiduría popular y de cultura hacinense que, como saben, es sólida y amplia. El mejor chascarrillo, la poesía más sentida, la copla más olvidada o la explicación más detallada y completa sobre usos y costumbres locales brotaban de su boca cuando la ocasión lo demandaba abriéndonos los ojos sobre ese tesoro colectivo que es propiedad de todos.

Aunque nunca presumió de ello tengo que hacer honor a la verdad y decir aquí que degustando sus platos y su conversación he pasado a su mesa momentos irrepetibles junto a mi tío Caprasio. Seguro que se han dado cuenta que el corazón y el estómago andan muy cerca y se relacionan más de lo que pensamos. Comer y cocinar son siempre actos de amor. A quien queremos nos lo comeríamos y quien bien nos quiere… nos guisa siempre una comida maravillosa. O eso nos parece porque, según lo que defienden los teóricos psicosomáticos, al comerla engullimos “simbólicamente” también y de alguna manera al cocinero que tanto se esmeró en complacernos. Bueno, dejémonos de teorías porque lo que quiero explicar es algo más prosaico: en uno de mis últimos viajes a Hacinas mi tía Casilda nos regaló a mi tío y a mí uno de los rellenos de cocido más sublimes que yo haya probado nunca.

Ese matriarcado feliz que fue la familia Olalla Molinero encontró durante muchos años que mi tía Casilda era el pilar básico en que apoyarse y la persona que asumió en nombre de todos las tareas familiares. Esa circunstancia le marcó de alguna forma toda la vida ante la realidad ineludible de que los hermanos abandonaron pronto la casa llamados por su vocación y las hermanas, mayores que ella, ya habían partido cuando ella se hizo mocita. Por ello y por sus cualidades fue siempre el punto de referencia más importante de la familia. Ella lo sabía y, sin querer darle la importancia que merecía, asumía ese papel con entereza y generosidad.

Su desaparición repentina e inesperada nos coloca otra vez ante el vértigo de la incertidumbre de nuestro futuro. Caprasio, Isabel, Pere y Mario, como todos los demás miembros de la familia, nos hemos quedado solos de solemnidad. La cercana y dolorosa muerte de mi madre, Agustina, hace algo menos de dos años, que ella tanto lloró y la más reciente desaparición de su prima Mercedes, va situándonos ante la cruda tesitura de que una generación de esta familia está diciendo adiós.

Mi tía Casilda se ha ido y aun nos parece mentira que haya podido pasar esto. No sólo nos hemos quedado huérfanos sino que su partida nos sume en el olvido y la ignorancia de las cosas que son y han sido el patrimonio de todos. Porque la llave de todos los secretos se ha ido con ella.

Y, francamente les digo, no sé qué vamos a hacer ahora.




Manolo Díaz Olalla

(Publicado en "Amigos de Hacinas, Diciembre de 2008)

martes, 9 de diciembre de 2008

POZOS SIN FONDO



Cada uno es muy libre de tener sus miedos y sus fobias. Yo he vivido muchos años con la angustia de tener que enfrentarme alguna vez al abismo que no tiene fondo y nunca encuentra un final. Creo que debe ser un temor infantil, una fijación de épocas remotas que no he sido capaz de superar del todo. Me imagino al borde de un precipicio o ante un pozo oscuro en el que no se puede vislumbrar dónde está el fondo o si es que tiene, y esa sensación es sencillamente insuperable para mí. En especial si esa sima desconocida está llena de agua.

Si me pongo a pensar creo que todo empezó siendo yo muy niño, cuando me contaban las historias del pozo del castillo de Hacinas. No sólo las que hablaban del becerro de oro que allí se encuentra, y nunca he dudado que así sea, sino sobre la fábula inquietante de que ese pozo esconde secretos inescrutables. Siempre oí que se comunicaba con la fuente de la pililla cercana, en el camino que va desde el camposanto a la era de Pedro (qepd) e, incluso, recuerdo bien que muchos contaban aquélla historia de la burra que viajaba después de ahogada, porque tras caer al pozo del castillo vino a aparecer, hinchada como un escuerzo algunos días después en esa pililla ante los ojos atónitos de unos segadores que bajaron hasta allí para aliviarse del calor. Entra dentro de la lógica, lo diremos, pues resulta más que probable que ese pozo sea en realidad el acceso al sistema de galerías subterráneas que las fortalezas medievales tenían para facilitar la huída discreta de sus moradores en caso de asedio prolongado. Si eso es así hay dos detalles de aquélla historia que aún no me quedan claros: por qué los acaudalados moriscos abandonaron en su huída por cuevas y galerías aquél tesoro del becerro y quién, años después, subió aquélla burra al castillo. O a lo mejor es que se trataba de una burra suicida. La cuestión es que, pozo o túneles excavados, aquélla sima que se abría en la roca del castillo no tenía fondo para un gurriato como yo en la época de los miedos insuperables.

Otro pozo sin fondo que marcó mi infancia, mucho más contundente y rotundo que el del castillo, fue la Laguna Negra de Urbión. Aquél lugar, mágico también, tiene su propia leyenda. Oí contar siendo muy niño que nunca había sido encontrado el fondo de esa laguna. Daban hasta detalles de los hechos probados:


- Al parecer han venido aquí muchas veces gente de ICONA, y los de “El Hombre y la Tierra” y de muchos sitios, y se han puesto en el centro de la laguna y han hecho pruebas con unos aparatos especiales de ultrasonidos que tienen y no han encontrado el fondo.
- ¿Y con una cuerda plomada han probao?
- También
- ¿O sea que no tiene fondo?
- No tendrá… ¡qué sé yo!
- Pues yo me salgo ya que me está entrando canguis
- ¿Pero no te estoy diciendo que es en el centro?… Si aquí nos llega el agua por las pantorras!
- Por si acaso..
- ¡Qué ganas tengo de versos..!
- ¿Cómo de versos?
- Sí, hombre, de versos trasponer y que me dejéis bañarme tranquilo…

Durante años pensé que aquello era un cuento para impresionar a forasteros e incautos. Pero descubrí después que, con menos detalles aunque sin un resquicio de duda, ese preocupante asunto formaba parte del imaginario colectivo, de la leyenda viva, que, generación tras generación pasaba de unos a otros para que de esa manera no se extinguiera la tradición oral. Fue cuando leí el romance de Don Antonio Machado llamado “La tierra de Alvargonzález” (de Campos de Castilla, 1907-1917). Este poema relata una conocida leyenda soriana: los hijos mayores de Alvargonzález matan a su padre para heredar sus tierras, pero estas están malditas, y arrojan su cuerpo a la Laguna Negra. Pero lo sorprendente es cómo reconoce el poeta la curiosidad más turbadora de la laguna. Lean si no:

“Hasta la Laguna Negra, bajo las fuentes del Duero, llevan el muerto, dejando detrás un rastro sangriento, y en la laguna sin fondo, que guarda bien los secretos, con una piedra amarrada a los pies, tumba le dieron.”

No creo que a Don Antonio le contaran también lo de los técnicos del ICONA. Pero está claro que quien me lo contó hace tantos años no hacía más que servir de eco a una leyenda arraigada hasta los tuétanos en la conciencia y hasta en la mitología popular.

Les diré que pensé muchas veces en el cuerpo atormentado del pobre de Alvargonzález y me pregunté dónde habría ido a parar en caída libre si nada le hubiera detenido. Algo le detuvo, sin duda, porque según el poema del insigne sevillano se apareció después a su infame prole a pedirles cuentas y a amargarles la vida, lo que aquí entre nosotros tenían más que merecido. Pero pude averiguar que si no hubiera sido así el cuerpo del atormentado labriego soriano hubiera salido del globo terráqueo cerca de Nueva Zelanda. La burra del castillo, por ejemplo, si no se hubiera detenido en la pililla y hubiera seguido cayendo sin parar por el pozo sin fondo hubiera visto la luz, es un decir, en el punto exacto que aprecian en el mapa, que son las antípodas de Hacinas. Es decir donde viven unas gentes que, en relación a nosotros, llevan una existencia completa y cabalmente cabeza abajo.

Creo que siempre he tenido miedo a los abismos porque todas las historias a las que se les asocia son desasosegantes. Los pozos me inquietan pero aquéllos que no tienen fondo, aquéllos en los que uno cae y cae sin límite ni medida, hasta salir cerca de Wellington si el núcleo terrestre no te achicharrase antes, que no sé qué pintas allí, digo yo, sin conocer a nadie, esos para mí superan en mucho todo lo que me pudiera parecer razonable.



Manuel Díaz Olalla
(Publicado en "Amigos de Hacinas", Diciembre de 2008)

jueves, 7 de agosto de 2008

LATINAJOS




Cuando echo para atrás la imaginación y busco por ahí algún recuerdo infantil que me acompañe un rato casi siempre aparece Hacinas y, con frecuencia, en el suceso que rememoro figura algún latinajo de significado incomprensible pero, siempre, vinculado a alguna de mis actividades estivales preferidas, la de ayudar a Misa o la de acompañar a mi abuela en el rezo vespertino del Rosario. Ruego me perdonen lo aparentemente despectivo del término pero como ahora verán lo que yo en realidad entendía entonces nada tiene que ver con las expresiones auténticas y correctas de la lengua clásica.

A pesar de que el Concilio Vaticano II (1959 a 1965) concluyó cuando yo era muy niño la Misa se rezó en latín en Hacinas durante mucho tiempo después y siempre según el rito pre-conciliar. Monago diligente y aplicado escuchaba con atención los rezos latinos sin comprender nada de lo que significaban pero con tanto interés y dedicación que acababa por aprendérmelos de memoria. Bueno, diremos más bien que repetía, como un loro, lo que a mí me parecía que decían los curas.

- ¿Qué te tengo dicho, mostrenco? ¿Cómo se dice?
- Los señores curas, abuela…
- Eso está mejor.

Y también lo que decían los feligreses cuando respondían. Por cierto que ellos muchas veces pronunciaban también latinajos. De eso me fui percatando cuando algo mayor me dio por hojear el misal de cantos gastados de mi abuela intentando encontrar equivalencias entre lo errónea y dudosamente pronunciado y lo correctamente escrito.

Y me esforzaba por retenerlo para luego ensayarlo en mi cuarto, en el campo de fútbol o sentado en el poyo de casa mientras merendaba ese pan de hogaza recién untado de leche condensada cocida al baño maría, tan naranja y cremosa. Y decía para mis adentros: pan celeste estenachipian (1), y lo repetía hasta la saciedad porque el estenachipian ése me costaba retenerlo. Si tenía suerte y repasaba la lección con Julito o con Jesús, por ejemplo, la cosa se hacía algo más divertida y el resultado más contundente.

- ¿Qué dice el cura después de lo de estenachipian?
- Creo que lo de estabilimichismei salvusero (2).
- Sí, creo que sí, pero hay que escucharlo mejor porque no estoy seguro…¡cómo lo dice p’a él solo! Así no nos enteramos.
- Pues majo, pon más atención y ya verás. Como ayudas mañana luego me lo cuentas…
- Joé este año cómo te ha dao con el latín. P’a la propina que dan con que te sepas cuando hay que tocar la esquila y las cuatro cosas p’a ayudarle a vestirse vas de sobra…
- Pero bueno… ¿queremos ser ayudantes de categoría o de los que pasan sin pena ni gloria? ¿De esos que si un día faltas y no viene el sustituto ni el cura se entera de que no estás…?
- Bueno, venga sigue con los latinajos, pero luego me acompañas a por hojas para el cochino.
- Vale.

Si la cosa del rezo se ponía algo compleja recurríamos a reglas nemotécnicas. Tan malos éramos para eso que a veces las reglas eran más difíciles de recordar que la frase a la que supuestamente abrían el paso.

- A ver, vuelve a decir eso que te has inventado para cuando se lava las manos.
- Pon atención y no me digas que no te lo aprendes porque como estás sujetando la palangana lo tienes que oír bien clarito. A ver: “lavando a los inocentes las manos, te orinas” (3).
- ¿Pero tú estás seguro de eso de que te orinas?
- No, hombre, nos seas mostrenco, él dice lo otro pero yo no me atrevo a repetirlo… además en las reglas estas que nos estamos inventando no hay por qué decir las mismas cosas…
- En eso vas a tener razón… pero como me oiga mi abuela rezando eso me avía p’a rato…
- Pues ándate con ojo cuando la tengas cerca en Misa.
En realidad en lo que mi abuela ponía bastante atención era comprobar cómo respondía a los rezos del Rosario que, tarde tras tarde al caer el sol, rezaba en la cocina de casa entre Kyrie éleison y Christe éleison. La llegada de las letanías, aquella retahíla de frases en latín pronunciadas por la abuela con las pausas correspondientes entre frase y frase para que contestase los consabidos Miserére nobis u Ora pro nobis, según correspondiera, anunciaba que el Rosario tocaba a su fin. Su cadencia mantenida me sonaba como una pieza musical que iba in crescendo y me mantenía en tensión evitando así el bostezo presentido e, incluso, el sueño profundo cuando las hazañas del día habían sido demasiado grandes
Pero a veces no era posible. Comenzaba la cosa con las cabezadas anunciadoras del sueño cuando la abuela iba más o menos por el Mater inviolata, o el Mater intemeráta; pero al llegar al Virgo potens, o todo lo más al Virgo fidélis, me derrumbaba sobre el tablero de la mesa y no había quien me despertara. La abuela, sin descuidar su rezo, me propinaba algún codazo que otro intentando despertarme sin conseguirlo.
- No te duermas, cencerro, y contesta a las letanías como te tengo enseñado.
- Sí abuela, sigue.
- Ya no me acuerdo dónde me he quedado.
- Creo que en Rosa Mystica
- Bueno pues: Torre de David, Torre de Marfil, Casa de Oro…

Cuando se interrumpía a mi abuela en mitad de las letanías solía continuar rezándolas en castellano. Es como si hubiera estado atrapada en un trance místico para volver a la realidad ante una torpeza tan carnal como el sueño incontrolable y súbito del gurriato de su nieto. Descubrir cada noche de esta manera que mi abuela era bilingüe y cambiaba del latín al castellano con esa alegría me producía cierta desazón que intentaba solucionar, de nuevo, a base de bostezos.

- Que espabiles te digo o te doy un cocotazo. No te duermas que todavía te tienes que tomar la leche… A ver, ¿dónde me he quedado?
- En Refugium Peccatorum, abuela.
- Bueno pues… Consolatrix Afflictorum,
- Ora pro nobis
- Auxilium Christianorum
- Ora pro nobis…

Creo que durante años viví pensando que el latín era una lengua indescifrable y sin significado alguno que se repetía día tras días en los oficios religiosos, pero en realidad lo que se rezaba eran fórmulas mágicas que aseguraban que vinieran cosas buenas para todos.

Con el paso de los años, es decir, a posteriori, he podido comprender que el latín abre caminos muy importantes al conocimiento. A grosso modo es una lengua que se habla de facto. Ni siquiera hace falta hablarla ex profeso. Si no lo hacemos de motu propio nos pillarán in fraganti y nos tocará rezar un mea culpa. No les dejaré mi currículum vitae in situ porque no busco que me concedan un accésit. Me conformo con intentar sorprenderles sin dejarles in albis y les recomiendo que lean la postdata antes de que crean que los latinajos me los he inventado yo y me he vuelto un orate.

Amen, que quiere decir, así sea.


Manuel Díaz Olalla

Nota del autor: los latinajos de más arriba se corresponden, según consta en el Misal de mi abuela, a las siguientes citas de la Misa latina:

(1) Panem cæléstem accípiam,
(2) ...et ab inimícis meis salvus ero.
(3) Lávabo inter innocéntes manus meas


(Publicado en la Revista "Amigos de Hacinas", en el número del Verano de 2008)

jueves, 3 de julio de 2008

Hacinas desde el aire: un corazón tendido al sol (breve crónica inspirada por la maravillosa fotografía que figura más abajo)




La realidad es un espejo que se ha roto en mil pedazos. Somos tan necios que cuando encontramos uno de ellos creemos que los tenemos todos sin llegar a entender que hay otros muchos trozos aún sin encontrar o en otras manos, y que sólo juntándolos todos tendremos la realidad completa. Como que ocurra eso es imposible, el auténtico reto permanente a la vanidad humana es el de no equivocarse y pensar, todos los días, que la parte que está en nuestro poder tan sólo nos da una visión parcial, y que conoceremos mucho mejor las cosas cuando podamos verlas, juntando otros pedazos, desde otras perspectivas además de desde la nuestra.

Navegando en internet, esa auténtica enciclopedia de nuestro tiempo, descubrí hace unos días esta fotografía de Hacinas tomada desde el aire. Debo confesarles que el hallazgo no fue casual y que soy un gran aficionado a las fotos aéreas. La visión del mundo que ofrecen nos explica la realidad de una manera que, con los pies en la tierra, nunca habríamos podido imaginar. Incluso aunque se trate, como es el caso, de una realidad cotidiana.

Somos peatones de la realidad, víctimas de este vivir pegado al suelo y de perspectiva limitada. Es verdad que en muchas ocasiones vemos poco más allá de nuestras propias narices y debemos reconocer ahora mismo que el individuo que sacó la fotografía, un forastero que a lo mejor nunca ha pisado sus calles, tiene una visión de Hacinas en su conjunto mejor que la que tenemos muchos. Agradezcámosle, también, que no haya sido un egoísta del conocimiento y que, además de verla con sus propios ojos, se haya tomado la molestia de brindarnos a todos esta panorámica fantástica de nuestro pueblo. Un mérito nada desdeñable considerando que, a mi modo de ver, hay que tener mucho valor para subirse en un artilugio como con el que, seguramente, se paseó por encima de nuestros tejados y nuestras boinas, sin una mala hélice ni un motorcillo de apoyo, aunque sea para una emergencia que digo yo, y a capricho del viento según sople, su sapiencia y su sangre fría para dirigir la vela.

Y eso que nosotros, como pueblo de altas miras, tampoco podemos quejarnos de perspectivas. Desde el Castillo, desde el campanario de la Iglesia o desde la misma cumbre de Sancirbián podemos gozar de un espectáculo de altura con Hacinas como protagonista. Incluso si nos acechara el vértigo más atroz y no quisiéramos asomarnos a ninguna de esas atalayas, seguro que aún podríamos encontrar, aunque sea en el fondo del trastero cubierta de cagadas de mosca y deslustrada por el paso implacable del tiempo, aquélla foto aérea de Hacinas tomada desde una avioneta, firmada por la casa Paisajes Españoles, de las que allá por los años 70 del siglo pasado tanto se popularizaron en nuestra tierra y fueron colgadas a destajo en paredes y muros.

Pero ni así lograríamos tener una visión en picado tan cercana y clarificadora como la que nos regala esta instantánea. Observen que se trata de Hacinas como un cuerpo tendido al sol, muy temprano por la mañana, como desperezándose, que nos muestra sin ningún pudor su sistema circulatorio de calles, callejas y caminos a punto de verse invadidos por la presencia humana. Si nos esforzáramos un poco reinterpretando nuestra visión horizontal con las referencias geográficas y naturales que se aprecian identificaríamos sin problema nuestras casas o las de nuestros vecinos a partir de sus tejados. En uno de ellos, el primero que se aprecia detrás del Ayuntamiento, se observa la sombra del intrépido fotógrafo. Sorprende el tamaño y la forma de las cosas una vez comparados con otros tamaños y formas más familiares, y la configuración espacial de las arterias de este cuerpo, todas dispuestas como para nutrirse de ese corazón indudable que es la plaza del Ayuntamiento. La Iglesia y el Castillo, fuera ya del lecho vascular principal aunque ocupando un lugar central y preeminente, se erigen majestuosos en el centro de la imagen sin caserío postrero. Detrás del castillo, el topónimo donde desde niño, eufemísticamente, me enseñó mi abuela que habrían de llevarnos a todos tras el último acto, y bordeado por el camino que va a la pililla y a la era de Pedro (qepd), aparece el camposanto, ¡ay!, que se vislumbra como un espacio tan geométricamente perfecto como lleno de recuerdos imborrables y tiernos. Al otro lado del castillo aún no llegan los primeros rayos de sol, y la visión simultánea de esta evidencia nos muestra la paradoja incontestable de que, tan cerca, unos viven en la luz mientras otros persisten aún en las tinieblas.

No se puede tapar el sol con un dedo pero, ¡oh privilegios de los arriesgados ícaros de nuestro tiempo!, el fotógrafo que vino con el viento consigue taparnos un buen pedazo del Barrio de San Pedro con la punta de la zapatilla, privándonos del deleite de la observación de sus casas, praos y arreines. La casa del cura, aún de pié en la imagen, nos aporta una referencia temporal y da a la instantánea un sentido histórico que todavía no habíamos descubierto.

Somos una tierra de pioneros y de emprendedores. Somos una tierra de gentes que nunca le han tenido miedo a mirar las cosas desde arriba. En Coruña del Conde, sin ir más lejos, se inventó la aviación el 15 de mayo de 1793, cuando un vecino de aquélla localidad, Diego Martín Aguilera, se lanzó desde el Castillo subido en una estructura de la forma de un pájaro tapizado de plumas que él mismo había construido, recorriendo 431 varas castellanas por el aire antes de estrellarse al otro lado del río. Somos una tierra de valientes inventores, pero también de ignorantes e intolerantes: cuenta la historia que al pobre Don Diego, genial precedente de nuestro amigo el fotógrafo aéreo, y una vez comprobado que su hazaña no había acabado con su vida, casi se la quitan los vecinos de su pueblo a base de mofas, insultos y, según dicen, alguna paliza que otra por brujo y loco. Digo yo que por insensato se hubiera merecido alguna reprimenda, pero sin sus extravagancias y las de otros pioneros posteriores quizás hoy anduviéramos todavía sin despegar del suelo.

Creo que coleccionando visiones diferentes de nuestra realidad y de la de nuestro pueblo conseguiremos entenderlas mejor y equivocarnos menos que cuando nos empeñamos en sacar conclusiones rotundas a partir de perspectivas limitadas y parciales.

Con forasteros del aire que nos llegan sin saber por dónde, no cabe duda de que vivimos tiempos de cambios. Como tenemos uno de los pueblos más bonitos de España, más vale que comencemos a salir siempre a la calle vestidos de domingo y miremos frecuentemente para arriba sonrientes. Será la única manera de que quedemos guapos en las fotos que nos vayan a hacer a partir de ahora.

Manuel Díaz Olalla
(Publicado en la Revista Amigos de Hacinas, 3er trimestre de 2007)

jueves, 20 de marzo de 2008

REPIQUES





Hay recuerdos que permanecen con nosotros por encima del tiempo y del espacio, que nos asaltan cuando menos los esperamos y se apoderan de nuestro ánimo sin que lleguemos a comprender del todo por qué vienen, quién les llama y por qué se van cuando nos abandonan. Los recuerdos que nos estallan en el hipotálamo sin que nadie los reclame pueden ser complejos, compuestos por muchas sensaciones diferentes: auditivas, visuales, olfatorias, hasta táctiles; o pueden ser, sin embargo, sencillos, un solo sonido, una cara, un perfume..... Lo digo porque en los últimos meses me asalta de manera reincidente y para mí inexplicable un recuerdo de los sencillos, monosensorial, un sonido de mi infancia, un sonido ya extinguido, lamentablemente retirado de la circulación de sonidos, incluso de los rurales, un soniquete tierno, cadencioso, musical si es el caso. Imán de la atención colectiva, presagio de desdichas y de fiestas, de catástrofes y de liturgias, sintonía de informaciones de uso general, anuncio acústico de ventas y trueques, alerta para navegantes de mares de cereal. Tin, tin, tan de romper mañanas y aún auroras, anuncio de exhorto, tañido seco para levantar cabezas y suspender faenas.

Lo recuerdo tan real como si aún sonase dentro de mi cabeza y, cuando me sorprende en pleno atasco, en mi trabajo o en el cine busco instintivamente la presencia cálida de la abuela para que me explique qué está pasando en el mundo.

- ¿Qué pasa abuela?
- Debe haber fuego, hijo. ¡Virgen Santa!, qué desgracia más grande...

El repique de las campanas de la iglesia de Hacinas lo debo llevar almacenado en algún rincón autónomo de mi masa encefálica, un rincón inhóspito que tiene vida propia, en alguna grabadora virtual hecha de neuronas que se activa cuando mejor le parece, sin respeto a horarios, usos y costumbres. Así como les digo, tin, tin, tan, sin venir a cuento.

¡Se venden...
pollos.....
en el rollo...!

- ¿A qué repican, abuela?
- Anda a escape hasta el rollo y mira a ver qué venden...
Si tuviera que resumir en uno sólo todos los sonidos de mi infancia sin duda quedaría por encima de todos los demás el sonido del repicar de las campanas de la iglesia de Hacinas como el más instintivo de todos mis recuerdos musicales. Durante mucho tiempo pensé que las campanas y los esquilines de la iglesia se volteaban solos, sin ayuda de nadie, movidos quizás por alguna Mano Suprema y no mortal, o por una legión de ángeles quizás, con el objeto de anunciarnos todas las cosas que eran de interés: si vendían pollos en el rollo, si era víspera, si se quemaba una arrein , si llamaban al rosario o alguien había dejado de existir. Con el tiempo descubrí, ya en mi época de monaguillo notable y diligente, que no era tal cual me lo imaginaba, si no que, a veces, y desde el mismo coro se podía hacer sonar la campana tan sólo tirando de una soga que, según mi propio criterio, llegaba hasta el cielo. Tuve aún que comer muchos corruscos para averiguar todos los misterios que se contenían dentro del campanario.

- Ya te estás haciendo mucho mozo, majo... ¡ hay qué ver cómo medran estos mocosos....!
- Sí señora, y me ha dicho mi abuela que si me porto bien a lo mejor este año puedo subir con los mozos al campanario...

No olvidaré jamás mi primera ascensión a la torre de la iglesia. Era una tarde otoñal de sábado y ya me habían anunciado los otros mozos que consideraban que estaba en condiciones de descubrir ése misterio. Recuerdo que la noche anterior casi no pude dormir por la excitación que en aquél corazón de gurriato producía semejante anuncio. Me había costado lo mío y, aunque no tenía la edad requerida y contaba con el desacreditado título de ser medio veraneante, al fin, la asamblea de mozos y aspirantes había dado su aprobación. Pasé la noche casi sin poder dormir, mirando muy fijamente y entre penumbras los dibujos que el tiempo y la humedad habían pintado en el techo encalado del dormitorio, intentando encontrar un significado a los mismos: a veces me parecían caras terribles de hombres malvados, a veces mapas, a ratos mostrencos muertos de risa....Me quedé dormido casi de madrugada y me despertó el tin, tin, tan del repiqueteo de una campana llamando a misa.

- Avíate a escape que son las segundas.
- Ya voy, abuela.

Pasé todo el día mirando el campanario desde todas las perspectivas urbanas y periurbanas: desde casa de la abuela, desde San Cirbián, desde la era de Pedro.... ¿Y cómo será?, me preguntaba. ¿Qué habrá dentro?. ¿Cómo se podrá mover una campana con lo que debe pesar?... En fin, llegó la tarde para sacarme de dudas y allí estaba yo, en la puerta del campanario, como niño con zapatos nuevos, esperando el momento. Llegaron ellos, los expertos campaneros, crecidos en su faceta didáctica y muy dispuestos para la exhibición.

- Hay que subir con ojo, dijeron, mira que la escalera es muy traicionera y más de un renacuajo se ha descocotao por listo.

Rieron todos la gracia mientras subíamos. Yo muy atento a dónde ponía los pies y ellos a mi cara de novato perplejo. Y, al fin, allí estábamos. Aquél campanario destartalado me pareció inmenso y sublime. Recuerdo vivamente la vista aérea de casas y parajes que se me ofrecía entre los nichos de las campanas y me pareció Hacinas un pueblo grande, hermoso, tendido al sol como una parva de tejas, algo muy diferente del registro peatonal de zascandil callejero que yo guardaba en mi cabeza hasta ese momento. No hubo mucho tiempo para la contemplación pura y enseguida comprendí que había que pasar a la acción. Sonrió Miguel Angel y me señaló mi sitio.

- Tú al esquilín y lo tocas cuando te digamos.

Se agarró Agustín muy propio a las dos cuerdas de las campanas mayores y comenzó el repiqueteo alternado y cadencioso. Me impresionó el gesto adusto, que denotaba gran concentración y calma, algo así como el de Von Karajan dirigiendo a la Filarmónica de Viena el día de Año Nuevo, y ahí mismo comprendí que para ser buen campanero hace falta fortaleza y templanza. Tin, tin, tan, ahora la de San Pedro, ahora la de Santa María. Adiviné que tenían nombres las campanas, yo que siempre pensé que eran anónimas, y que se voltean con una sola mano cuando ya están en marcha. Es muy fácil, solo con empujarlas un poquito en las melenas podridas en el momento justo. Recuerdo el estruendo inmenso de aquélla factoría de sonidos y la excitación que me producía sentirlo desde dentro, desde donde se genera. Consiguieron incluso dejar leta la mayor para mayor gloria de los virtuosos y más admiración de quien ahora recuerda la hazaña.

- Espabila jodido, ¿o no te das cuenta que hay que mover el esquilín con más salero?.

Más salero, me dijeron. Me costó comprender que nunca sería campanero de categoría si no tan solo esquilinero mediocre y de circunstancias. Esquilinero suplente y ya vale. Subí más veces al campanario pero nunca volvió a ser como la primera. Fue la experiencia más importante de aquél verano y aún costó algún que otro disgusto en casa la aventura campanil.

- ¿Qué te tengo dicho? Cómo vuelvas a subir al campanario me vas a oír. Mostrenco, más que mostrenco. Que os vais a eslomar algún día.

Me asaltan estos días recuerdos sonoros que deben vivir, como los ratones dentro de un queso, en algún lugar escondido de uno de mis lóbulos temporales. Se disparan solos, como de manera automática, sin ningún sentido de la oportunidad ni de las ocupaciones. Lo mismo repica mientras me afeito que en mitad de una reunión. Se trata de un tin, tin, sostenido y rítmico que anuncia algo. Y echo de menos que aparezca la abuela por algún sitio para que me explique a qué están tocando.

José Manuel Díaz Olalla
Texto para la Revista Amigos de Hacinas.
(Publicado en fecha indeterminada)

“EL QUE MÁS CHIFLE..."

 Anda majo, calla la boca un rato y sigue metiendo almendras en las bolsas que no vamos a acabar nunca. Estos jodíos chicos se comen más almendras que las que embuchan. Así no adelantamos nada.

Se calló la boca otra vez pero siguió dándole vueltas dentro de su cabeza, sorprendido como siempre por las cosas más simples, y algo inquieto e inseguro sobre si lo que iba a hacer era bueno y conveniente.

- Yo no sé si me voy a atrever.

- Como te rajes ahora te espabilo. Estamos metidos en esto los tres y ahora no te vas a echar atrás. Fíjate bien lo que te digo.

Volvió a despegar otra bolsa y miró de reojo al reloj de la pared de la escalera y pensó que en media hora que faltaba quizás encontrase una salida airosa que le permitiera salir de aquello con las manos limpias de sangre inocente. Volvió a insistir.

- Y tú crees que no podría venir Agus o Teo o alguno que tuviera más experiencia.

- Te digo que no pueden. Están en lo suyo y yo prefiero que esto no salga de aquí. Así que estáte tranquilo y no me falles, que más te vale, que ya sabes cómo me las gasto.

Volvió a cerrar otra bolsa sin mucha atención y a pegar un sorbo de la orangina mientras pensaba que el tiempo se acababa y que el tema se estaba poniendo difícil. Le preocupaba más que la reacción de sus amigos la de aquél hombre que no conocía y que venía de tan lejos a rematar esa faena tan sucia. Seguro que él no iba a entender una duda, una flaqueza, una debilidad presentida o declarada. Ya se lo había dicho Jesusín muchas veces: “Tiene que ser un trabajo limpio y rápido. En el fondo sabemos que va a ser bueno para él y para nosotros y conviene no andar con órdigas para que sufra lo menos posible”.

- Así que me dices que es un profesional.

- Seguro. El lo ha hecho más de cien veces y, que yo sepa, nunca le ha temblado la mano. Chico tienes que verle. Qué maestría, qué limpieza. Qué frialdad.

Por momentos el muchachito asustadizo y charlatán empezó a imaginarse a un monstruo sin corazón y, sin quererlo, comenzó a temblar por dentro ante su presencia inminente.

- ¿De dónde es?.

- De Hortigüela me creo.

- ¿Y tiene familia?.

- Mujer y dos hijos. El pequeño fue con Julito al Instituto.

- ¿Y por qué no busca otro oficio?.

- Se conoce que le gusta éste.

Aquello acabó de desesperar al muchachito preguntón y zalamero. Era demasiado pensar que aquél hombre todavía sin rostro pudiera disfrutar con ese trabajo. ¿Cómo era posible?. Fue entonces, mientras esas disquisiciones mentales tan turbadoras se atropellaban en su cabeza, cuando la sala se llenó de repente por un ruido ensordecedor de moto vieja y destartalada, y, tras un silencio corto y tenso unos pasos resonaron en la calle hasta detenerse en la puerta. Julito no dudó ni un minuto:

- Las cuatro en punto. Es él.

El muchachito urbanita y receloso notó como que el temblor de la mano de meter almendras se hacía más intenso y volvió la cara hacia la puerta del bar. Llovía intensamente y la tarde se había tornado oscura y, de repente, algo tétrica. Sin más una figura siniestra atravesó el umbral y él notó que aquél hombre era el esperado. Como en una novela de Kafka apareció aquel rostro duro de hombre implacable, atravesado de la frente a la mejilla por una cicatriz pavorosa y chorreando agua por el mentón. Masculló un sonido gutural difícil de descifrar. Jesús, sin más preámbulos se levantó con decisión y aproximándose a él le espetó a la cara: “Estamos preparados”.

“ Pues a la labor” , contestó el hombre, y salieron en silencio detrás de él, camino de La Hontana. Miró el muchachín apendejado su figura desde atrás. Era un hombre flaco, alto, resuelto en el paso, triste y frío como esa tarde de otoño. Cuando el muchachito aprendiz de cómplice se quedaba rezagado alguna mano firme le sujetaba del brazo hasta hacerle daño. El hombre volvía la cara de vez en cuando y apretaba el puño dentro del abrigo. Era entonces cuando el muchachito debutante y corto aceleraba la marcha pensando en la navaja afilada que aquél hombre debía sujetar en su mano diestra. Por tres veces intentó huir el mocoso confiando en su propia rapidez y aprovechando el factor sorpresa: una por los huertos que están junto a la casona de Pablo, otra por la calle de la Señora Gabina y la tercera por la calle que da a la casa de Anastasio, pero no hubo suerte ya que sus amigos, advertidos ya de su propia debilidad le escoltaban y vigilaban cada extraño que cometía. Por última vez intentó la argumentación razonada al oído:

- Y si aprovechando que estamos aquí pasamos a ver si están Tarsi o Agustín y yo me voy a casa de mi abuela que me debe estar esperando para merendar...

- Calla y sigue te he dicho.

Entraron sin remilgos en la casona y le vieron. Allí estaba él. Tranquilo y confiado acabando la merienda. Una inmensa tristeza se apoderó del muchachito tembloroso y un sentimiento insoportable de culpa le inundó toda el alma. No diremos que hubiera entre el muchachito y la víctima tanta confianza y amistad pero sabido es que el roce hace el cariño y eran ya muchas tardes las compartidas en armonía, entre sus gritos de alegría y sus andares agradecidos y torpes. El muchachito sabía que lo que iba a hacer estaba feo y que ese crimen planearía toda su vida sobre su conciencia como una losa difícil de levantar. Los cuatro le miraron con algo de lástima. Incluso aquél hombre desalmado dibujó, por un instante, en su rostro cuarteado una mirada casi imperceptible de ternura culpable. Diremos incluso que él, la víctima, nos miraba entre feliz y sorprendido por aquella visita inusual y a deshoras de sus amigos de cada tarde, completamente ajeno a sus auténticas intenciones. El muchachito lo intentó ya a la desesperada, aprovechando ese instante de piedad que cabe siempre en cualquier corazón malvado:

- ¿Estáis seguros de que todo esto es necesario?.

El hombre se volvió y preguntó con desprecio:

- Qué le pasa a éste. ¿Primerizo, no?. ¡Lo que nos faltaba!.

Un silencio complicado se apoderó de todos. Pero él hombre no dudó.

- Vamos ponedle boca arriba sin asustarle. Tú le coges de abajo, este de arriba, y el novato que le sujete de la cabeza.

Todo fue vertiginoso. La víctima les miraba inquieta pero no chillaba suponiendo quizás que todo era un juego sin importancia. El muchachito se sintió culpable por décima vez mientras observaba con terror cómo aquel hombre abría aquella navaja con parsimonia y la hundía sin piedad en aquélla barriga blanca y oronda. El gruñido de dolor fue sobrecogedor y el muchachito salió despavorido hasta quedar atrapado contra una de las paredes de la casona. Aquél hombre sin piedad sacó la navaja y le miró perplejo. Levantó el arma amenazante y le gritó:

- Jodido chico. En cuanto acabe con el cochino te capo a tí.

Soltó una carcajada estridente que todos celebraron con otras más y todavía, aún después de muchos años, en las noches inquietas de malos sueños, al muchachito, que ya no lo es, se le aparece aquella imagen siniestra del capador blandiendo la navaja mientras se desternilla de risa.





José Manuel Díaz Olalla

Texto Publicado en la Revista "Amigos de Hacinas"
Fecha indeterminada



martes, 18 de marzo de 2008

REVERENTES Y POSTRADOS (Fabulilla triste del agua y el vino)

I

"Reverentes y postrados
ante Vos, divina aurora,
con humildad os pedimos
dadnos el agua Señora"


- Diga usté que sí, Don Malaquías, que con permiso de aquí, el señor cura, y aunque él no tuviera nada que ver, que entonces ejercía por la ribera si no me falla la memoria, o si no que me corrija él mismo, que fue Don Jacinto quien dirigía todo aquello, digo yo que no había necesidá de sacar a la Virgen aquélla tarde, por mucho que se empeñaran unas cuantas feligresas, que ya se sabe, a la envidia y pa no ser menos que los de otros pueblos de por aquí que andaban mareando con que saca el santo y mete el santo a ver si caen cuatro gotas con el jodío metesaca; que lo que está de Dios, está de Dios, y si no llueve a esperar toca, y la Virgen pa sacarla el día Pascua y después a la iglesia, y el que quiera verla que vaya a Misa....

- Calle y siga, alcalde, que estamos dos a uno y ya llevan veinticinco piedras en ésta y como no espabilemos nos dan la muerte dulce y nos vamos a casa como hemos venido. Además conténgase un poco, y lo digo con el debido respeto que merece usté y el cargo que usté ostenta y se lo conserve Dios muchos años, pero de esas cosas mejor no hablar, que lo que pasó, pasó, y si el pobre hombre acabó de aquélla manera no fue culpa de nadie, el destino, digo, o su mala cabeza, quién sabe, pero no hay que echarle la culpa a nadie y menos a Don Jacinto, el pobre, que el Altísimo tenga a su lado, que bastante hacía con complacer al pueblo...


- Ya está bien de hablar, son dos a grande las que echo y que se atreva quien pueda.

- Las veo señor maestro, de una a dos hay que ver, siempre ha sido así. A mí lo que no me quedó claro, ni entonces ni ahora, de dónde salió ese desdichado.

- Quién sabe alcalde, yo creo que no era de por aquí, forastero sería, dicen que ya le habían visto rondando por el pueblo anteriormente, gente sin rumbo, vagabundo perdido, perro callejero pa que se me entienda, de los que andan por ahí, y es lo que yo digo, que pa sufrir miseria y pa morirse mejor quedarse cada uno en su pueblo.

- No queremos la grande, y hable de chica que les veo poco entregaos al juego y esto no va a acabar nunca, es usté mano, hable ya que vamos cargaos y les vamos a echar las tejas del tejao de la iglesia, con permiso de aquí el señor cura, si es que se atreven con la pequeña, que están codenaos a la muerte el cochino, es decir, engordar para morir, con el debido respeto a su reverendísima, que el juego es el juego y se debe perdonar la mala costumbre de señalar...

- Ahí no entramos, Evaristo, que p’a eso es usté practicante y sabe de pinchar y de sangrar, y más vale con usté prudencia que retranca, ya está dicho, pero si acabamos pronto y por no malgastar la paciencia del señor maestro ni abusar de la juvenil impaciencia del señor alcalde les contaré cosas que no se han dicho y yo he sabido sobre todo lo que sucedió aquélla triste tarde.



II

Si Jesucristo en la Cruz
perdonó a sus enemigos,
dadnos el agua Señora
aunque sea inmerecido.

Han pasado dieciséis años, que son como dieciséis siglos en las conciencias de todos y todavía quedan demasiadas preguntas sin responder y demasiadas teorías sin contrastar. Que cuando nada pasa es mucho pasar la muerte de un hombre, aunque fuera forastero y pobre. Dieciséis años de preguntas y reproches colectivos. Cogió el señor cura la baraja como si fuera el misal y entornó los ojos de una manera que al señor alcalde le pareció que iba a comenzar el sermón dominical.

- Todo lo que he sabido lo fue por boca de Don Jacinto, que Gloria haya, que el hombre nunca vivió del todo tranquilo después de aquello, aunque yo siempre le dije que estaba cumplido y que obró como debía. Al parecer el individuo se llamaba Amaro Varela, y no era de por aquí. Es cierto, que se le había visto algunas veces por el pueblo. Ustedes se tienen que acordar. Vivía de acá para allá, buscando siempre algo de trabajo en el campo para poder subsistir y para enviar algo a los suyos que vivían lejos y pasaban necesidad. Cuando nada tenía lismoneaba y pedía por caridad. Algunos se deben acordar aún de verle por el pueblo, y por otros de alrededor, de casa en casa, buscando trabajo, o techo o algo de comer. Siempre desaliñado, con sus harapos mal compuestos, barba larga, unas albarcas que dejaban asomar sin pudor sus dedos gordos, y una colección de muchachos detrás, haciéndole mofa y riéndose de él.

- ¡Claro!, por fin lo entiendo, era aquél pobre a quien mortificábamos de niños persiguiéndole por las callejas al grito de "¡Amaro me hueles a humo!", a lo que él respondía "Pues dame mil pesetas y verás como no huelo".... bueno, eso cuando estaba de buenas que cuando era de malas soltaba cosas peores...

- Ese mismo, alcalde... ¿ve usted cómo le recuerda?.

- ¿Y por qué nunca se dio su nombre?.

- Los nombres de los pobres no importan. Se mueren y al hoyo. ¿Pa qué más?...

- Bueno, Evaristo, algo así, pero además los guardias decidieron, con permiso del juez y como no constaba su auténtica filiación en documento alguno y nadie reclamó el cadáver, enterrarle como el anónimo personaje que siempre había sido.

Entornó los ojos el señor cura otra vez como buscando el hilo perdido, se atusó la capa y aún le dio tiempo, antes de retomar la palabra, de pegarle otro sorbo a la copa de quina Santa Catalina, que es medicina y es golosina.

- Fue casualidad que la sequía castigase de aquélla forma aquél verano, que las fuentes, pilones y hasta pilillas se quedasen secos y que la gente empezara a desesperarse con el asunto del agua.

- Habla verdad el señor cura, que yo recuerdo muy bien aquélla sequía. No se ha visto otra igual desde que a mí me alcanza el magín, y me alcanza mucho, como usted sabe, que aún le recito de carrerilla la lista de los reyes godos si es menester.

- Pare, pare, señor maestro, que todos conocemos sus cualidades retóricas e historiográficas. Y tenga la amabilidad de dejarme continuar.

Un nutrido grupo de parroquianos rodeaban ya a los contertulios, en silencio, igual que cuando escuchaban al propio señor cura en la misa de los domingos. Serios, circunspectos, como si estuvieran a punto de descubrir el secreto mejor guardado, algo de lo que no se habla pero todo el mundo recuerda, una asignatura pendiente en la libreta de la comunidad. Un pecado del que solo debe hablar el cura porque en el relato va implícita la penitencia. Y quizás el perdón.

- El propio Don Jacinto, a quien Dios perdonará sus pecados, que más serán otros que éste, porque el que cuento lo fue sólo de caridad y compromiso con los suyos, acertó a contarme que llevaba días y días recibiendo las peticiones insistentes de un buen ramillete de feligreses, sin duda los más píos, para que accediera al fin a sacar a Nuestra Señora en procesión por el pueblo para pedirle que se acordara de esta tierra suya, dolorida y seca como ojo de tuerto. Les diré en confianza que Don Jacinto, que en paz descanse, no era amigo de estas demostraciones que suponían para él y para mí, dicho aquí inter nos, más folklore que devoción, y más alarde que fundamento, pero el hombre no tuvo otra, al final, que dar el visto bueno. Le oí contar, con esa sorna que ustedes saben le adornaba, que una tarde y ante la insistencia de un sediento grupo de feligreses que le abordaron delante de la casona del toro, miró hacia el cielo con displicencia e incredulidad y espetó a la parroquia: "si queréis La sacamos, pero de llover no está..."

- ¡¡¡Eso es chiste, señor cura!!!!

Rieron todos la ocurrencia, mientras Don Malaquías se liaba un caldo de gallina y el practicante apilaba como ausente los amarracos y las pitas encima del tapete.

- Chiste o no, convino el Padre en sacar la imagen el viernes antes del rosario, toda vez que las adoradoras nocturnas la hubieran compuesto con manto, ornamento y flores. Y en ésas andaban, después de que ya dieron las primeras para el rosario y la gente en sus casas se afanaba en lo propio para salir hacia la iglesia cuando, al parecer, apareció por el pueblo el infeliz de Amaro...





III


Dadnos el agua Señora
que bien nos la podéis dar,
que tenéis en vuestro pecho
una fuente manantial.





Hace dieciséis años que en el pueblo no se oyen las rogativas. Eran unas rogativas hermosas, bien traídas, cultas y llenas de piedad. Unas rogativas que Don Malaquías, hombre ávido en el estudio de las tradiciones populares, había repasado y aún investigado con fruición. Para él escapaban de la raíz común de otros cantos populares, sacros o no, del pueblo. Para el maestro eran fruto del ingenio de algún poeta ilustrado y, a falta de documentación que señalara su origen exacto, se trataría con toda probabilidad de un canto foráneo, importado de otro lugar y extraído de algún contexto religioso o místico, que se había incorporado al acerbo popular tradicional, más por su belleza que por su identidad. De hecho, según Don Malaquías sostenía, todos los cantos de ruego de los pueblos de alrededor eran muy similares entre sí en estructura y contenido y nada tenían que ver con el propio.

El señor cura se apoderó del pensamiento común.

- Dieciséis años que no se cantan las rogativas, pero no será por la abundancia, que no la hay, sino más bien por no remover recuerdos, conciencias ni sentimientos.

Aquélla tarde de mal recuerdo comenzó el pobre a buscar de casa en casa. La tarde era densa como la atmósfera del bar cuando se derriten los caldos de gallina y las farias, y la garganta de Amaro era como secarral rabioso. Andaba sediento el pobre y sólo apelaba a la caridad de la gente.

- Un poco de agua por caridad.

- Ande hombre, y vaya con Dios. Si tuviéramos agua no nos veríamos en éstas. Vaya por ahí y que Dios le ampare.

Casa tras casa la gente le fue dando con la puerta en las narices mientras espabilaban las cuatro cosas para llegar a tiempo a la procesión.

- Ande hombre y váyase a otro lao. A pedir agua que viene... Vaya, vaya, y no moleste, no ve que vamos a la iglesia...

Nadie duda que tuvo que oir el pobre los primeros cantos de las rogativas mientras buscaba inútilmente en casas, fuentes y pilas con qué apagar la sed insoportable que le ahogaba. Hay incluso quien mantiene que se le vio, pobre y hundido, como uno más tras la imagen de Nuestra Señora.

El señor cura, sorprendido por la expectación que había generado su relato reprochó a la concurrencia:

- Caramba, voy a tener que dictar la homilía también en el bar. Parece que aquí acaparo más el interés de la audiencia que en la iglesia. ¿Verdad Serapio?. Es la primera vez que observo que me oye sin bostezar...

- Calle, calle, señor cura. No ofenda, que a mí siempre me ha inspirado su didáctica y su dialéctica. Y diga de una vez cómo pudo pasar. Yo creo, y si usted me permite, que alguien tuvo que aprovecharse del desdichado, porque de que fue una borrachera lo que acabó con él no hay duda... Está lo dicho por Nicanor, aquí presente, que vio pasar al hombre, después de que acabó la procesión, por delante de las huertas de abajo dando tumbos como un zascandil.

- No hay duda. Pero en nuestras conciencias quedará la duda de si lo que acabó con el pobre infeliz fue más el vino que encontró que el agua que no le dimos... y ustedes me entienden señores, que escurrir el bulto es sencillo, y de poca caridad se peca más que de olvido, y más claro el agua cuando la dan, y aquí se dicen verdades y si no gustan peor para ustedes....

- Calma señor cura, porque se ha llegado a un punto que es el del meollo propiamente dicho. Y falta por aclarar de dónde salió el vino que calmó la sed del infeliz...

- Dice bien, Evaristo, como siempre. Y aquí perdemos la pista. La historia en este punto se torna confusa. Hay quien dice que si lo robó. Pero lo cierto es que, que se sepa, nadie registró faltante ni merma en almacén, despensa o zaguán y, por otro lado, el cuento popular que se fue gestando en la taberna y en otros lugares de holganza sobre los dos milagros que Nuestra Señora obró aquélla tarde, no merecen ni mi atención de sacerdote ni mucho menos, mi reflexión de hombre sensato.

- Perdone que diga yo ahora, Padre, pero ni su magistratura ni el conocimiento que pueda tener de los hechos que tratamos le permiten desechar de manera tan categórica la naturaleza sobrenatural de todo lo ocurrido.

- Alcalde, le perdono la ignorancia y hasta el atrevimiento, por ser usted quien es y por lo que para mí significa la autoridad municipal que le inviste. Pero como vaya a hablar aquí ahora de las fuentes que manan vino, este cura echa cartas y deja el asunto así, que le diré que me ha quedado un mal regusto con ese irse al tran tran que han tenido aún llevando yo treintayuna de mano...¿Estamos?

- Estamos Padre. Dé cartas y tengan paciencia, que la primera debe ser siempre corrida y sin señas.

IV


Dadnos el agua Señora
aunque no lo merezcamos,
que si por merecer fuera
ni la tierra que pisamos.



Se encontró tres veces Amaro, el forastero sediento y menesteroso, de frente con la procesión del agua aquélla tarde. Amaro, mal vestido y temeroso de las burlas de la chiquillada, eludía como podía por calles y callejones el cortejo y su boato. Tres veces que, sin querer, se encontró con la imagen de la Virgen del Rosario y la feligresía postrera. Pero fue la última vez cuando notó que la gente pasaba delante de él sin verle y, casi de manera imperceptible, que Nuestra Señora volvía la cabeza para contemplarle llena de piedad y, aún, de misericordia. Volvió tras sus pasos y salió del pueblo. Los cantos se perdían a lo lejos y él recordó algo que oyera en su pueblo, de niño, sobre un lugar donde no había caridad, ni nunca la ha habido, ni nunca la habrá.

Justo en el cruce volvió a ver la fuente de aguas ferruginosas que, otras veces, le ayudó a aplacar la sed. Unas horas antes había intentado sin éxito sacar agua con la bomba y todo había sido en vano. Algo le movía, no obstante, ahora a volver a la fuente. Dio sólo dos golpes con la bomba y observó perplejo, que salía lo que creyó agua. Desesperado posó sus labios sobre el borde y nada entendió cuando su garganta se llenó de vino espeso de la Ribera del Duero. Se retiró asustado ante tamaño descubrimiento. Miró a su alrededor y a nadie vio. Volvió a dar al mango y a degustar el espléndido caldo. Poco sabía de buen vino el pobre pero apreció con claridad que de allí manaba en abundancia un tinto crianza de extraordinario paladar, con matices frutales en el regusto postrero de bayas rojas y aromas secundarios que delataban un envejecimiento muy equilibrado en cubas de roble americano. Bebió y bebió el hombre con frenesí, mientras a lo lejos repicaban las campanas y aún se oía a la devota concurrencia pedir agua. Se rió el pobre de todos. Se rió también de sí mismo y siguió bebiendo hasta que ya no pudo más. Cogió a duras penas el sendero que sale hacia las huertas de abajo, y se detuvo, aturdido y tambaleante ante la huerta de Nicanor quien, con su azada en ristre, limpiaba malezas y mataba la tarde. Quiso hablarle para contarle la bendición de la fuente, pero sus palabras se trababan en su boca y decidió seguir caminando. Al poco, malherido ya por los chorros etílicos que inundaban su cerebro, buscó un lugar donde dormir y lo encontró muy a propósito entre unos arbustos, al raso, junto al cauce seco de un arroyuelo fuera de servicio desde años. Se quedó dormido plácidamente mientras se dibujaba en su cara una mueca placentera y gozosa. Tronó el cielo de una manera descomunal y en menos de lo que se dice se llenó de nubes densas y negras. El segundo milagro de la tarde estaba a punto de dar comienzo.

V



Virgen de La Antigua,
de la Antigüedad,
si llueve, que llueva
del mojón p'acá.


Las tardes de mus son largas como barbas de franciscano, sobre todo cuando el juego interesa menos que los cuentos, y las cartas, como el dinero, se van siempre con los mismos. El señor alcalde, todo curiosidad investigativa, no se resistía a abandonar el relato, mucho menos cuando los fenómenos naturales afectan a la historia del pueblo y la prevención de catástrofes es área del máximo interés colectivo.

- Perdóneme el páter y no es por abundar, que entiendo cuando se acaba una conversación y no quiero mortificar, pero hay algo en todo lo relatado que me interesa especialmente desde mi responsabilidad de munícipe.

- Diga, diga, hijo...

- Háblenme de la tormenta, mientras paso a grande...

- De eso le hablo yo que lo recuerdo muy bien.

- Hable Evaristo

- Fue algo sorprendente. No acababa de entrar la procesión en la iglesia cuando comenzó a llover. La gente salió a la puerta y los más se quedaron como en éxtasis. Los había que lloraban, los había que reían. Se abrazaban. Otros se arrodillaban ante la imagen susurrando “milagro, milagro”. Nadie se lo podía creer...

- Poca fe y aún menos confianza... para que vean si Don Jacinto, que paz tenga, tenía razón. Diga si no Don Malaquías...

- Verdad es. Pero no cabe duda que fue fenómeno digno de estudio. Sé que aún despierta el interés de muchos estudiosos en la Diputación y en otras instancias. En realidad ¿qué fue aquello?. Llovió y llovió de una manera bárbara. Imposible hasta calcular los litros que cayeron por metro cuadrado en aquélla noche torrencial. La tormenta del siglo la llamaron algunos. Agua estéril que no sirvió para nada si no para hacer daño, inundar campos y pagos, casas y casonas, arruinar las esmirriadas cosechas y todo para qué, para que no volviera a llover en meses después de eso... Todo esto sin hablar de algunas características concretas y particulares que tuvo el fenómeno y que aún no se explica nadie. Aquí vinieron varias veces los de Obras Públicas y los de Desarrollo Agrario a ver qué había pasado y se fueron como vinieron..."fenómeno atmosférico violento" lo llamaron y se quedaron tan tranquilos...

- Cuente Don Malaquías, a qué se refiere...

- ¡Coño con la pregunta!, y discúlpeme el señor cura por el exabrupto...ya lo sabe usted... ¿Por qué llovió sólo en nuestro término municipal, mientras en todos los de alrededor no cayó ni una gota?. Cosas curiosas, amigo alcalde, que no tienen explicación...

- No la tienen maestro, ¿y sabe por qué?, porque a la fuerza hubo intervención divina o sobrenatural o como usted quiera...

- No me haga reír alcalde, y más vale que hable de pares si no quiere que me ponga el bonete y me vaya a la rectoría de una vez. Delante de este cura no se toman las cosas de Dios en vano ni a la ligera, que usted lo sepa. ¡Cómo si Dios no tuviera más ocupaciones que ésas!. Calle y siga.

- ¿Y, lo del pobre hombre qué le parece a su reverendísima?

- Casualidades, ya le dije. La mala fortuna del desdichado.

- ¿Mala fortuna llama a que se ahogara en un arroyo seco?.

- Disculpen que diga pero lo cierto es que al arroyo de las huertas de abajo yo nunca le conocí agua en mis cerca de setenta años. Sin duda lo copioso del aguacero llenó sus manantiales. Eso no es tan raro, al menos se explica desde el punto de vista de la física. La teoría de los vasos comunicantes, usted sabrá... Y ahí se justifica que el susodicho encontrara la muerte en el cauce donde se quedó dormido. Curioso fue también que al día siguiente el arroyo volvió a cegarse para siempre jamás.

Terció el practicante que hasta ahora tan sólo practicaba de espectador privilegiado.

- Les diré algo que nunca he querido contar. Pero como practicante que tuve la responsabilidad de realizar la autopsia del tal Amaro, algo me impresionó sobre manera. Nunca vi un cadáver en la mesa de necropsias con tanta cara de felicidad. Era sorprendente. Sentía al verle allí, yo con mi cuchillo en la mano, como que el desdichado y el muerto era yo. Por lo demás lo que ya saben... agua en los pulmones y vino en el estómago.

- Sigamos con el juego, Evaristo, no entremos en detalles que si con este solomillo que yo llevo y las duples suyas no nos salimos, mañana no vuelvo. Envido a pares.

- Tiene que ser órdago, maestro.

- Veo.

- Yo tengo duples de reyes.

- Entonces pregunte qué se debe Evaristo que este maestro se va a su casa.

Hubo tiempos en que las cosas pasaban porque tenían que pasar y los hombres se volvían locos buscando explicaciones. Hubo tiempos en que los pobres se morían como perros mientras la gente cantaba rogativas y de las fuentes manaba vino tinto de La Ribera. Hubo tiempos en que la mala conciencia no dejaba dormir a la gente y los arroyos secos se llenaban de agua cristalina gozosa y cruel.

Los hubo en verdad, pero vendrán otros en que los forasteros no tendrán que pedir lo que es justo por caridad, los hombres sabrán repartir el agua y las cartas de la baraja, como el dinero, no se irán siempre con los mismos.

José Manuel Díaz Olalla
Diciembre 2004



Nota del autor: Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

(Publicado en la revista “Amigos de Hacinas”, primer trimestre de 2008)