¿Dónde habrán ido a parar las cosas de nuestra vida? ¿ Dónde estarán esas cosas mágicas que fueron y ya no son pero que permanecen aquí en la cabeza y, a veces, allí en el corazón, durmiendo el sueño de los justos para despertar por un momento, como en una neblina dulce, cuando menos nos lo esperamos? ¿En qué hoguera habrán ardido, quién se vio obligado a tomar la determinación de firmar su sentencia de muerte, o a adherir su acta de defunción a beneficio de algún inventario por derribo?
¿Con qué derecho alguien hizo retales de aquél pantalón campana tan vistoso que tanto le gustaba para salir los domingos, o a envolver arenques con aquél trozo de papel de estraza en el que usted escribió con tanto dolor aquellos versos primerizos y, digamos la verdad, algo horteras, la tarde en que su primera novia decidió irse con otro sin darle más explicaciones? ¿En qué carpeta dormirán las fotos de aquélla excursión veraniega a la peña villanueva o en qué caja de cartón roído se oxidan los candiles de la abuela, las estrébedes mugrientas o la cazuela de cobre en la que la Julia derretía las almendras garrapiñadas unos días antes de la fiesta de Regumiel?
¿Usted sabe algo de eso? Dígalo, por Dios, y no permita que sigamos creyendo que todo fue un sueño y que si de verdad hubo algo de todo aqueéo ya se esfumó como por encanto y que nunca vamos a poder reunir todas ésas cosas para sentirlas cerca otra vez y para que nos devuelvan, si es que pueden, algo de aquélla paz que sentíamos y que tanta falta nos hace.
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