Quién te conoció ciruelo, FB de Salvador Cerezo |
Nos dejamos fascinar por lo que viene de fuera, personas o cosas, mientras desdeñamos lo que nace o se hace en el terruño. Así somos, no me digan que no. En especial si lo foráneo no es pobre o de factura sencilla. Si no lo es, lo que llega nos embruja de tal modo que no pensamos que la cotidianidad que nos rodea lo puede superar con creces.
Esta evidencia, consustancial a la naturaleza humana, empuja
a muchos vanidosos y acomplejados a abdicar de su origen y hasta a falsearlo si
las circunstancias les pone en esa tesitura.
“Quien te conoció ciruelo y hoy Santo Cristo te ve”
exclamaba mi padre, con sorna, ante la presencia de quien, tras alcanzar cierta
relevancia pública, renegaba de su origen, como el apóstol Pedro, especialmente
si la procedencia era humilde o modesta. Indagando sobre el fundamento de esa
expresión popular llegué al conocimiento de la fábula que la sustenta, que no
es otra que la del hortelano que vendió ese árbol frutal que adornaba su huerta
al cura del lugar, quien se lo entregó a un artesano para que, de aquel leño fértil,
aunque informe, hiciera surgir, oh maravilla, la imagen mística de Jesús
crucificado. Pues bien, según la leyenda, cuando estuvo terminada y ubicada en
una esquina del altar de la iglesia de aquel lejano lugar acertó a pasar por
allí el horticultor que fue propietario de la materia prima con que se
confeccionó, el que, mirándolo fijamente y algo confundido ante el realismo de
sus facciones no pudo hacer otra cosa que exclamar la aludida expresión que
figura más arriba, a la que añadió, recordando los escasos y amargos frutos que
le proporcionaba en su vida vegetal, “los milagros que tú hagas que me los
cuelguen a mí”.
Cuenta la historia que el perplejo expropietario del frutal,
pensando en el destino de otro pedazo de aquella misma madera murmuró a una
feligresa que le miraba sin entender el sentido de su comentario:
-
Del pesebre de mi burra es el hermano carnal
Somos un poco como el bueno del agricultor del cuento, escépticos
por naturaleza, desconfiados con lo que conocemos y generosos con lo que
desconocemos, sobre todo si viene bien envuelto o con pedigrí de primera. Las
cosas que nos son comunes han perdido toda la magia y la capacidad de
deslumbrarnos, pero las desconocidas, aunque de peor catadura, siempre conservan
ante nuestros ojos ese encanto de lo ignorado, imprevisto, novedoso o extraño.
Pero de la fabulilla jocosa se desprenden otras enseñanzas
muy importantes, como la incomparable fuerza de la creación artística, ese don
que solo poseen los seres humanos, que puede, de la nada o de algo
inconsistente, recrear la realidad, como aquí ocurre o, aún más sublime, interpretarla.
El hortelano de la historia no era capaz de elevarse con la magia del arte por
lo que se negaba a rezar a una imagen que, a pesar de su realismo, sabía que no
dejaba de ser más que un trozo de la madera de un árbol con el que se relacionó
durante su vida y no mereció por su parte más consideración que la que se le
brinda a un vegetal que, como todos, florece y da sus frutos cuando
corresponde. “Ciruelas, muchas”, pensaría, “milagros, ninguno”.
¿Será mejor, por tanto, no conocer el origen de las cosas
para que gocen de nuestra consideración? Por supuesto que no. Las cosas son,
ante todo, lo que creemos que son y tienen el valor que queramos darles.
Aún recuerdo aquellos atardeceres espléndidos de los veranos
de nuestra adolescencia, allí, en el castillo, donde andaba el mozalbete que
fue este que escribe con su radiocasete al hombro, marca Sanyo, preparando las
cintas que íbamos a escuchar mientras caía la noche, cual moderno deejay, esperando a la cuadrilla. Algún
aficionado a la tecnología de la edad de piedra de la electrónica, miraba aquél
rudimentario reproductor con interés hasta que preguntaba:
-
¿De dónde es el invento?
-
Japonés
-
¡Oh, japonés! ¡Qué maravilla! ¡Lo extranjero es mucho bueno!
Además de los temas de Karina, Mocedades y Serrat, apuestas
seguras ayer y siempre, nos gustaba escuchar música en inglés que, aunque con
letras ininteligibles para la mayoría, hacían las delicias de los congregados y
conferían a quien las solicitaba cierto halo de exquisitez y cosmopolitismo.
-
¿No tienes algo de “Simón y Cafrune”?
-
Sí, por ahí está el casete ese de Sonidos del “silence” y el de Puente sobre “wáter” turbulentas, o como se diga….
Lo extranjero era mucho
bueno, nunca lo hemos dudado, quizás más bueno entonces que ahora, porque
la globalización cumple su implacable función de homogeneizar y porque de lo
cotidiano conocemos todo o, al menos, eso creemos. Pero el tiempo se ha encargado
de demostrarnos lo contrario.
Los finos estudiosos del folklore que me agasajan con su
atención y leen estas modestas historias no habrán quedado impasibles al leer
la parábola que comento y comprender que, como en tantas otras, aparecen juntos
el preciado frutal y un clérigo, al igual que pasa en la que cuenta lo que le
ocurrió al cura de la ribereña localidad de Sinovas, que duerme en el suelo,
pero este tema, que daría para escribir otro relato, lo dejaremos para otra
ocasión
Yo soy de Hacinas, aunque las circunstancias de la vida,
sobre todo de la vida de mi madre, me llevaran a nacer en otra parte. Como
nadie es profeta en su tierra, y aquí enlazamos el refranero con la fabulilla
que da hilo a estos párrafos, bien pudiera ser que tuviera más credibilidad en
cualquier otro pueblo que en el mío, pero no lo siento así. Noto que en el mío
los paisanos y amigos que me ven, me saludan, me abrazan o me leen, reconocen
en mí antes al ecce homo que parezco que
al tarugo que soy, lo que es muy de agradecer. Aunque no tenga culto ni haga
milagros, que solo faltaba.
Manolo
Díaz Olalla
Guardalavaca,
Holguín, 8 de octubre de 2024
(Publicado en la Revista de la Asociación Amigos de Hacinas, abril 2025)
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