"La siesta", Vincent Van Gogh. Copyright: © Photo RMN – Hervé Lewandowski |
Un gran invento, dicen, made in Spain, remarcan, eso de la siesta en toda época, pero especialmente la estival, una pausa necesaria, un reposo revitalizante, un regalo para el cuerpo y la mente. Nadie discute ya el beneficio que supone para nuestro sistema cardiovascular e, incluso, los hay que aseguran que el récord en esperanza de vida del que podemos presumir los españoles es fruto no tanto de las bondades de la dieta mediterránea y del excelente sistema sanitario del que disfrutamos, maltratado por quienes deberían cuidarlo y cuyas costuras saltaron por los aires ante las acometidas de la pandemia, sino del efecto bálsamo que ese corto pero merecido descanso produce en nosotros.
La siesta es un placer adulto, no lo duden. Recuerdo que mi
padre nunca renunció a ella ni cuando teníamos visita en casa, lo que provocaba
las excusas algo fingidas de mi madre, pues todos sabíamos que en el fondo
agradecía ese rato de charla distendida lejos de su desbordante presencia. Pero
para los niños y zangolotinos que poblábamos las calles de Hacinas en los
veranos de aquellos años que tanto recuerdo, la siesta obligada era como un
castigo inmerecido, una sanción que te separaba de amigos y aventuras gran
parte de la tarde, mientras los mayores descansaban y tú te morías de
aburrimiento encerrado en casa y mirando por la ventana la calle tan vacía como
apetecible para un mocoso ávido de experiencias.
-
Hala, échate un rato hasta que baje el calor y
no marees más.
La abuela se transponía a ratos en su sillón, aunque lo
negaba tajantemente y el imberbe se rebelaba. ¿Y qué si hacía calor? Eso era lo
de menos. ¿Acaso no había sombras donde cobijarse? La de detrás del castillo,
por ejemplo, que era mucho buena y que, además, quedaba lejos de miradas
indiscretas, lo que era excelente si el sopor te animaba a encender un
cigarrito y observar la era del Señor Pedro a través del humo del mencey
que se cayó de alguna cajetilla descuidada por su dueño. Siesta,
decían, ¡pues no faltaba más! ¡Qué pérdida de tiempo! En fin, no costó mucho
descubrir para qué servían las gateras de las puertas de las casas que no
tenían gato. Sobre todo, si el gurriato era pequeño y el orificio grande. Hace
gracia escuchar ahora a líderes de opinión o a dirigentes políticos cuando para
relatar lo difícil que fue una negociación y contarnos todas las cosas a las
que hubo que renunciar afirman que “se dejaron pelos en la gatera”. Los oyes y
tienes que preguntarte: ¿sabrán de verdad qué es una gatera?, ¿habrán visto
alguna en su vida? o, lo que es más importante, ¿se habrán escapado alguna vez
de casa de su abuela a través de una de ellas?
Sin duda no, pero en aquellas calcinantes tardes de verano
nos hicimos unos expertos en salir de casa sin ser vistos ni oídos, y depuramos
tanto esa técnica de abrir cuarterón, correr tranca y dejar un resquicio en la
puerta suficiente para que esos magros cuerpecitos se escaparan sin ser sentidos,
que más de una vez pensaron de verdad que huíamos por donde debieran salir, o
entrar, los gatos de la casa.
Tiempos, siestas y periodos preventivos de reposo. Y ninguno
peor que los que te obligaban a guardar con la excusa de evitar un corte de
digestión, cuando andabas de excursión por algún río o piscina. Era algo así
como una tortura cuyos motivos resultaban incomprensibles para el niño o la
niña recién comido y deseoso de lanzarse al agua para continuar la húmeda
fiesta del día.
-
Ni hablar del peluquín, ahora hay que esperar
tres horas de digestión antes de volver al agua. Túmbate en aquella hamaca, o
en la manta con Julio y Jesús, y haz un rato de siesta.
Mi padre y, en ocasiones, mi tío
Caprasio, eran inflexibles con eso. Y tú mirabas deseoso aquéllas heladas aguas
de la piscina de Hontoria o de la monumental de Navaleno, que era olímpica, del
río Arlanza o del Pedroso, tan cercanas y refrescantes, que renegabas de las
medidas profilácticas pautadas y, observando como otros niños se bañaban casi
con el último bocado sin deglutir, o después de observar solo dos horas de
cuarentena sin que les pasara nada, no te quedaba más solución que exigir algunas
explicaciones.
Y entonces era cuando se reían de
las cosas que tenía el mostrenco, te contaban el fundamento de la hidrocución y
te desvelaban el misterio fisiológico de la sangre atrapada en el tubo
digestivo durante la digestión, dejando sin atender algunas funciones muy
importantes, como la del calentarnos cuando la piel se pone en contacto con un
elemento frío, como el agua, en especial si esta era de la piscina de la Yecla,
puro hielo recién derretido de algún nevero permanente de aquellas cumbres
cercanas. Y por mucho que te advertían de que eso podría acabar en un colapso y
hasta en el ahogamiento del bañista imprudente, tú seguías renuente. Ante tus dudas, reparos y protestas por lo
prolongado de la espera (“con dos horas vale”, aducías a la desesperada)
siempre añadían al argumentario lo de que se debía incluir un extra de
precaución si el menú había sido a base de ensaladilla y filetes empanados, o
sea, lo que mi madre casi siempre incluía en el pack de excursión, que
depositaba con amor en la neverita portátil junto a la botella de orangina
y el melón.
Parecerá una tontería, pero esas
discusiones de las tardes estivales me hicieron entender y, hasta asumir sin
plantear muchas discrepancias, las decisiones de la autoridad sanitaria, que
luego con los años me ha servido mucho, en especial en época de pandemias. Y
todo ello a pesar de que aquellas siestas preventivas obligatorias se situaban
para nosotros en el ámbito de lo incompresible y lo injusto, aunque los
chapuzones posteriores, que nos dábamos con tantas ganas, borraran en un
instante las incomodidades de la espera.
Vivimos infancias en que las
siestas reparadoras y relajantes eran como castigos y las explicaciones
fisiológicas nos sonaban a música celestial que era mejor no escuchar. Los
adultos que somos, más que adultos en muchos casos, sabemos disfrutar ahora de
una buena siesta, abandonados en brazos de Morfeo al sopor y a la ensoñación en
algún rincón fresco de la casa, mientras en la calle se derriten los sueños y las
aventuras que, no me pregunten por qué, hace tiempo han dejado de tener interés
para nosotros.
Manolo
Díaz Olalla
Madrid,
el día de mi cumpleaños de 2021
Publicada en la Revista de la Asociación Amigos de Hacinas, II trimestre de 2021
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