“¡Ya llegan los
veraneantes!”, solían decirme, no sin cierta sorna, algunos mozos hacinenses al
verme pasar cuando, verano tras verano, asomaba por calles y callejas enredado
en aquéllas excursiones exploratorias que acababan cuando comprendía que todo, básicamente, seguía en su sitio y se
podían retomar las tareas del ocio y el deleite en el punto exacto en que las
habíamos dejado 9 ó 10 meses atrás. Era ironía, claro, que buscaba provocar y señalar
o poner en evidencia que, ante todo, entre ellos y tú siempre existirá una
diferencia básica, la permanencia en el puesto, y que, más o menos, estabas
allí de prestado y por lo tanto merecías la consideración de forastero.
Ese asunto me rebelaba, pero de nada valía pararse a discutir
sobre quién es y quién no es un veraneante, o las diferencias que existe entre
aquél y un autóctono o, incluso, entre éste y un oriundo, nada, porque en la
medida en que quedaba claro lo mal que toleraba el epíteto, lejos de razonarlo,
más insistían en la afrenta. Era una de las penitencias que había que sufrir al
llegar a Hacinas todos los años, pero que, a pesar de todo, se llevaba bien sobre
todo si la comparabas con la enorme cantidad de sensaciones maravillosas que te
esperaban, tras sortear este inicial escollo identitario.
Yo, que nunca me he sentido un veraneante en mi pueblo,
aunque cada vez lo pise menos, he disfrutado mucho hace unos días leyendo un
articulito que ha caído en mis manos, titulado “El futuro de los pueblos está
en los veraneantes”, del periodista César Javier Palacios, publicado en el
periódico “20 minutos” el 22 de agosto. Les recomiendo su lectura. Repasa el
autor el desolador panorama de la despoblación mesetaria, asunto que no por
conocido y citado en esta revista resulta menos descorazonador, para acabar
constatando, a base de ejemplos y didáctica que, lejos de lo que pensábamos
hace unos años, el futuro de pueblos como el nuestro está en la revitalización
que llega de la mano del turismo interior y de los recursos y servicios que
genera y demanda, situándose el reto de verdad en asegurar la presencia de los
veraneantes de forma más continuada o permanente (“volver al pueblo”) y de preparar esos servicio para que sean
suficientes en los momentos “pico” a la vez que se puedan rentabilizar el resto
del tiempo.
Como doctores tiene la Santa Madre y se cuentan en centenares
los expertos en municipalismo rural entre los ilustres lectores de esta
revista, no me meto más en ese bardal,
aunque no quiero dejar de citarles, volviendo a aquélla época dorada de
nuestra vida, lo incongruente que me parecía que quienes más me martirizaban
con el calificativo que les indiqué y que aparece en el título de esta humilde
crónica, fueran capaces, a poca costa,
de presumir de la cantidad de casas que
se abrían en verano en Hacinas.
- ¿Qué te has creído, majo? , este es el pueblo que más crece en verano de todos los de la comarca. No sé si no llegaremos a los 1.000 para la Virgen y San Roque. Muchismo personal, que te lo digo yo.
Me reía por lo bajo de que los veraneantes, que sí los había,
no digo que no, aunque no fuera en mi casa, dieran tanto juego y fueran motivo
del merecido orgullo local. Nacionalismo hacinense en sus prolegómenos, no me
equivocaré si afirmo que hoy crece mucho más la población estival. Sin llegar
al nivel de Jaramillo Quemado, que multiplica por 24 veces cada mes de agosto
su escasa población permanente batiendo todos los records provinciales, muy
bien nos situaremos en un incremento de tres o cuatro veces la población
habitual, que ronda los 160 soperos fijos,
según el INE.
¿Y los demás? “Son veraneantes”, dicen algunos, como si eso
fuera malo, o como si para querer un pueblo o para ser de un pueblo fuera
necesario estar recluido en él todos los días del año.
El artículo que les cito y les recomiendo cuenta una anécdota
que me ha hecho recordar a mi tía Victoria, mujer admirable con quien tantos
ratos maravillosos y tiernos compartí en mi infancia y mi adolescencia, hacinense
de la diáspora que vivió “exiliada” en Salas muchos años, y, después, otros
cuantos en Barcelona y Madrid. Un poco antes de irse definitivamente para
siempre me confesó que nunca soñaba, cuando lo hacía, con Salas, ni con otro
sitio que no fuera Hacinas. Con el trabajo, con la huerta, con las vacas y el
arado, con la cocina, con los cerdos, con las gallinas, con las partidas de
cartas con las amigas y con la obra de teatro que representó en el Ayuntamiento
a sus 20 años, de la que recordaba hasta la letra que declamaba su personaje
(“Qué desvergüenza se observa en la juventud del día. Ni respetan los ancianos,
ni a los padres de familia, ni a los ministros de Dios, ni al alcalde de la
villa, ni a ninguna autoridad. ¡Ay España, España perdida!”).
Y yo, ¿qué
quieren que les diga?, la entendía muy bien: ni en Salas, ni en Barcelona ni en
Madrid había nada con lo que soñar.
A quien esto escribe le pasa lo mismo. Cuando sueño, siempre
estoy en Hacinas. Seguramente por eso, y aunque lo pise poco últimamente, ni
fui, ni soy, ni seré nunca veraneante en mi pueblo.
Manolo Díaz Olalla
(Publicado en la Revista "Amigos de Hacinas",
nº 157, III trimestre de 2017)
(Publicado en la Revista "Amigos de Hacinas",
nº 157, III trimestre de 2017)
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