jueves, 29 de octubre de 2009

4 Km


En cuestión de pesos, longitudes y volúmenes, el sistema métrico decimal y lo consensuado en la 1ª Conferencia General de Pesos y Medidas de París de 1889 no admiten discusión, pero estarán de acuerdo conmigo en que a veces necesitamos algún “patrón” cercano y manejable, de esos de andar por casa, para poner en referencia cualquier dimensión, ayudándonos así a comprender mejor el tamaño de las cosas.

A ver si me explico. En Cuba, por ejemplo, la unidad de volumen más utilizada en la cocina es la latica de leche condensada.

-… y ¿cuánto arroz le pongo?
- No sé… como dos laticas de leche condensada.

Mi madre, excelente cocinera, también tenía claras las dimensiones de las cosas en la práctica culinaria común aunque dentro de un planteamiento, ¿cómo diría?, completamente autodidacta.

- …y si le añades un poco de caldo te queda buenísimo.
- Un poco… ¿cómo cuánto?
- Pues un poco así, más o menos.

Siempre he pensado que por no entender cómo de grandes eran “los pocos así” de mi madre en la cocina nunca pude hacer unas patatas con bacalao ni la mitad de buenas que las de ella.

Mi abuela fue otro ejemplo para mí de lo imprecisas que pueden resultar las medidas si se expresan en el sistema internacional y, sin embargo, lo efectivas que resultan cuando se miden según otra escala de mesura y de valores.

- ¿Dime abuela, cuántos litros de agua vas a necesitar?
- ¡Qué litros, ni litros…! Con que me traigas dos viajes de agua de Los Cubillos tengo bastante.

Ella tenía sus cálculos claros, y siempre le salían bien. Por ejemplo y a saber: para lavar un poco de ropa (unas rodillas, dos toallas y algún mandilón de trajinar en casa) 2 viajes de agua (4 calderos en su sistema particular de conversión de unidades); para bañarse y dependiendo del tamaño de la víctima y la gravedad del ensuciamiento, entre 3 calderos (gurriato no muy sucio) y 6 ó 7 (persona mayor que acaba de cambiar la cama a los cochinos) y así sucesivamente.

(Para seguir leyendo clickar aquí abajo)
Comprenderán ahora por qué, con esta tradición familiar a mis espaldas desde niño adoptara, yo también, mi propio sistema de medida. Por ello aprendí pronto que la unidad de longitud que más me convenía para andar por la vida eran los 4 kilómetros. Es decir exactamente la distancia que hay que recorrer, por la carretera, entre el cruce de Hacinas hasta el (antiguo) Bar Los Infantes, en Salas. Ni se imaginan cómo me ha servido en mi vida tener perfectamente clara una longitud como esa para luego poner en referencia todas las demás distancias geográficas con las que me he tenido que enfrentar. Fíjense que no hablo en genérico de la distancia entre Hacinas y Salas, ya que así formulada resulta muy imprecisa, sino entre los dos puntos concretos que acabo de exponerles.

Porque si no especificamos podemos cometer errores. Así, por ejemplo, aprendí que si la distancia es entre el royo de Hacinas y la Plaza Mayor de Salas la broma asciende a 4,9 Km, pero que si se camina del cruce de Hacinas a las puertas del TAM bajamos a unos muy discretos 3 Km. La precisión, ya ven, hasta en esta manera de comprender las cosas, resulta capital.

Me quedé por tanto con mis 4 Km para darle sentido a todas las distancias de mi vida. Y no me quejo. Reconoceré, eso sí, que cuando veía pasar la vida a pie o en bicicleta le tenía cogido el tamaño exacto a esa referencia. Y que cuando empecé a moverme en coche con frecuencia, o a trasladarme con asiduidad a otros lugares, mi unidad de medida (los 4 Km del Cruce a Los Infantes) fue haciéndose algo más dudosa. Pero me siguió sirviendo.

Por ejemplo cuando echabas una carrera en bici desde la calle San Roque de Salas a la calle Cruz de Castrillo de la Reina hacías tus cálculos y preparabas tus piernas para recorrer una vez y media la distancia referente. Cuando el mundo se le volvió a uno el frenesí de explorar los alrededores, la unidad de referencia se trasladó, en el mapa, a nuevas rutas. Pero, eso sí, costó poco hacerse a la idea de que de Hacinas a Cabezón había 2 veces y media la distancia del Cruce a Los Infantes, que para ir a Gete había que recorrer un poco menos de dos veces mi distancia favorita, que para ir a Rabanera más de 4 veces esa distancia, a La Gallega casi 3 veces y a San Leonardo más de 7. Los que se echaron novia en Rupelo ya contaban con que si iban en bicicleta a verla (eso era amor y lo demás es cuento) después de llegar a Los Infantes aún tenían que recorrer 5 veces más un trayecto como ese. Y luego volver, aunque esa parte se hacía más llevadera y como cuesta abajo después de sentir, aunque fuera un rato, la presencia de la amada. Y ahora entiendo por qué en aquélla época nadie se echó novia en Burgos, porque al ver cómo volvían los de Rupelo y pensar que tu paseíto, si te la echabas en la carretera de Arcos, un suponer (como en las películas de ficción, cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia), era dos veces y media más que el de ellos, se te quitaban las ganas de emparejarte. Sin duda que por ahí encontramos la explicación de que el lema de muchos mozos de mi generación fuera, en su vida, el de cercanía o soltería…..

Tengo por orgullo ser una persona de principios y no me he movido ni un centímetro en todos estos años de esos 4 Km que hay del Cruce de Hacinas al (extinto) Bar Los Infantes que tanto me han ayudado en mi vida a hacerme cargo de la cercanía o lejanía de las cosas. La primera vez que viajé a América me dio por pensar que aquél avión iba a recorrer, para llevarme a La Habana, 1.875 veces la distancia que ha marcado mi vida (“Ni Agustín en sus buenos tiempos” pensé. “Para eso sí que hay que tener buenas piernas”). Me hizo más sensación cuando, al oír de boca del comandante de la nave la altitud a la que iba a volar aquél aparato, eché un cálculo por encima y comprendí que aquello se levantaría del suelo más de dos veces esa distancia mágica.

“Unos 30.000 pies” comentó la azafata y yo me puse a pensar cómo sería la cosa si el zapato fuera del número 40. Me estaba quedando dormido cuando ocurrió algo que me hizo pensar que definitivamente me preocupaba mucho más la distancia que el tiempo. Sentado a mi lado un muchacho gallego se movía inquieto en su butaca y me miraba como con ganas de preguntarme algo. Al final no pudo más y me abordó:

- ¿Qué hora es ahora en España?
- “Las 6 de la tarde” le contesté tras mirar mi reloj
- ”¿Y en Cuba?” volvió a interpelarme
- “Las 12 de la mañana” le contesté sin dudarlo tras hacer esa sencilla resta en mi cabeza.

El muchacho no pudo sujetarse más y mirándome inquisitorialmente y con cara de angustia me volvió a preguntar:

- “…Entonces… ¿qué hora es aquí?”

Miré incrédulo por la ventanilla y tras comprobar que llevábamos 5 horas de viaje y ahí abajo sólo se veía el absoluto azul del inmenso Océano, no pude por menos que volverme y, mirándole fijamente le contesté:

- “¡¡¡Y yo qué sé la hora que es aquí!!!!”

El muchachito decepcionado no volvió a preguntarme nada más en todo el viaje y yo me quedé poco a poco dormido mientras pensaba que el problema no era la hora que fuera allí, sino que ese dato carecía de todo interés. Y que no iba a consentir que ni el sistema métrico decimal, ni la Conferencia de París de 1889 me arruinaran esas vacaciones.

Manuel Díaz Olalla

(Publicado en la Revista "Amigos de Hacinas", Nº 127, tercer trimestre de 2009)

2 comentarios:

Emma dijo...

Hojeando una revista de Hacinas he descubierto esta modernidad ,"EL BLOGS".Lo primero que he pensado , ha sido-¡Que descastada soy con mi pueblo¡-Y lo segundo-Que de cosas me pierdo por serlo-. "En fin... en el camino de la vida encontramos senderos que ignoramos donde nos conduciran"

MNL dijo...

Es cierto, Emma, lo que dices de los caminos. Yo me alegro mucho de encontrarte en este....
Saludos,