jueves, 9 de julio de 2009

EL SACAMANTECAS

Dice siempre un buen amigo mío que él no es supersticioso porque esas cosas traen muy mala suerte… Y no dudo que así sea… aunque detrás de esa exhibición forzadamente humorística no hay duda que se esconde un gran supersticioso.

Y esas cosas irracionales no están mal y tienen hasta su gracia mientras no trastornen nuestras vidas, nos empujen a hacer cosas absurdas o peligrosas o nos conviertan en fanáticos siervos de algún dios pagano de esos que tienen los pies de barro y arrastran, como imanes, conciencias y voluntades.


ALTAR DE LA "DIFUNTA CORREA"

He visto muchos de esos que se han apoderado de la vida de la gente. Caminar por carreteras argentinas, por ejemplo, es encontrarse cada pocos kilómetros con unos altarcitos en las cunetas cubiertos de botellas de agua mineral. Se los dedica la gente a la “difunta Correa”, un personaje mítico aunque histórico, que vivió durante las guerras montoneras, de quien la gente asegura que murió de sed mientras amamantaba a su hijo porque nadie quiso darle agua. Se alternan estos altares con otros algo más elaborados coronados por un pañuelo rojo. Estos se dedican al “gauchito Gil”, un bondadoso muchacho que vivió en la misma época que la difunta y fue cruelmente degollado por no querer luchar contra los que creía suyos. La leyenda, la superstición bien establecida, asegura que después de tan deplorable suceso el asesinado concedió importantes beneficios a sus verdugos, en forma de milagros inesperados, y a todos los que, desde entonces, imploran su colaboración.

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ALTAR DEL "GAUCHITO GIL"

En Guatemala, en la zona del lago Atitlan, el pueblo indígena venera una imagen de madera que representa a un individuo al que llaman Maximón. Este individuo, más juerguista y borrachón que los anteriores y con aspecto de hombre del campo, llama la atención por tener ambas piernas segadas limpiamente hacia la mitad de los muslos. La gente va con frecuencia a donde está guardada, llevándole ofrendas, licores y todo tipo de regalos. Cuando visité el lugar pregunté por el motivo de aquélla amputación tan cruel y sorprendente. La explicación rizaba el rizo de la superstición más refinada y me dejó impresionado: al parecer Maximón, este sí un personaje casi con seguridad ficticio, adoptaba con frecuencia el aspecto de alguno de los hombres que habitan aquéllas aldeas maravillosas y cuando estos salían por la mañana al campo a trabajar, nuestro amigo el farsante se desprendía de sus andas y, de madera y todo, se presentaba en casa del parroquiano elegido con su mismo aspecto y con cualquier excusa (“me olvidé del azadón, cariño” por ejemplo) aprovechaba la visita inesperada yaciendo a continuación con la confiada y engañada esposa en el lecho conyugal. Digo yo también que cabe el calificativo de estupefacta esposa, ante lo inesperado de tal reclamación a esas horas intempestivas y tan poco habituales. Cuando los hombres del lugar se dieron cuenta de tal engaño, indignados, se reunieron en asamblea y decidieron que lo mejor era, en lugar de quemar la talla de madera de tan descarado personaje en justa correspondencia con la gravedad de sus hazañas, cortarle las piernas para seguirle adorando pero evitando así los abusos carnales que cometía con sus mujeres.



MAXIMÓN, CUSTODIADO EN SU "SANTUARIO" DE SANTIAGO DE ATITLÁN POR ALGUNAS DE SUS VÍCTIMAS

- “Que se amuele”, debieron pensar, “y que no se pueda bajar de ahí en toda la vida”, me imagino que dirían.

A mí los dioses míticos de mi infancia siempre me dieron más miedo que vergüenza. Me pasé la niñez muy preocupado por si aparecía, algún día de esos en que no me quise comer las sopas de ajo de mi abuela, el sacamantecas a por mí y llevarme a alguna tenada que yo me imaginaba debía tener por ahí por las Tresineras, llena de niños desmantecados que, como yo, detestaban la sopa de ajo.

- “Rediós”, decía mi tío Francisco cuando venía desde Salas a hacernos una visita, “me paece mentira que seáis soperos…! Ahí va de ahí, espantajo, que ya me la como yo, que las sopas de tu abuela están muchísimo buenas…”

Yo sabía que los días que había sopa el odioso personaje de mis sueños llegaba temprano a la casa de mi abuela y se escondía en “el cuarto de los leones”, una habitación lúgubre, fría e inquietante que había en la casa y a la que teníamos absolutamente prohibido acercarnos los gurriatos, sobretodo si andábamos chichorros y otro personal no autorizado. Yo le presentía allí, al acecho, esperando que mi abuela pronunciase las palabras mágicas para salir a escena y apoderarse de mi personita, tan canija y asustada.

- “¿Cómo que no quieres más sopa? ¿Para eso me he pasado yo la mañana en la cocina como una esclava? Muy bien, pues espera que ahora mismo voy a llamar al sacamantecas para que venga a por ti…”

Creo que nunca llegó a salir del “cuarto de los leones” porque al oír esa amenaza, y siempre a escape, engullía yo la maldita sopa en un santiamén y salvaba mi vida y mis incipientes mantequitas (que con el tiempo se han desarrollado más de lo que yo quisiera y en lugares que a mi mismo me sorprende) de las devoradoras intenciones de tan siniestro personaje.

Nunca tuve claro de si este abyecto y terrorífico ser era el mismo que el personaje que Julia, nuestra vecina, invocaba en su casa cuando Jesús, Julito, Charo, Luci o Evaristo se negaban a comer la sopa, llamándole “el hombre del saco”. No sé, siempre sospeché que de no ser el mismo sería un primo carnal o un familiar en tercer grado.

- “Hoy ha estado a punto de venir el hombre del saco” a casa porque Evaristo, el muy jodido, ha dicho que no se acababa la sopa del cocido”.
- “Pues lo que nos faltaba… Mi abuela casi avisa al sacamantecas… si se juntan los dos acaban con nosotros…”
- “Sí, me da a mi en la nariz que esos deben llevar el negocio a medias.”

Pasamos parte de nuestra infancia engullendo sopas de ajo a la fuerza y a todo meter mientras no quitábamos ojo a la puerta del “cuarto de los leones”. Sin saberlo, estas y otras hazañas de menor cuantía nos hicieron supersticiosos y nos llevaron a temer a algunos dioses de mentira. La mitología está tan presente en el subconsciente colectivo que hasta el folklore popular incorpora a estos personajillos en sus más destacados temas. Como en el Antón Pirulero, sin ir más lejos:

“Antón, Antón,
no pierdas el son,
porque en la alameda,

dicen que hay un hombrón,
con un camisón,
que a los niños lleva”

Imagínense. Por si acaso albergábamos alguna duda sobre la veracidad de los personajes, estas canciones que se cantaban en juegos y fiestas infantiles solo servían para que la leyenda creciera y para que, antes de ponerte majadero con tu abuela, reflexionaras sobre el hecho de que, en realidad, una buenas sopas de ajo, con su ídem, con su pan, con su huevo deshilachado y con algún cachito de jamón si venía al caso, no era algo tan poco apetecible como para jugártela con los hombrones que van con camisones y todas esas cosas….

Aquí y allá, en todas las culturas y en todos los países, en todos los pueblos y en todos los siglos, los hombres y las mujeres tienen que inventarse dioses de mentira para amedrentar a los niños o dominar a los ignorantes. La superstición prende tan fuerte en nuestro ánimo que arrastramos estos espasmos absurdos toda la vida, obligándonos a hacer lo que no queremos para que no caigan sobre nosotros castigos innecesarios. Todo irracional.

La vida me enseñó a amar la sopa más de lo que hubiera imaginado cuando me la tragaba sin respirar antes de que apareciera el malvado personaje de todas mis pesadillas. Decía mi tía Victoria que “el agua hervida es media vida”. Y estoy seguro de que así es, sobre todo si lleva sustancia, fideos o alguna chirla despistada nadando en el plato. Cuando las saboreo con deleite me doy cuenta de que soy sopero de arriba a abajo. A pesar de que aún, cuando me porto mal, me despierte agitado en mitad de la noche imaginándome que me lleva el sacamantecas o el hombre del saco, que tanto me da, cargando conmigo camino de la tenada de las Tresineras.


Manolo Díaz Olalla

Junio de 2009
(Publicado en "Amigos de Hacinas, Julio de 2009)

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