lunes, 8 de agosto de 2005

El que asó la manteca

Manolín, el que asó la manteca, durante una excursión a Hontoria del Pinar, delante de la tartera de los filetes empanados, tan ricos, que hacía su madre para salir al campo.


Puedo confesar aquí que desde que tengo uso de razón he vivido fascinado por los dichos y los refranes. Lo reconozco y no me importa que alguien, para hacerse cómplice mío y redondear la gracia me pueda decir cualquier día a la cara aquello tan conocido de “Hombre refranero...”. No, mejor no sigamos por ahí y vayamos al detalle si es que es posible.

Yo, aquí donde me tienen, debo decirles que soy el que asó la manteca. En persona. Bueno, peor que eso: según opinión de mi abuela, cuando yo era niño, las cosas que a mí se me ocurrían no se le pasaban por la cabeza ni al que asó la manteca. Figúrense ustedes. Yo, por aquél entonces salía a la calle y me ponía a pensar: ¿y quién será ese que asó la manteca?. Si algún día me lo encuentro le diré: “Oiga usted, se creerá que su imaginación no la supera nadie... pues está usted muy equivocado: yo, aquí donde me ve, tan pequeñajo y tan poca cosa, tengo unas ocurrencias que ni usted en sus mejores momentos, según dice mi abuela. Por ejemplo ¿alguna vez ha echado usted azúcar a las lentejas, ha salido a la calle en pleno mes de Enero en calzoncillos, o le ha regalado a su madre por su cumpleaños un casco de motorista cuando sabe usted perfectamente que su madre no tiene carné?. ¿A que no?. Pues todas esas cosas las he hecho yo señor mío, y otras muchas que si se las contase no saldría usted de su asombro. Así que ya sabe, y no presuma más de lo suyo en la cocina que tampoco es para tanto...”

Nunca me encontré con él pero seguí por muchos años ostentando el título del más ocurrente de mi casa siempre y cuando se tomase como referencia la comentada hazaña de aquél cocinero insigne. Si embargo hoy, cuando hago alguna cosa extravagante o chocante, que está fuera del guión y provoca extrañeza en los demás, que todavía las hago que todo hay que decirlo, no encuentro a nadie que recurra a un dicho, ni a un ejemplo como ese para situarme donde me corresponde y para que no pierda las referencias.

Soy de una familia que ha gozado siempre de un buen dicho pronunciado a su debido tiempo y con la entonación adecuada. Es un placer nada desdeñable y que ayuda mucho a rematar una buena conversación o un buen rato de ocio. Soy de un pueblo donde se disfruta también siempre de un refrán, de un lugar común o de un guiño lingüístico donde reconocernos todos y confirmar nuestra identidad de colectivo. Y lo he agradecido mucho. Incluso cuando he estado lejos de la tierra y he reconocido en una conversación un giro local que me ha sugerido una procedencia cercana (los mejores refranes y dichos son aquéllos que te identifican con tu gente) me he sentido mucho más próximo de mi interlocutor aunque no le conociera de nada. Como si uno se sintiera más seguro andando por la vida con gente que ha compartido con él orígenes, fuentes y refranes.

Soy de una tierra donde la producción histórica de refranes, dichos, chistes, diretes, y cualquier otra manifestación de la cultura popular comprimida y resumida en expresiones del idioma alcanza niveles inconmensurables. Estoy seguro que podría mantener con cualquiera de mis amigos de Hacinas una conversación de horas utilizando sólo expresiones comunes o frases hechas inspiradas en vivencias locales, con absoluto entendimiento y disfrute mutuo, y sin que existiera ningún resquicio de dudas entre ambos sobre de qué y cómo estamos hablando. Cualquier esfuerzo para conservar esta riqueza cultural será muy importante ahora en que los medios de comunicación de masas y la extraordinaria movilidad de los grupos humanos amenazan con destruirla para que hablemos todos igual y digamos las mismas frases tontas que se dicen en todos los sitios (“Pues va a ser que no...!”) hasta que a fuerza de pronunciar las mismas expresiones vacías, no sepamos de qué pueblo somos ni qué gente es la nuestra.

Propongo empezar hoy mismo. “Para, Juan, que mea la vaca” decía mi tía Victoria, la mujer de quien más refranes y dichos he aprendido en mi vida, cuando notaba que por algún motivo me aceleraba. “Órdenes rigurosas del Padre Aramburu” respondía yo en señal de sometimiento a sus instrucciones. Recuerdo que mi tía disfrutaba mucho recordando las cosas que decía Crespo cuando estaba sólo o cómo acabó la boda de Moreno, palo por medio, dando el acertado contrapunto a quien exclamase con desgana “...Bueno!”. Los almuerzos en su casita de Salas eran un deleite para los sentidos, no sólo por la exquisitez de su jamón y su chorizo, sino también por la retahíla bien construida de dichos y sentencias que articulaba desde su ventana que era una atalaya: “La bendición de Ramos: que no vengan más de los que estamos!.... y si vienen... que marchen por aquél Alto Llano!”. La sonrisa presentida y cómplice en la cara del sobrino se veía rematada muchas veces con aquélla expresión de “Buen provecho...”. “Esa cuenta nos hemos hecho”, contestaba yo, loro al fin, algo impaciente por que acabasen los consabidos prolegómenos y alguien se decidiera por fin a cortar la primera rebanada de aquélla hogaza tierna que descansaba sobre la mesa.

“Que Dios te lo pague!” le decían cuando ella, cosa corriente, mostraba su corazón caritativo abierto de par en par. “Sí, y que yo me lo trague” respondía con desenfado, cuando no pretendía aparentar lo que no tenía exclamando “A mí lo que me sobra es dinero... y buenas relaciones con el Ayuntamiento”. Ahí sí que se sentía ella a sus anchas: en todo lo que fuera el refranero popular aplicado a la administración local: “De momento un saco de cemento.... si no es p’a mí, p’a el Ayuntamiento” afirmaba cuando pretendía justificar la necesidad de dar comienzo a algo, o rematar una bravuconada ajena con aquél dicho de reminiscencias antiguas: “Arriba el campo!... sí, pero que trabaje Rita!”. Muy aficionada a la sátira carnavalesca y a practicar el escarnio propio del oficio de los cómicos nunca faltaban en su boca comentarios y diretes tendentes a ridiculizar a los munícipes de su pueblo adoptivo: “A el alcalde de Salas le ha dado por la finura... y se ha comprado un carrito para sacar la basura” decía con desparpajo, y otras lindezas que no diremos aquí para no ofender a autoridad alguna desde estas páginas, respecto a la opinión que mi tía tenía sobre qué había que hacer con algo que llegaba de Madrid en un bote...

Muy instalada en las concepciones más castellanas de la belleza (“Ojos azules mala pintura!, donde no hay ojos negros no hay hermosura”), vivía recreándose en conceptos algo anticuados sobre la vida de los demás y las manifestaciones de las naturaleza: “El sol madrugador y el cura callejero, ni el sol calentará ni el cura será bueno”. Solía despedirse poniendo en boca de otros lo que era evidente para todos (“Mañana será otro día. Sí Ciriaco. Sí Lucía”), y en cuanto tenía ocasión recurría a lo más granado del saber popular para parar en seco un bostezo intempestivo: “Boca abrir: comer o dormir. O la calentura venir... o la conversación no gustar”.

Mi infancia fue un festival de adultos redichos y refraneros que me regalaban permanentemente exquisitas píldoras de saber popular para que aprendiera todo lo que se debe saber para ser un hombre de provecho. Siento que al perderse estas sentencias sorprendentes y quienes las conservaban nos perdemos un poco cada uno de nosotros.

Hace unos días tomando un café en una cafetería céntrica de Madrid escuché cómo alguien a quien no conocía le decía a otra persona: “Vamos hombre, que eso no se le ocurre ni al que asó la manteca...”. No pude remediarlo y me acerqué al extraño y le dije: “Discúlpeme, no he podido evitar escucharle. Yo soy de Hacinas, ¿y usted?”. “Yo no, me respondió, yo soy de la parte de León”. “Y dígame... ¿conoció a quien asó la manteca?”, le dije. “No, me contestó, pero mi abuela siempre me decía eso cuando hacía alguna cosa absurda”. “Vaya, vaya, le dije, igual que la mía... ¿le molesta si me siento con ustedes?”. “No, por favor, arrime usted esa silla...”.

Desde ese día tomo café con un señor de León al que no conozco de nada, que, según parece, ha bebido en las mismas fuentes del saber popular que yo, y que anda, también como quien esto suscribe, buscando al que asó la manteca desde que era niño. Ay si nuestras abuelas levantasen la cabeza...!





Manuel Díaz Olalla


(Publicado en "Amigos de Hacinas, 2005)

domingo, 10 de julio de 2005

Renacuajos



Estimada Directora:

He leído en el número 102 de la revista “Amigos de Hacinas”, en la sección “En serio y en broma”, el divertido artículo de Ramontxu titulado “Los renacuajos del cubillo”, y me ha venido a la memoria, no sólo por la localización física en la que ocurrieron los hechos (el entrañable pilón de Los Cubillos), sino también por las similitudes de ambas historias (la inquietante curiosidad infantil por esa vida mágica que habita en el fondo del pilón), un caso que viví hace ya algunos años y que, con tu permiso, no me resisto a contarte.

Recuerdo que me pasé varios días con una honda preocupación por la salud de un muchachito, hoy ya mozalbete, cuyo atrevimiento, fruto tanto del desconocimiento como del excesivo amor por la investigación biológica, le llevó a cometer una imprudencia que bien pudo causarle un serio contratiempo físico o, al menos, una diarrea de pronóstico que le hubiera confinado en casa (y muy cerca del excusado) todos los días festivos de las fiestas de Santa Lucía, que ya se aproximaban por aquellas fechas.

De la misma manera que desde muy joven aprendí, por esos designios de la tradición oral por los que se transmiten generación tras generación las cosas que debe saber un mozo hacínense para ser mucho mozo, que cuando vas de ronda o a echar el rastrón no debes pronunciar en voz alta el nombre de ninguno de tus compañeros para que no sea identificado por algún vecino insomne y por lo tanto expuesto después al castigo o al escarnio público, me vas a permitir que obviemos aquí el nombre y la identidad real del protagonista de este suceso, pues aunque el castigo para ciertos pecados, delitos y transgresiones prescribe legalmente con el tiempo, no siempre pasa lo mismo con la indignación de abuelas y madres ni con la natural tendencia de amigos y compañeros a hacer leña del árbol caído, ni a señalar, para mofa de todos, a aquellos que hicieron algo que puede parecer simple, inútil o poco acertado.

Lo cierto es que esa misma tradición oral por la que se comunica todo lo que tiene que ver con la cultura y la sabiduría popular nos indica que el agua de la fuente de Los Cubillos es la mejor de Hacinas para cocinar un buen cocido de garbanzos. No creo que este dato se sustente en meticulosas indagaciones físico-químicas, pero algún buen amigo, a la vez químico y gastrónomo, mantiene la hipótesis de que eso se debe a determinadas condiciones de dureza y alcalinidad de ese agua. Son cosas que se saben y punto. De la misma manera que sabemos desde niños en Hacinas que beber agua de la fuente de Campo Los Muertos te deja un regusto metálico intenso, algo así como el que te debe quedar en la boca después de chupar durante varias horas una llave de esas viejas que usaban nuestras abuelas para abrir la cerradura del cuarterón, y que esto es así, posiblemente, por su elevado contenido en hierro. O que el desagradable olor a huevos podridos que lo inunda todo al acercarte a la fuente de La Iguariza, tienen su explicación en la importante cantidad de azufre que contienen sus aguas.

Aquélla mañana, digo, la tía había decidido regalarnos el paladar (y también el gaznate) con aquel suculento manjar, el cocido, y me brindé a buscar un caldero de agua de Los Cubillos para garantizarle que la legumbre quedara bien cocida. Era temprano pero allí estaba él, arrodillado al borde del pilón, con un retel de los de pescar cangrejos (¿te acuerdas cuando había cangrejos en el río de Hacinas?) que con seguridad le habría sustraído a su abuelo en algún despiste de este, intentando pescar todos los renacuajos que pudiera. A pesar de que el método de recogida era muy poco eficaz, la perseverancia había podido más que la ignorancia y me mostró jubiloso nada más que me vio aparecer su espléndido botín: un frasco de Nescafé, de los grandes, lleno de agua del pilón donde nadaba con desesperación una decena de renacuajos. Los observé por un momento con cierta dificultad pues el agua era tan turbia y verdosa que apenas se distinguían las mínimas figuritas de aquellos proyectos de anfibios. Te recuerdo que por aquélla época el pilón era abrevadero habitual de cuantas vacas, burros, perros y cabras pasaban por allí (¿aún te acuerdas de aquella rica variedad faunística que poblaba las calles de nuestro pueblo?). “Eso está muy bien”, le dije, “pero... ¿ya has pensado qué vas a hacer con ellos?”. Se lo pensó un momento y me respondió tranquilo: “Voy a sacarlos del agua para verlos mejor y comprobar cuánto tiempo pueden vivir al aire”. Me sorprendió casi tanto su convicción depredadora como su inquietud biológica y le llamé la atención: “Se morirán”, le dije, “necesitan ese agua sucia para vivir hasta que se hagan adultos y puedan hacerlo fuera del agua. Se llama metamorfosis esa aventura que les toca vivir....bueno, si tú les dejas”. Me miró algo contrariado y desechando mis consideraciones zoológicas me volvió a abordar sin reparos: “¿Tú me puedes decir cómo podría deshacerme del agua que hay en el frasco sin perder los bichos?”.

La mañana era hermosa y fresca, una de esas mañanas del final del verano en las que el sol lucha por hacerse ver a través de las nubes y un aire traicionero se empeña en recordarnos que el otoño está muy cerca. Hice como que no le escuchaba mientras accionaba inútilmente la bomba de la fuente. “Hay que cebarla”, me dijo, “¿o es que no te das cuenta, mostrenco?”. Actué como que si no le oyera mientras dentro de mí debatía sobre la conveniencia de darle alguna contestación a su pregunta y colaborar así en el aniquilamiento de aquéllas inocentes criaturas o intentar convencerle de que los devolviera a su hábitat natural. Miré a sus ojos y noté tal determinación en sus intenciones que me quedé convencido de que todo esfuerzo por mi parte para evitar la previsible mortandad de aquellos embriones de rana era totalmente inútil. Opté, por tanto, por resolver su dilema con alguna idea práctica. “¿Has pensado en colarlos?”, le pregunté. “¿ Cómo?”, me dijo. “Está claro”, apunté, “con un colador”. Volvió a recapacitar unos segundos y me contestó: “....¡Ya está!, con el colador de la leche que tiene la abuela”. Le miré sobresaltado y le llamé la atención sobre los problemas higiénicos que podría tener hacerlo así, sobre todo si después la abuela continuaba utilizándolo para su uso principal. Soltó un exabrupto de calibre medio y se fue hacia Sancirbián arrastrando los pies y con su precioso tesoro en una mano.

Debo decir que me olvidé del encuentro y del pasaje, y eché en saco roto el probable sacrificio de aquellos inmaduros inocentes hasta que ya por la noche, mientras apuraba un refresco con algo dentro en el bar me lo volví a encontrar. “Hola”, me dijo, “ya he resuelto el problema”. “Ah, claro”, le contesté, “...lo de los renacuajos. ¿Y qué has hecho?”. Sacó de un fardel el frasco de Nescafé y me lo mostró orgulloso: parecía vacío pero observando el fondo se veían las figuras extenuadas y agonizantes de los renacuajos asfixiados. “Vaya, vaya”, le dije, “así que los colaste.....” “¡Colarlos!....¡qué va!”, dijo, y miró con sigilo a derecha e izquierda como intentando que nadie fuera testigo de la confesión que se avecinaba. Se acercó sigiloso a mi oreja izquierda y susurró triunfante: “¡Me he bebido el agua!”. Me quedé perplejo y volví a preguntarle, incrédulo: “¿Que has hecho qué?”. Frunció el ceño irritado ante el revuelo que mi insistencia amenazaba con provocar, y me volvió a repetir: “¡Que me he bebido el agua!”. Le agarré del brazo y le saqué fuera del bar. La calle estaba tranquila y, allá arriba, brillaba una luna redonda rotunda y luminosa. Me lo llevé a un rincón. “Ahora me vas a contar qué es lo que has hecho”, le conminé con gesto serio. “Nada”, me explicó, “como no encontré el colador de la abuela me bebí el agua que había en el tarro para dejar los renacuajos solos. Me han aguantao más de media hora sin agua”, comentó.

Hay momentos en la vida en que necesitas pellizcarte para creer lo que estás viendo u oyendo, y en esas me andaba sin salir de mi asombro hasta que, profundamente contrariado, le amonesté: “¿Pero cómo se te ha ocurrido hacer eso?.... ¿y si te has tragado alguno?....” Descuida”, me dijo convencido de su pericia, “he apretado muy bien los dientes y no ha pasado ninguno”. Me senté desolado en el poyo de cemento y me paré a pensar mientras le miraba con incredulidad. Evidentemente, que se hubiera tragado algún renacuajo era lo de menos. Sabido es que aquello que no acaba con nosotros nos sirve de nutrición y que el tubo digestivo tiene el mérito de desechar todo lo que no absorbe. Era más problemático predecir las consecuencias de la ingestión de toda aquella agua verdosa y turbia, de aspecto repugnante, cuya concentración de gérmenes patógenos sería altísima, y en la que hasta hacía poco nadaban a sus anchas los infelices retacos, tan ignorantes de su origen como de su fatal destino. Le atraje hacia mí hasta colocarle debajo de la farola y le inspeccioné con cuidado los ojos, la lengua y el abdomen a través de la camiseta. Nada anormal llamaba la atención, pero me sentí obligado a realizar además un interrogatorio detenido: “ ¿Te duele la barriga?”, le pregunté. “No”, me contestó. “¿Has notado fiebre?”, proseguí. “No”, dijo. “¿Has hecho tus necesidades?”. Se separó de mí con un gesto brusco, molesto ya por tanta cuestión y porque la conversación fuera derivando hacia aspectos más bien escatológicos. Comprendiendo que en esas circunstancias perdía el caso y el enfermo, consideré que ya que había fallado la medicina preventiva había que darle una ocasión a la asistencial si es que fuera necesaria, que yo presumía iba a serlo. “Hagamos algo”, le propuse, “no diremos nada a nadie, ni a tu abuela, por supuesto, pero tú me vas a prometer que si te pones malo vendrás a buscarme”. “Vale”, me dijo con poco afán y se dio la vuelta con sus renacuajos muertos, muy ufano de la gran hazaña que había realizado él solito.

Pasaron los días mientras yo buscaba cualquier excusa para encontrármelo y examinar cómo evolucionaba el proceso. Cuando nadie lo sospechaba le tomaba el pulso o analizaba con detenimiento cualquier rasgo del color de su piel o de su humor intentando descubrir una verdad que él pudiera ocultarme. “Ven acá”, le decía en cualquier lugar, “¿de verdad que no tienes diarrea?”. “Que no te digo”, me contestaba el mocoso. “¿Ni siquiera una caquita un poco fea?”, continuaba yo. “Que no, pesao...déjame tranquilo ya”, me soltaba indignado. “Bueno, bueno,” proseguía yo, “déjame que te tome el pulso y dejo que te vayas.....”. Aprovechaba también cualquier encuentro con su abuela para indagar con discreción su historial clínico y sus antecedentes: “¿Así que no sabe si está vacunado de las tifoideas?”, dejaba caer como distraídamente. “Pues no lo sé, la verdad....”, me decía ella algo inquieta. “¿Y del cólera?”, continuaba yo. “Pues tampoco lo sé”, proseguía la mujer con gesto de preocupación, “¿pero es que le pasa algo a mi nieto?”, me preguntaba entonces. “No, mujer”, intentaba tranquilizarla, “es que las abuelas deben estar al tanto de todas esas cosas..... ande, llame a su madre y se lo pregunta...”

Recuerdo también que me prodigaba durante aquellos días en visitas inexplicables a su casa (“Pasaba por aquí y me he dicho, vamos a tomar un café ...”) intentando escuchar cualquier comentario accidental sobre la frecuencia de las visitas del muchacho al baño, o para intervenir, sibilinamente, en el posible curso de los acontecimientos: “Tienen que darle mucho arroz”, comentaba yo como sin venir a cuento, “el arroz es una fuente de energía de incalculable valor para estos muchachos que están en una edad de mucho desgaste. Y si es a base de agua de limón mejor.....”

Pero pasaron los días, e incluso las semanas y, sorprendentemente, el muchachito inconsciente de lo único que daba señales era de tener una salud de hierro. Yo, la verdad, no salía de mi asombro, y debo reconocer que aquél suceso, además de otras cosas, fue para mí, por entonces galeno novato y primerizo, una enseñanza de esas que no puedes aprender en los libros. No dudo que sea cierto que, continuando con la riqueza de la tradición oral, el agua corriente no mata a la gente, pero por lo que viví entonces, el agua moderadamente estancada, sucia de solemnidad y llena de renacuajos, tampoco. Y que la susceptibilidad individual ante algunos gérmenes nocivos es un dato determinante sobre la evolución de algunas exposiciones intestinales de mucho riesgo. Han pasado muchos años, y he guardado este secreto hasta ahora como un tesoro. Al leer la interesante aportación de Ramontxu no he podido evitar aportar este relato de protagonista anónimo al inventario de historias del pilón de Los Cubillos y de toda la diversidad biológica que encierra.

Cuando vea pasar este verano de nuevo al rey de los renacuajos, hecho ya un hombre de fundamento y exultante de salud, prometo no volver a analizar secretamente, como hago desde entonces, qué aspecto tiene, si le veo o no mala cara, o si percibo alguna urgencia por su parte en buscar un baño donde aliviarse.


Recibe un saludo de tu amigo,


José Manuel Díaz Olalla


(Publicado como "Carta a la Directora", en la Revista "Amigos de Hacinas" en el numero 103, Julio de 2005)

lunes, 24 de enero de 2005

Rigurosos Inviernos


Escuché a mi madre cientos de veces quejarse, casi con una nostalgia mal disimulada, de que los inviernos ya no son lo que eran. Y en esto, fíjense, coincidía con las impresiones de otros muchos contemporáneos suyos.

- Bueno, esto ni son inviernos ni son nada. Una birria es lo que son. Antes eran otra cosa. Eso sí que era pasar frío de verdad…

Y, en fin, de tanto oírlo lo fui incorporando a esa serie de verdades absolutas que se asumen para siempre y generan en nosotros un sistema de valores que, al final, determinan cómo entendemos la vida, cómo comprendemos las cosas que suceden y, si me apuran, hasta cómo distinguimos el bien del mal.

Para que ninguna duda pudiera albergar sobre la gélida veracidad de esa consideración tanto mi madre como otros intrépidos teóricos del cambio climático basado en la evidencia, adornaban con curiosos y anecdóticos datos sus hipótesis. La abuela, allí delante, en el comedor, mientras se colocaba los faldones de la mesa camilla encima de las piernas asentía con la cabeza a cada rato.

- Mira, Manolín, cómo se nota que no sabes nada de la vida, que sois unos gurriatos que os creéis que estáis de vuelta de todo y en realidad acabáis de salir del cascarón. Cencerro, que eres un cencerro, atiende cuando te hablo. Lo de ahora ni es nevar ni es nada. Cuando yo era niña hubo años en que tras la caída de la primera nevada los mozos hacían un muñeco de nieve grandísimo y lo colocaban en Sancirbián, ahí en eso, dónde la umbría, ¡y duraba todo el invierno! No se deshacía hasta que llegaba la primavera.

Y el niño Manolín abría los ojos bien grande y se ponía a temblar sólo de pensar en el frío que tenían que pasar.

- Abuela, eche para acá una manta que me dan escalofríos sólo de pensarlo.

- No seas mostrenco que estamos en Agosto... Y aguarda un poco que ya vendrá el frío, ya...

Si les cuento todo esto es para demostrarles que, aquí donde me tienen, soy un ser humano que se ha criado con el concepto del calentamiento global muy arraigado en su culturilla particular. Por eso para mí el hecho de que la temperatura media de la tierra suba es algo tan asumido y tan natural como que dos y dos sean cuatro, que el sol se ponga por el portillo dicho de Santiago, o que para coger las moras más gordas había que subirse al moral de Basilio. Me extraño más bien del estupor que provoca este tema en algunos a estas alturas. Y me pregunto ¿es que en su pueblo los mozos no harían un muñeco de nieve grande que pasada la novedad de los primeros días dejaba de ser adorno para convertirse en termómetro popular durante todo el invierno?

Y todo esto a pesar de que para mí Hacinas es sobre todo el verano. Y que mi experiencia invernal de nuestro pueblo es más bien escasa y se fundamenta sobre todo en los relatos de los mayores. Por eso no tengo más remedio que ilustrarme escuchándoles a ellos o consultando internet. A mayor abundamiento de datos y referencias me puedo referir aquí a la descripción de Hacinas que figura en la página web municipal. Allí se dice:

Hacinas pertenece a la provincia de Burgos (España) y está situada en la N-234 a 79 Km. de Soria y a 59 Km. de su capital. Los 1.005 m. de altitud le aportan unos inviernos fríos y rigurosos y unos veranos agradables.

Rigurosos: esa es la expresión más inquietante de todas. Yo prefiero pasar un invierno gélido, helado e incluso glacial, antes que un invierno riguroso. A pesar de ello, si al que escribió la reseña le parecen rigurosos los inviernos de ahora es que nadie le debió contar cómo eran antes. No quiero pensar lo que le parecerían aquellos de los que hablaba mi madre mientras mi abuela, y otros contertulios contemporáneos, asentían con la cabeza mientras tiraban de faldón de la mesa camilla para cubrirse los muslos y mojaban en el café con leche otra galleta María, en aquéllas tardes de tertulia estival.

Pero vivimos tiempos de desmitificación y, un día sí y otro también, sale alguien que te desmonta alguna verdad absoluta y te deja como desnudo y necesitado de otra verdad para llenar el hueco irremediable. De esta forma alguien me contó hace tiempo que los inviernos entonces en realidad no eran tan severos y que esas impresiones sólo forman parte del imaginario colectivo y no se basan en datos reales. Que alucinaban, vamos. Es decir, te dicen que tu madre y tu abuela no te contaban la verdad, que te mintieron durante años, como si fueras un tonto, y que toda aquélla gente que merendaba en casa les seguía la corriente para engañarte mejor, y se quedan tan anchos. Y lo peor es que estos sabios modernos de pacotilla te dicen estas cosas con una parsimonia asombrosa, utilizando una jerga técnica casi incomprensible para un lego en la materia, poniéndote delante un montón de informes y luego te dan una palmadita en la espalda, esbozan una sonrisa sarcástica y se dan la vuelta como si tal cosa. ¡Qué falta de sensibilidad! ¡Qué poca consideración!

Y como te ven incrédulo y desconcertado te invitan a que leas el informe científico del Instituto de Meteorología, aquél que cuenta con cifras que desde el inicio del siglo XX hasta la actualidad la temperatura media de la tierra ha subido solamente algo menos de un grado centígrado. Y la meseta española entra dentro de las zonas donde esta subida ha sido más canija. Admiten, eso sí, que es posible que ahora haya menos olas de frío y las temperaturas mínimas en las noches de invierno no sean tan extremas. Y, bueno, me agarré a esta noticia como a un clavo ardiendo porque me negaba a admitir que aquél rigor invernal de la infancia de mi madre fuera tan sólo un espejismo agrandado en el sentir colectivo por circunstancias tales como que las casas no tenían buena calefacción, ni la gente adecuada ropa de abrigo y, por tanto, la sensación térmica era más crítica de lo que la realidad comparativa nos recomienda pensar. En parte puede que fuera por eso, y no exactamente porque hiciera mucho más frío, por lo que aquélla generación sufriera más las bajas temperaturas.

Cuando llegué a esta conclusión me quedé algo aliviado. El cambio climático era para mi madre y mi abuela una evidencia sin matices y descubrir a estas alturas que todo ese fenómeno se podía cuantificar en menos de un grado de incremento de la temperatura desde 1900 a nuestros días me llenó de zozobra. La sensación térmica vino en mi auxilio mientras archivaba en alguna zona recóndita del mesencéfalo ese contraste aparentemente incoherente de información. Mientras lo hacía recliné la cabeza y recordé de nuevo aquéllas tardes de conversación pausada y merienda en casa de mi abuela.

- Ahora ni hay inviernos ni nada. Cuando tu madre era chica caía una nevada y al día siguiente teníamos que salir con palas a la calle para hacer caminos para que los que los chicos pudieran llegar a la escuela. Y así todos los inviernos. ¿O no es verdad?

- Diga usted que sí, Señora Margarita, y traiga algunas pastas más que por este lado de la mesa nos hemos quedado in albis.

El calentamiento global es una realidad que marcará el futuro de la humanidad. Al Gore, el hombre que fue el próximo Presidente de los Estados Unidos antes de convertirse en el profeta moderno del cataclismo, lo ha anunciado. Tuvo magníficos predecesores en mi abuela, mi madre y otra mucha gente de su generación que gustaban de hacer predicciones alrededor de una mesa camilla. Por ellos supimos que hubo una época en Hacinas en que los muñecos de nieve aguantaban un invierno entero y que los lobos se paseaban por delante del Ayuntamiento con bufanda. Si alguna vez le dicen que no debía ser para tanto y le quieren enseñar un informe encabezado por el título “Evolución histórica de las temperaturas en España en el siglo XX”, ni se le ocurra leerlo. Está lleno de cuentos.

No me extraña que lo hayan escrito en el Instituto de mentirología.



Manuel Díaz Olalla
(Publicado en "Amigos de Hacinas", primer trimestre de 2005)
Ilustración de Pere Carbonell

jueves, 20 de enero de 2005

SIENTO UNO (101)




Cuando siento uno (101) de esos momentos de languidez súbita o de melancolía extrema que me abordan de vez en cuando sin que entienda muy bien cómo llegan cuando vienen y por qué se van cuando lo hacen, tengo la costumbre de combatirlos relajándome en un sillón cómodo, entornando los ojos y dejando volar la imaginación hacia tiempos realmente felices, mágicos y espléndidos de mi vida. Es mi antídoto preferido y, por cierto, el más eficaz que he encontrado para contrarrestarlos. Con mucha frecuencia, cuando esto sucede, mi mente navega en un momento a través de tiempo y espacio hasta situarme, aún niño o adolescente, en Hacinas.

Cuando siento uno (101) de esos momentos e intento recordar cómo pasaron las cosas o resucitar algún detalle dormido para siempre en algún recodo del camino, si no lo consigo les confieso que relleno los huecos de mi memoria con aportaciones personales inventadas al momento, verosímiles pero improbables, en ocasiones compuestas a base de retales de otras historias vividas, a las que sólo les pido que sean capaces de sostener y dar sentidos al esqueleto general de lo que ocurrió realmente. Que sujeten la viga maestra, aunque yo ponga andamios y tabiques por donde mejor me convenga. El revestido no importa si el fundamento se mantiene y además se explica. Lo escribió el genial Gabo García Márquez y habrá que darle la razón, que la vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla. Con ello sólo quiero justificar ante ustedes mi desmemoria temprana y la licencia que yo mismo me concedo de contar las cosas como me plazca, siempre que a ustedes no les parezca mal, ni presenten alegaciones en contra los citados en mis historias. Los que aún pueblan este valle de lágrimas, es de entender.

Si siento uno (101) de esos días nostálgicos recurro a veces a pequeñas ayudas aclaratorias como por ejemplo la observación de alguna fotografía antigua. Aunque este ardiz deje poco margen de maniobra para invenciones al menos encarrila el cacúmen y ayuda a situar personajes y cosas. Ocurrió hace poco. Hojeaba mi madre el número especial de la revista cuando quedó confundida al observar en una de sus páginas a su propio hijo con su propia madre. Es una foto antigua, en blanco y negro virado a sepia por el implacable paso de los años. Le dio como un vuelco y solicitó con urgencia que le contara la historia de aquélla foto. Admito que a mí mismo me costó reconocerme en aquélla fotografía que no había visto nunca. Pre-siento (100) que este número está lleno de sorpresas, le dije, y le invité a que se sentara a mi lado en el sofá donde mejor se inventa. Esta foto tiene más de 35 años, me justifiqué en previsión de que quedaran demasiado evidentes las lagunas que, irremediables, se aproximaban e intentando que parecieran tan sólo imprecisiones comprensibles por el paso de los años. Entorné los ojos intentando aparentar que hurgaba en el cajón de mis recuerdos mejor guardados. Recuerdo como si fuera hoy que era una tarde de Septiembre, le dije, y aún hacía bastante calor. Mientras la abuela me preparaba la merienda, primero una rebanada de hogaza recién cocida rociada con un poco de aceite y regada con algo de azúcar y luego una onza de chocolate, sonó en el portal a través del cuarterón abierto la voz de la chiquillada inquieta, que acababa de bajar por las escaleras de la escuela, solicitando urgentes vasos de agua con que aliviar el polvo de sus gargantas.

Dijo la abuela: “Tomai hijos que acabo de venir de Los Cubillos, todavía está el cuadro encima de los calderos, cogei unos vasos... pero acordaros que cuando me muera tenéis que rezarme un Padre Nuestro cada uno...”. “Sí tía Margarita” respondieron todos al unísono.

Cuando siento uno (101) de esos momentos de éxtasis contenido los recuerdos fluyen o parecen fluir rápidos y frescos como si no hubiera pasado el tiempo. Recuerdo muy bien que ese día llevaba aquellos pantalones cortos tan bonitos que me había hecho la tía Dolores el año anterior. Creo que con el estirón anual se me habían quedado un poco raquíticos pero a mi me gustaban porque con aquéllas pinzas me parecían muy modernos, y me los ponía hasta que las manchas escandalizaban a la abuela, que me los requisaba para llevarlos a Fuentepeña. Mi madre se impacientó con tanto detalle accesorio y solicitó algo más de concreción. Y de la foto qué, volvió a preguntar. A eso vamos, me centré de nuevo, estábamos en ésas cuando ¿quién crees que apareció?, me concedí a mí mismo un respiro que me permitiera recordar o suponer la historia que encierra aquélla imagen inédita. ¿Quièn? dijo mi madre ansiosa de datos y señales. Pues Jesús, dije, el hijo de la prima Mercedes. Por entonces todavía vivían en Barcelona y Jesús, como sabes, siempre ha sido un fotógrafo de categoría. Acababan de llegar y venía a saludarnos, creo que eran unos días antes de Santa Lucía. Recuerdo como si fuera hoy que Jesús traía una de esas cámaras fotográficas instantáneas muy modernas para la época, una Kodak creo, y mientras charlábamos un rato se le ocurrió hacer unas fotos a la abuela. Andaba Jesús, me parece, atravesando una época artística muy creativa y, de repente, la foto sencilla de abuela y nieto sentados alrededor de la mesa camilla con tapete de hule floreado no le satisfacía demasiado. Digamos que buscaba algo, cómo decirte, un poco más costumbrista y que acentuase más las diferencias generacionales.

Si siento uno (101) de esos arrebatos de inspiración narrativa noto como que me meto en la historia plenamente y ni yo mismo calculo a dónde puedo llegar con el relato. Observé entonces que mi madre revivía aquélla tarde, una tarde como cualquier otra, con la misma certeza de quien había estado allí. Rebusqué un poco más dentro del magín e intenté una solución rápida al suspense. Entonces fue, continué, cuando recordé que entre los mil trastos y cachivaches que había visto amontonados en el “cuarto de los leones”, esa estancia tétrica y sin luz que siempre estaba cerrada, allí, al lado del mosquero, se encontraba el carro de hilar fuera de uso de la abuela y fui a buscarlo. Parece que la idea le gustó al fotógrafo y decidimos hacer las fotos ante la puerta de la casa. Ya sabes que era una puerta con todo el sabor tradicional de la casa hacínense, qué te voy a contar a ti que fue tu casa durante muchos años, con su cuarterón, su gatera y aquélla inmensa cerradura hecha para dar cobijo a esa llave de hierro tan pesada que la abuela colgaba del quincho de la entrada. En fin que allí fuimos abuela, nieto y carro, a posar de una manera fingida pues como te imaginas hacía muchos años que aquél carro no sacaba adelante ni una mala madeja de lana. Como recordarás a la abuela no le hacía mucha gracia posar para las fotos, pero a mí, imagínate, me divertía a más no poder aquélla escena de la abuela refunfuñando ante el carro y Jesús con su cámara intentando captar la plenitud de aquél momento.

Mi madre empezó a entender no sólo el cómo y el porqué de aquélla foto sino también a explicarse mi actitud desenfadada contrastando con el gesto adusto de la abuela. Una, dos, tres, proseguí, ni sé cuántas fotos sacó Jesús. Me miró mi madre como intentando averiguar algo más de aquélla memorable tarde pero, de repente, me quedé sin argumentos y no supe por dónde darle más vistosidad al relato. Si siento uno (101) de esos ratos fatídicos en que el tintero de la imaginación se queda como seco soy de la opinión de cerrar el caso con cualquier excusa y a otra cosa mariposa. Entonces, dije, me acordé de que mis amigos debían estar echándome de menos por la Hontana para llenar los calderos de hojas frescas para los cochinos y me fui a escape dejando a Jesús, a la abuela, y al carro allí a la puerta. Supongo que Jesús enfundó su cámara y la foto vamos a encontrarla ahora, más de 35 años después, en el número 100 (siento) de la revista de Hacinas. La vida es así. Llena de sorpresas. Mi madre me miró algo decepcionada por el final tan abrupto de aquél relato y pensó para sus adentros que siempre he pecado de lo mismo, que empiezo bien pero los remates los dejo algo flojos.

Ves, le dije, las cosas buenas que tiene la revista “Amigos de Hacinas”: nos ayuda a encontrar auténticas joyas que teníamos perdidas. Me miró de nuevo algo incrédula y contestó: ¡Y a ejercitar la imaginación cuando la memoria nos falla!.

Ha sido todo un acontecimiento la salida a la calle del número 100 (siento) de la revista. Siento (100) que es un gran premio al esfuerzo colectivo de todos, los que la escriben y los que la leen. Y siento (100) también que sigue siendo la gran referencia de la conciencia colectiva de este pueblo que avanza cada día sin querer renunciar a sus raíces y a su historia.

Ahora que el número 101 (siento uno) marca, aunque sólo sea cronológicamente, una nueva etapa de este fenómeno cultural, siento un (101) deseo enorme de mandar a todos los que lo han hecho posible mi reconocimiento más emocionado y mi agradecimiento por mantenernos en la búsqueda permanente de nuestros recuerdos y dejarnos volar a través de la imaginación para no perder de vista lo que somos y lo que fuimos.

Y por permitirnos reafirmar en cada número nuestra propia identidad de pueblo y de cultura. Por todo ello, siento uno (101).


José Manuel Díaz Olalla
Escrito en Enero 2005

Texto publicado en el número 101 de la Revista "Amigos de Hacinas"


(Homenaje personal a la Revista "Amigos de Hacinas" al publicarse su número 100)

viernes, 9 de agosto de 2002

Burros




Me enteré esta mañana de que los burros están a punto de extinguirse y me he llevado el disgusto del día. Todavía no me lo puedo creer. Bien es cierto que hace años que no les veo pasar por las calles, veredas, ni rincones de Hacinas, pero jamás llegué a imaginar que la cosa estuviera tan crítica. Más bien pensaba que esta escasez se debía a alguna cuestión de índole local que afectaba exclusivamente a la cabaña de Hacinas y su comarca. Pero no. Según la crónica televisiva se trata de un problema general. O sea, diríamos que es un asunto que afecta a la burrería universal.

Tenemos tanta tendencia a idealizar nuestras cosas y a creernos el centro del Universo, que todos los análisis de la realidad que nos circunda los pasamos primero por el tamiz de nuestra pequeña concepción del mundo, de la local, de la casera. Así por ejemplo cuando hace años empezaron a escasear los cangrejos autóctonos de nuestro río me hice todas las cábalas que mi modesto conocimiento sobre las cuestiones piscícolas me permitieron. Pensé que quizás se hubiera secado el río y los crustáceos habían perecido de sed, o que a fuerza de echar reteles de manera intensiva y de ser más los pecadores que los pescados, habríamos esquilmado esa suculenta riqueza fluvial. Nada más lejos de la realidad, por lo que después puede comprender cuando me hablaron, y me enseñaron, el nuevo amo de las aguas dulces de nuestra comarca: el cangrejo americano depredador. Pues bien, ahora con los asnos partía de premisas también equivocadas: nos encontramos ante un problema mundial.

La noticia que escuché esta mañana hablaba también de que un pueblo llamado Rute se ha convertido en reserva natural de estos solípedos, y allí, los que quedan, que son pocos, retozan a sus anchas, entre perplejos y complacidos, observados por turistas, zoólogos y amantes de lo exótico que acuden de todo el mundo, y liberados por fin de las penosas tareas que tuvieron que soportar sus antecesores en épocas recientes. Los que aparecieron en el reportaje con su cara y sus orejas de burro llenando la pantalla lucían felices, y me puse a pensar si lo serían por haberse salvado momentáneamente del sacrificio que ha sufrido el resto de la especie y por encontrarse en ese nuevo arca de Noé a la espera del diluvio, sin tener que cargar más peso sobre sus lomos que el de su propia conciencia de burros, si es que la tuvieran, que espero que no.




Evaristo con la acémila, muy crecida, de Basilio


Y creo que ahí hemos estado faltos de reflejos. Ese trabajo tan meritorio que realizan con notable esfuerzo en aquél pueblo cordobés con el fin de proteger la especie cuadrúpeda y evitar así su desaparición, al igual que hacen en las Islas Chafarinas con las focas monje o en la reserva congoleña de Los Virunga con los gorilas de montaña, ese loable trabajo, digo, bien lo podríamos estar haciendo en Hacinas en este momento. Primero porque los burros, esos burritos de nuestra vida, esos plateros tiernos y sufridos de nuestra infancia que corren el riesgo de desaparecer para siempre, bien se lo merecían. Y segundo, y ahora mirando un poco por nuestro propio beneficio, porque nos habrían podido dar mucho juego, como a los ruteños. Piensen si no: aulas de la naturaleza para convivir con los asnos los fines de semana, centros de interpretación burril aquí y allá, seminarios sobre sus costumbres más curiosas (como esa que tanto me sorprendía de niño al verlos rebozarse por el suelo intempestivamente hasta cubrirse de polvo), auditorios naturales para que el personal se deleitara con sus rebuznos, y un largo etcétera de cosas variadas que hubieran convertido nuestro pueblo en un floreciente centro de turismo burro-ecológico nacional.

No se lo tomen a broma porque la cosa, según la veo, es bastante seria. Dentro de nada cuando digamos, por ejemplo, esa frase tan recurrente de “iba cargado como un burro”, no podremos evitar que alguien nos mire, seguramente algún jovenzuelo de esos que sólo conocerán de su existencia por las enciclopedias, como si nos hubiéramos escapado del Pleistoceno, o fuéramos el auténtico antecésor de Atapuerca . Y, la verdad, es que deberíamos tener cierta mala conciencia colectiva por lo que hemos hecho con los burros. No hemos estado a la altura de las circunstancias. Ellos no se lo merecían. Diríamos que hemos ido demasiado lejos y demasiado rápidos en la nefasta costumbre humana de usar y tirar todo aquello (mineral, vegetal o animal) que deja de tener una utilidad para nosotros. Se inventaron los tractores, después la gente abandonó el campo (creo que una cosa trajo la otra), y, acto seguido, condenamos a los burros a los zoológicos. Esto del desarrollo está muy bien pero, por favor, un poco de conciencia ecológica y de armonía con el medio y con quienes lo pueblan. Y si de lo que se trataba era de buscar el lado mercantil a las cosas y terminar de una vez por todas con el romanticismo, nada nos hubiera costado haber sido algo más agradecidos con esos animalitos tiernos de nuestra adolescencia: ¿por qué no hemos buscado más utilidades a la lecha de burra, un suponer?. ¿Porqué no les hemos dejado un espacio en nuestras casas y en nuestros corazones como animalitos de compañía, por ejemplo?. No está bien esto que pasa con nuestros queridos asnos y algún día el ser humano, depredador, desagradecido y desconsiderado, recibirá su merecido.

Mientras eso llega tendremos que conformarnos con ir a Rute a ver los burros que queden. O a algún zoológico, si no nos queda otra. Bueno, no sé si hace falta que se lo diga, pero estoy hablando, desde el principio, de los burros de orejas grandes, corazón tierno, rebuzno sonoro y cuatro patas.

Los otros, los de dos piernas, mala educación y peor compostura no se extinguen. De esos cada día hay más. Y, además, los hay por todas partes.


José Manuel Díaz Olalla

(Publicado en "Amigos de Hacinas" en fecha indeterminada)


martes, 8 de agosto de 2000

EL CASETE



Aún recuerdo con emoción aquél primer casete de mi vida: Magnetófono reproductor y grabador a cassete, que ponía en la caja. Aquél primer casete de mi vida fue el premio de fin de curso del año 1970 ó 1971, perdónenme la falta de memoria, y lo estrené en Hacinas. Fue, sin duda, la revolución tecnológica de aquél verano hacinense, envidia del mocerío en aquéllas noches tórridas del castillo, y el augurio de que una nueva era de la multimedia estaba llegando. Casi se sonroja uno pensando en cómo cambian los tiempos y en cómo pasan los años. Y se sorprende constatando cómo avanzan la electrónica y los soportes de la comunicación.

Lo recuerdo, y me recuerdo -¡ay Dios!-, casi como si fuera el verano del 99. Allí estaba yo, con mi casete de color naranja marca Sony -"diga usté que sí, que lo japonés es mucho bueno"- forrado en aquélla funda de cuero, colgándome del hombro, en bandolera, camino de la huerta, tras la abuela. Ella con el caldero y la azada. Yo con mi casete al hombro. Camino de Campo los muertos. Recuerdo aún que sólo tenía cuatro cintas que oía y oía hasta acabar con la paciencia de la abuela: una cinta virgen donde grabar todo tipo de bobadas; las otras tres regalo de mi prima Isabel, una de Serrat en catalán ("lo último de Serrat, niño, salió en Enero, no te creas"...), otra de Tom Jones en directo, cantando entre otras A mi manera ("joé qué voz el tío"), y, la última, un variado de música americana, de la buena, entre la que destacaba, y aún me parece oírla, Suavemente me mata con su canción de Roberta Flack.

Recuerdo que mientras la abuela echaba un trago en la fuente de Campo los muertos, después de cebarla con mimo y dedicación, yo me las daba de disc jokey interesante y la abordaba con preguntas que para ella eran completamente intrascendentes, en especial si se consideraba la faena hortofrutícola que se le avecinaba:

- ¿Abuela con qué empezamos, con Tom Jones o con Serrat?.
- Calla la boca si puedes, mostrenco, y no marees más con ese aparato.

Diremos aquí que la abuela nunca mostró, o al menos en lo que yo conocí, un interés excesivo en la comprensión y aprovechamiento de las tecnologías de última generación. Tuvo ocasión de demostrarlo cuando prendieron delante de ella por primera vez un aparato de televisión. Nada le gustó aquélla invasión repentina de la sala de estar por parte de aquélla gente que salía en la pantalla. Gente que, como ella afirmaba, ni conocía, ni nadie había invitado a casa. Pero eso sí, en todo caso, ella consideraba que a pesar de la poca formalidad que demostraban viniendo sin invitación, por nuestra parte había que mostrar una educación exquisita. Nadie podía levantarse de la mesa mientras el locutor presentaba el telediario. Ni siquiera a la cocina a buscar el segundo plato. Costó mucho convencerla de que a aquél mostrenco que hablaba y hablaba dentro del aparato de cosas que a ella no le interesaban en realidad le daba igual si le escuchábamos o nos íbamos a Castrillo por no oírle.

El mocito, o aún menos, que era uno durante aquél verano de casete y copla, pensaba, quizás, que la abuela se enfadaba porque prefería música romántica, o jotas a lo mejor, y me instalaba frustrado en mi inquietud musical bajo la sombra de aquél guindo soberbio de la huerta, mientras la abuela echaba el primer caldero de la tarde al pozo misterioso y profundo que, confesémoslo ya de una vez, me daba pavor. Nunca olvidaré aquéllas tardes de contrastes, tardes irrepetibles, que se iban y se venían entre explorar cómo funcionaba el play y el rewin y en aprender a recoger las vainillas más verdes, las cebollas más espigadas o las berzas más suculentas. Las tardes, otrora tranquilas y tan sólo rotas por el trasiego de la cuerda en el brocal y de la azada contra los terrones o por el paso cansino de las ovejas camino de las casonas, se vieron invadidas, durante aquél verano, por músicas extrañas cantadas en lenguas de fuera que, la abuela, en su eterna paciencia, no acababa de entender ni de aprobar.

- ¿Para eso querías venir?, ¿para pasarte la tarde ahí como un zascandil?. Cierra ese chisme, aplica los garbanzos y tiéndelos ahí neso.

Descubrí aquél verano que la abuela no era partidaria de las modernidades tecnológicas ni de la música en lata. Ni entendía el catalán, ni le gustaba que le hicieran entrevistas cuando, con mi micrófono en ristre, me la acercaba por la espalda emulando a Matías Prats, padre, naturalmente.

- Nos encontramos esta tarde en Hacinas, en la huerta de la señora Margarita, a quien vamos a hacer una entrevista.....uán, tú, trí, ¿me se oye, me se oye ?. Sí parece que sí... bueno, señora Margarita, ¿cómo se presenta este año la cosecha de ajos?.
- Quita ese cable de ahí, espantajo, y haz el favor de regar un poco las lechugas o te doy un cocotazo.

Siempre breves pero contundentes declaraciones las de la abuela, dispuesta por todos los medios a aruinarme la vocación periodística y a que no perdiera el tiempo en esas majaderías y pusiera algo más de interés en recoger las patatas, actividad sin duda mucho más sustancial y productiva.

Estoy seguro de que mis amigos aún se acordarán de aquél viejo casete japonés, una reliquia prehistórica en este mundo actual de los CDs y de los MP3s, una reliquia digna de algún museo de la ciencia si todavía lograra rescatarlo de algún montón de cacharros de los que abundan en la leonera en que se ha convertido mi cuarto trastero, y se acordarán de aquéllas noches de verano en el castillo, tras la faena agostí de era y bielda, allí, tan ricamente, mientras ensayábamos cómo se echa el humo por la nariz y hacíamos planes para el viernes.

- ¿Y no tienes otra cinta?.... es la cuarta vez ya que pones al Tom Jones ése...
- ¿El hermano de Paco...?
- Eso... hasta ahí nos tienes ya con el casete...

Eran noches mágicas, de risas incoherentes, chistes reiterados, lugares comunes, menceys chupados y la cinta de Tom Jones una y otra vez. La luna llena allí arriba y nosotros allá abajo, descubriendo el mundo y las cosas, hablando de chicas y de pueblos, de bicicletas y de internados donde invernar, y muy pendientes del casete, que lo llenaba todo.

- Pues mi primo Juan tiene una cinta de Simon y Garfunkel, se la voy a pedir a ver si cambiamos un poco.....
- Vale.






Recuerdo con nitidez meridiana el casete viejo que tanto nos acompañó aquél verano del 70 -¿o era del 71?-, que me gané por mi buena conducta y que mucho nos ayudó a descubrir unas cuantas cosas: que se habían inventado los equipos electrónicos portátiles; que una misma canción, por buena que sea, a la quinta vez ya cansa; que recoger cebollas mientras se oye a Serrat se hace más llevadero; que la abuela no era partidaria del trabajo musicado ni de las entrevistas en directo; y de que las noches estivales a la luz de la luna resultan más dulces si suena cerca un tema romántico entonado con sentimiento.

Recuerdo todo eso, y más cosas que no puedo contar, y ahora, cuando estoy a punto de enviar esta pequeña crónica sentimental por el e-mail de mi PC si es que el servidor está operativo, cuando con el mando a distancia voy a proceder a apagar el canal satélite del televisor, el equipo de CD-ron y hasta el DVD, pienso que es verdad aquello de que las ciencias adelantan que es una barbaridad, y de que, indudablemente, estamos cumpliendo muchos años.

Manuel Díaz Olalla
En Madrid, el día de mi cumpleaños del año 2000
(Publicado en "Amigos de Hacinas", fecha indeterminada del año 2000)

lunes, 9 de agosto de 1999

Canciones







Todas las cosas que debemos saber están recogidas, una por una, en las canciones de nuestra vida. En ellas, y solo en ellas, se desglosan, como en un inventario incalculable, todo lo que somos, lo que hemos sido y, aún, lo que nunca seremos.

Todas ellas, una detrás de la otra, han brotado de nuestras bocas y, muchas veces, de nuestros corazones, tan intensamente que nuestras propias historias hoy no se distinguen de las letras de aquéllas canciones antiguas, ya algo rancias, que duermen en algún rincón de nuestra memoria y que, cuando más descuidados estamos, nos salen al encuentro, como para recordarnos que aún siguen existiendo, desde algún programa de aniversario de la radio, o desde el fondo de algún cajón lleno de discos viejos.

Analice si no. Y lo verá.

I.

En casa de la abuela hubo veranos, ya hace muchos, en que la emoción de cada tarde rondaba siempre la hora de llegada de la boyada.

- ¿Abuela, han llegao las vacas?
- No, aún le queda un rato....

El niño esperaba ansioso aquella invasión vacuna que llenaba calles y casonas -¿aún se acuerdan ustedes?-, entre temeroso y perplejo, procurando que aquél fenómeno vespertino no le sorprendiera lejos de algún refugio seguro desde donde pudiera ver con claridad el paso cansino de las rumiantes sin ser visto por ellas, pues entendía que, en realidad, las bestias llegaban cada tarde buscándole por calles y callejas con la malsana intención de hundirle un cuerno en aquélla barriga lampiña. Si, por cosas del azar, aquel desembarco animal le sorprendía por la parte de le escuela, y tenía la suerte de observar la llegada del toro, sobre todo de aquél toro viejo que solo tenía un cuerno, el corazón del gurriato saltaba en el pecho como queriendo salirse de la caja y entonces, el mocoso corría desesperado, escaleras abajo hacia la casa de la abuela, mientras oía a lo lejos las carcajadas de Basilio que le gritaba: "¿Dónde vas, torero?".

Llegaba por fin al portal, trancaba con frenesí puerta y cuarterón, y se agarraba a las sayas negras de la abuela que, a esa ahora y descuidada de las hazañas taurinas del nieto, se esforzaba en remendar algún calcetín viejo. Cada tarde, a esa hora, y como si desde Radio Castilla supieran lo que pasaba en cada casa, aquél transistor tan chic que había llegado de Suiza y que pendía como un espantajo del clavo de colgar chorizos que había en la viga del portal dándole cien patadas a la estética austera de casa de pueblo de la época de la pre-electrificación, aquél transistor, digo, lanzaba a los cuatro vientos aquélla canción tan vieja y tan festiva que aún hoy, solo al oírla, me traslada automáticamente a esas tardes inciertas de mis primeras faenas en el arte de Cúchares :

"Tengo una vaca lechera,
no es una vaca cualquiera...."


II.

Corrían aires modernos, en aquélla época, en las reuniones del club, allí todos, los sábados por la tarde, los veraneantes y los de allí, alrededor de aquél tocadiscos prestado que hoy sería pieza de museo si existiera, oyendo los discos que cada uno traía de Madrid, de Bilbao, de Barcelona, de Burgos. Eran debates intensos sobre nuevas tendencias de la música moderna, que acababan en audiciones reflexivas de las piezas debatidas y una posterior puesta en común.

Los había de la línea de Karina, los de José Feliciano, los de Massiel, y, algunos, los más progres, hasta partidarios acérrimos de los Abba y otras lindezas foráneas.

-Dí que sí, que lo extranjero es mucho bueno.

Era una época en que la televisión no había irrumpido en nuestras vidas como un tótem demoledor, y las cosas de la globalización eran una utopía. Épocas en que la música que se oía en cada pueblo era sustancialmente distinta, definida más por los gustos de la gente que por las necesidades comerciales de las casas discográficas, y donde, por tanto, cabía discutir de modas y tendencias de cada lugar.

Se discutían, por tanto, las experiencias personales y las propias formas de entender la música. Ahora eso sería imposible. Vivamos dónde vivamos y vayamos a dónde vayamos todos oímos las mismas cosas y aquéllos debates tan ricos han dejado, al menos en parte, de tener razón.

Pero aquéllas tardes del club marcaron nuestras vidas de aficionados y nuestra adolescencia impúber.

El muchachito que asistía, él más perplejo que nadie, a la propia eclosión hormonal de sus 15 años, se las daba de entendido en música romántica, a ser posible francesa, sobre todo para quedar bien delante de las chicas. Hablaba de su experiencia discotequera y de lo bien que bailaba el agarrao cuando sonaba una buena pieza con sentimiento. Cuando las tardes del club se alargaban y de las discusiones se pasaba a las prácticas bailables sobre todo lo debatido, el muchachito imberbe se atusaba con discreción algún rizo rebelde, ponía cara de interesante y se dejaba caer al lado de alguna chica que le hiciera tilín.

Aquélla tarde de Septiembre hacía un frío casi invernal. El tocadiscos hacía rato que lanzaba al aire sus quejidos musicales y los muchachitos y muchachitas movían sus esqueletos, y todo lo demás, al compás de lo último de los Lone Stars, de los Pop Tos o de Claudio Baglioni. Cuando comenzó la música lenta él la miró. Ella hizo como que no se daba cuenta. Él se acercó con aplomo y seguridad.

-¿Bailas?, dijo él.
- Bueno, dijo ella extendiendo sus brazos como mecánicamente.

Él quería quedar como el campeón del feelin y no dudó en aparentar una seguridad y una experiencia de las que, obviamente, carecía.

- ¿Esta es la música que te gusta a ti?, dijo ella dejándose llevar.
- Sí, contestó él con decisión.
- ¿Tú has bailado mucho?, preguntó ella
- Mucho, contestó él mientras sonreía.

Ella, notándole tembloroso, se atrevió a más y le propuso:

-Parece que tienes las manos muy frías. Si quieres puedes meterlas en los bolsillos de atrás de mi pantalón mientras bailamos....

Al muchachito listillo y sabelotodo comenzaron a venirle sudores fríos a la frente y a las manos, y tuvo que tragar saliva dos veces antes de reaccionar. Comenzó a sonreir con esa risa medio histérica del que se ve sorprendido por su propia arrogancia y se quedó allí, en mitad del club, con cara de tonto, mirándose las manos sin saber qué tocarse o dónde meterlas. Le salvó el subdesarrollo cuando, de repente, se fue la luz, y el tocadiscos se detuvo. Pudo salir de aquélla sin necesidad de ponerse colorado del todo ni hacer el ridículo del mojigato que se ve superado por su propia inexperiencia.

Nunca sabremos cómo habría acabado aquél guateque sin aquél corte de luz. Pero aún hoy, tantos años después, el mero hecho de escuchar aquélla canción de Adamo me transporta, irremediablemente, al club de Hacinas y a una tarde fría de Septiembre en que una propuesta inocente estuvo a punto de echar por tierra esa leyenda de muchacho de mundo que, por la pura estupidez adolescente, había intentado construir.

“Y mis manos en tu cintura,
pero mírame con dulsor...”

Somos lo que las canciones que se han cruzado en nuestras vidas han querido que fuéramos. No lo dude. Piense que todo está en las letras de sus canciones e intente recordar alguna de las más antiguas y comprenderá que lo que en ellas se dice se ha confundido ya en su cabeza y en su corazón con su propia historia como algo inseparable. Tanto que, seguramente, le será muy difícil decir dónde termina la canción y dónde comienzan sus sentimientos.


José Manuel Díaz Olalla


(Publicado en "Amigos de Hacinas" en fecha indeterminada)

sábado, 20 de marzo de 1999

VACAS



Veo vacas. Continuamente veo vacas. Vacas de todos los colores, rubias, morenas, castañas. Vacas mohinas, tristes, de andar cansino y pasos aturdidos. Vacas mochas, vacas rabicortas, vacas descencerradas y descascarilladas de pitones. Vacas escuálidas y enclenques, vacas desnutridas, vacas anémicas. Muchas vacas.

Llevo muchos días viendo pasar vacas y su sola presencia, el sentir sus pasos, el oír sus mugidos me transporta casi sin quererlo a mi infancia. Tendré que reconocer que estas vacas no son como aquéllas. Las vacas de mi niñez eran vacas trilladoras, vacas relistas que se buscaban lo suyo y se cagaban en la parva cuando más lejos tenías la lata.

- Espabílate, mostrenco, y anda a escape que te vas a dejar ensuciar el grano.

Las vacas de mi niñez eran vacas comunitarias, que buscaban la boyada densa y concurrida por la dehesa arriba, que levantaban el polvo con las pezuñas en cualquier secarral y miraban con descaro al veraneante que les salía al paso. Aquéllas eran unas vacas de mucho fundamento con el lomo reluciente y la mirada altiva.

Llevo días viendo pasar vacas y siento que hasta las vacas sufren el subdesarrollo, los parásitos, los desastres, el hambre, la injusticia. Estas vacas que veo pasar aunque no trillan, ni acarrean, ni aran la tierra, saben de dolores y de miserias. Son vacas que han perdido a sus amos ahogados en cualquier recodo de un río que un día quiso ser mar y no entendió de cuencas ni de orillas. Son vacas que han perdido a sus terneros arrastrados por unas aguas incontenibles, sepultados bajos montañas de lodo espeso, asfixiados con su propia amarra intentando escapar de lo que ya era inevitable. Son vacas que buscan desesperadamente pastos para comer donde antes hubo y hoy no queda nada, que abrevan en pozos inmundos en cuyos fondos se pudren los cadáveres de los arrieros que las enyugaban y de otras vacas que no tuvieron tanta suerte al intentar resistir los envites de la naturaleza brutal y desbordada.

Cuanto más las miro -"¡ojazos, si paece que no ves!"-, más recuerdo y más me transporto a las tardes atorrantes en la era del Señor Pedro, en aquéllos veranos de la niñez, cuando todo era nuevo y fascinante y cuando la responsabilidad de sentarte en aquél taburete carcomido pilotando aquél trillo destartalado era la empresa más importante de tu vida y toda una aventura capaz de arruinar el sosiego y la paz de sopas de ajo que se respiraba en la casa de la abuela a la hora de cenar.

- Y la Señora Felipa tuvo que arrearle dos palos a la rubia p'a que andase más lista y no se saliera de la era.
- Anduviese, modorro.
- Anduviese modorro tres o cuatro vueltas, por eso le dio los palos.

Pienso también en aquéllos niños que éramos y dejamos de ser. Y me veo y me comparo con los niños de estas vacas. Los niños de las vacas que pasan delante de mí, son niños tristes, abatidos, con los ojos hundidos y pitañosos, niños descalzos y esgurriados, niños huérfanos, niños que han perdido la casa donde vivían y la escuela donde aprendían las cuatro reglas y la fecha de la independencia. Niños desnutridos, casi sin fuerzas para arrearlas y sin ganas de jugar ni de correr. Niños roídos por dentro por los gusanos, y por fuera por los hongos, deshechos de malaria y de dengue, exhaustos de tifoidea, de disentería, de hambre y de miseria. Las vacas son tristes pero los niños de las vacas le destrozan el corazón a cualquiera, y uno piensa si tendrá sentido seguir luchando con la historia cuando la historia se empeña en que los pueblos no levanten la cabeza, y con la naturaleza que se ensaña, como con el perro flaco, con los más pobres y desvalidos.

Estas vacas que veo están llenas de mataduras y de mugre. Son vacas mansas y malolientes que esquivan tu presencia y se van para otro lado antes de desafiarte y enseñarte la cornamenta. Son vacas que agachan la cabeza ante el destino, como sus amos y como los niños de sus amos. Vacas que se resignan a lo que venga y que miran al río cruel como esperando que vuelva a salirse para llevárselo todo.

Va a ser Navidad y estas vacas cansinas que me traen tantos recuerdos se tumban a la sombra de cualquier palmera desvencijada para aliviar el calor sofocante y esperar tiempos mejores.

Veo pasar vacas que son como fantasmas, vacas mosquilonas sin rumbo fijo ni ocupación. Pasan con ellas niños abatidos, enfermos, tristes.

Sin quererlo pienso en aquéllas vacas que eran entonces las de la boyada de Hacinas, y en los niños felices que las mirábamos pasar majestuosas, entre sorprendidos y fascinados.

Y no acabo de entender qué hicimos para merecerlo.


José Manuel Díaz Olalla
Texto escrito en algún lugar de Centroamérica el día de San José de 1999
Publicado en la revista "Amigos de Hacinas"