Todos somos, hemos sido y seremos forasteros en alguna parte. En algún pueblo cerca del nuestro, en otra región o en otro país. Hemos vivido, por tanto, la incómoda sensación de sentirnos observados, analizados, malmirados y peor considerados, simplemente porque otros han notado que no somos de allí, que hablamos otra lengua, tenemos otro color de piel o, simplemente, entendemos la vida de otra manera. Es el miedo atávico a lo desconocido, una desconfianza que, por la generalización, llega pronto a la injusticia y compromete la seguridad y el bienestar de los demás.
Cerrando el círculo que va desde el “somos diferentes” al
“nosotros somos buenos y ellos son malos”, pasando por el “ellos tienen la
culpa de lo que nos pasa”, quienes han sabido inculcar y extender esos mensajes
entre la gente han gestado las mayores barbaridades de la historia de la
humanidad. Hay tantos ejemplos que sería ocioso detenerse en ellos, sobre todo
si al hacerlo perdemos la perspectiva de que el miedo y la desconfianza son
cuchillos de doble filo y de la misma forma que los blandimos contra otros, en
algún momento alguien los puede volver contra nosotros.
Pero déjenme que les cuente una historia que ocurrió hace
mucho, pero mucho, tiempo. Resulta que el serranomatiego al que me quiero
referir andaba una noche remota y gélida de un año impreciso del primer
quinquenio de los años 30 del siglo pasado, a paso decidido por el camino que
transcurre entre Hacinas y Salas, aguantando con resignación el ris que le cortaba el rostro, claro
anticipo de la pelona que iba a caer.
Marchaba el mocetón serrano empingorotado y más chulo que un cortapijas, y no era para menos, pues “se hablaba” con una muchacha
de Hacinas, la hija mayor de una conocida familia de la localidad, y volvía a
su pueblo tras el paseo y el rato de cháchara en el “hilorio”, una cosa discreta,
no crean, que tampoco hace falta que te cuelguen el sambenito de cascarrón a la primera, que si cascaba era cosa suya, pero era mejor
hacerse el muino para empezar. Aún no
había “entrado en casa” del juez de paz, pero notaba que en el pueblo de la aspirante
a novia no era bien visto, en especial por los mozos, que consideraban un
atrevimiento que un forastero aspirara a llevarse una moza del pueblo, como si
en el suyo no hubiera o no fueran dignas de mención, que lo eran.
-
Me había entrado por los ojos, ¿qué quieres?,
bien maja que era, y trabajadora, la que más, y yo a ella creo que no le
parecía mal tampoco, eso decían…
Lo cierto es que el bueno del pretendiente, según contaba, no se
negaba a "pagar el vino" que se le exigía a cualquier mozo de
fuera que rondara a alguna soltera de la localidad, estando dispuesto a acoquinar lo exigido sin ajabardarse a última hora, lo que
siempre creí pues, hasta donde recuerdo, no era un agonías y cumplía a rajatabla la palabra dada. La “media cántara”
iba por su cuenta y pagaba “la entrada” de mil amores con tal de que le dejaran
tranquilo en los prolegómenos de sus amoríos; pero no, los soperos habían optado por convencerle de que nada se le había
perdido por allí.
Al parecer, esa noche, los alicates habían planeado emboscarle en su viaje de vuelta y darle
un buen susto cuando llegara a la caseta y, si se ponía modorro, algún mandoble
por añadidura.
Y mientras el protagonista de nuestra historia se acercaba a
paso ligero al lugar de la trampa, nadie se había dado cuenta de que un
embozado le seguía a distancia con discreción, atento a los acontecimientos que
iban a suceder. Era el padre de la novia, quien había recibido una confidencia de
uno de los confabulados que, aunque remordido por su propia conciencia, no
quería parecer un acochinado delante
de sus compañeros, ni ser el hazmerreír del mocerío local. No había caminado el
salense ni media legua desde donde sale el camino de La Revilla cuando le
pareció distinguir la figura de un hombre como aculado bajo un roble, lo que le extrañó por lo tardío de la hora
y porque, aunque era de noche, no llovía.
-
¿Quién anda por ahí?, acertó a decir mientras
buscaba entre la ropa algo con lo que defenderse si era necesario.
De repente se vio rodeado de varios hombres que, en actitud
poco amigable, le empezaban a increpar entre empujones, a alguno de los cuáles,
aunque ocultaban sus rostros, reconoció.
-
¡Aivá, la Virgen! ¿Qué queréis? Ojo,
que os conozco a todos….
Y cuando se alzó enmedio de la negrura de la noche la
primera cachiporra, justo antes de que le dieran el primer cocotazo, se oyó una
voz enérgica que venía de atrás gritando ¡alto!, mientras la vara de la
justicia se alzaba aún más alta que la cachava pastoril. Los alipendes bajaron los archiperres y, amurriados, escucharon al mayor en edad,
dignidad y gobierno, que de modo inesperado acababa de hacer su aparición.
-
¿Pero qué hacéis, insensatos? Marchad para casa
y dejad a este hombre que siga su camino en paz.
Cuentan los que supieron del caso que no hubo más palabras.
Cada cuál cogió su camino, y que el proyecto de novio, sin que le llegara la
camisa al cuerpo, al pasar el puente del Ciruelos aún tuvo cuajo de volver la
cabeza y gritar por lo bajini: “¡espantajos!”.
Volvieron las aguas a su cauce, no las del Ciruelos sino en
general, y el buen mozo, aunque algo montisco,
pagó el vino que los de Hacinas bebieron con alegría y todos celebraron la
ocurrencia en armonía, pero el de Salas, que aquel día se quedó esperrado, siempre los miró con
resquemor y, colorín colorado, porque, aunque es sabido que el escabeche empapa
poco, salieron de la taberna felices, bolingues
y medio empandinados.
Oí contar esta historia muchas veces en casa de mi abuela,
siendo un gurriato, cuando, bien entrado septiembre, pedía que me contaran un
cuento que escuchaba mientras me acurrucaba en la cama con la bolsa de agua
caliente, por no fijar la mirada en el techo, donde unos desconchones
colindantes de formas caprichosas se me figuraban horrendos monstruos que
acechaban para llevarme a las calderas de
Pedro Botero, lo que merecía, según decía mi abuela, por zoquete.
-
Abuela, que digo yo que habrá que pintar la
alcoba.
-
Pues sí, cuando te dé la gana te vas a buscar un
escorado por la parte de Villanueva y
traes jalbegue…. No te amuela el mocoso.
Eran tiempos de mucho aislamiento y de malas comunicaciones
geográficas y personales, lo que incrementaba el miedo a lo distinto. Si lo
miran bien no deja de ser una paradoja, pues hemos sido un pueblo de emigrantes
y la mayoría de los que se vieron obligados a salir de su tierra para mejorar
su vida y la de su familia fueron bien acogidos, generalmente, allá donde
fueron, y lograron, si quisieron, emprender una nueva vida. Muchos hacinenses
han sido forasteros en otros continentes (en América durante todo el siglo XX),
en otros países de Europa durante la postguerra española y, más recientemente,
tras la crisis de 2008-2010 e, incluso, sin ir más lejos, lo han sido en otras
ciudades y regiones de la geografía nacional cuando aquellos años difíciles del
desarrollo industrial y la migración interior (Burgos, Madrid, Cataluña,
Euskadi).
Los que vinieron de fuera a quedarse entre nosotros siempre
hicieron avanzar a nuestro pueblo, abrieron mentes y horizontes y, al
integrarse, nos hicieron superar la endogamia crónica que históricamente han
padecido los pueblos castellanos, mejorando, de esa forma, la salud de la gente
y alargando su supervivencia, hasta fundirse de tal manera que ahora no sabemos
quiénes son ellos y quiénes nosotros.
Muchos años después... Francisco y Victoria, de paseo por Salas |
Muchos años después, frente al Altollano que se dibujaba a través de la ventana del comedor de su casa de La Carrera, en Salas, mi tío Francisco, el pretendiente de esta historia, habría de recordar aquella noche remota y gélida en que el noviazgo que iniciaba con mi tía Victoria casi le cuesta, además de un buen susto, algún hueso roto.
Manolo
Díaz Olalla
Madrid, el día de San Pedro Alcántara de 2024
N del A. Las palabras que
aparecen en cursiva pertenecen al hacinés original y han sido consultadas en el
“Diccionario tradicional del siglo XX de un pueblo serrano-burgalés”, de Jesús
Cámara Olalla.
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