jueves, 30 de junio de 2022

La voz

Es curioso observar cómo, de la terrible quema que provoca el tiempo, que todo lo borra, apenas la voz, nuestra voz, se salva, casi indemne, mientras todo lo físico, aquello que ha conformado nuestra corporeidad, nuestro aspecto externo, se desdibuja y se emborrona hasta hacernos casi indistinguibles.

La voz, esto es, el tono, su ritmo y hasta la intensidad habitual, se mantiene por lo general y salvo imponderable, inalterable ante el paso inexorable del tiempo. Ese mismo y terrible enemigo que, como si actuara impunemente armado de una goma de las que se usan en caligrafía, desdibuja nuestra cara, nuestros ojos, la comisura, el color y el grosor de nuestros labios, el tamaño y la forma de las orejas, el entrecejo y la expresión de la mirada, la frondosidad y el color de nuestro cabello, ¡ay de la riqueza capilar, por muy tupida que fuera!, en fin todo nuestro rostro y sus anexos, sin embargo apenas consigue hacer mella en nuestra dicción, que nos delata y, ante muchos, nos identifica durante toda la vida, irresistible al devenir de los años.

Lo llevo observando desde hace tiempo y no deja de asombrarme. Llega un momento en que quienes hace muchos años que no nos han visto solo nos reconocen con claridad cuando hablamos. Recientemente nos convocaron a una reunión de aniversario a quienes habíamos concluido los estudios hace, agárrense, pero no echen cuentas, la friolera de 40 años. De 41 para ser más exactos, porque los redondeos parece que están reñidos con las pandemias. La vieja Facultad estaba casi igual después del paso de tantas promociones y nosotros, ay de nosotros, éramos los mismos, pero no lo parecíamos. Apreciamos, ojo clínico se llama eso y allí, por motivos evidentes, abundaba, que todo lo apuntado y algunas imperfecciones más se habían ensañado con nuestros cuerpos y, quién sabe, si con nuestras almas, hasta tal punto que la única forma de averiguar quién era aquél o aquélla, de oronda figura y cabellos blancos que se te acercaba dubitativamente, consistía en fijarte en su foto tomada en 1981 que nos habían prendido en la solapa nada más llegar, o en esperar, teniendo un poco de paciencia, a que rompiera el hielo y pronunciara algún saludo o un comentario. Ya estaba, la voz, cada voz, es única e inconfundible. No había dudas.

-          ¡No jo...!  ¿Tú eres Manolo Díaz Olalla?

-          Pues sí.... o lo que queda de él... jejejeje

-          Pues estás igualito…. (una mirada al cielo como suplicando que Dios le perdonara …)

La voz, ese testigo que nos delata, es también un terrible instrumento para el sarcasmo o, a veces, simplemente para la mentira piadosa.

En esa reunión variopinta en la que se mezclaban martinis con relatos resumidos de vidas y carreras profesionales, un buen compañero, al menos juraba que era él, que se dedica a explorar los entresijos de la mente, afirmó que de media cada 10 minutos de conversación se dice una mentira o no se dice toda la verdad. ¡Eso no es nada! En aquel evento se batieron todos los récords hasta llegar a entrar abiertamente en el mundo del cinismo completo y sin recato: “No pasan los años por ti”; “Siempre fuiste el mejor y el más listo”; “Qué bien os conserváis los delgados”; “Traías a todos los chicos loquitos por tus huesos…”; “Siempre supe que llegarías lejos…”, y otras lindezas por el estilo que se pronunciaban cuando, tras escuchar su voz, estábamos seguros de con quién conversábamos.

Y les digo algo más, definitivamente no es buena idea lo de las fotos de entonces pegadas en el pecho: no ayuda mucho cuando la desconfiguración es muy importante, incrementando la confusión y el desconcierto del que observa, alternativamente, ahora tu cara actual, ahora tu cara de antes y, sobre todo, porque fácilmente te pone al borde de la depresión reactiva. A ti y a quien te mira. Un buen amigo presente en la reunión me dijo al oído: “Si estos están así ¡como estaremos nosotros!” ... “Mejor ni lo pienses, le recomendé, y pásame la bandeja de canapés porque estos perfiles abdominales tan abultados que nos rodean no son el resultado, precisamente, de pasar hambre…”

Hace unos años, experimenté una sensación parecida cuando, en mitad de una charla, y mientras daba la espalda a los que me escuchaban, una voz emergió de repente entre todas las demás lanzándome una pregunta y, sin ver físicamente a quién la pronunciaba, me vino a la mente con toda claridad y nitidez su cara tal como era más de veinte años atrás, cuando le había visto por última vez. Sin volverme le dije, “Caramba, Perico, estás igualito, ¿qué ha sido de tu vida durante todo este tiempo?”

Con los amigos de Hacinas no es necesario afinar el oído para distinguirles, primero porque parece que el tiempo no pasa por ellos (dicen que los pecadillos veniales pueden ser hasta rasgos de buena educación) y, después, porque afortunadamente nos vemos con cierta frecuencia: al menos una vez al año con los más próximos, como ya hemos comentado más de una vez en estas mismas páginas. Otras personas a las que frecuento menos deben recurrir a la estrategia fonatoria para ubicarse cuando la revisión ocular no es suficiente para la confirmación de mi identidad y hasta que no me dirijo a ellos no acaban de estallar con un “Coño, Manolín, cuánto tiempo sin verte...”. Y sin oírme, pienso yo...

Cuídense la voz si no quieren pasar desapercibidos ante quienes no los ven hace tiempo. Y si tienen que asistir a una reunión de viejas glorias muy trabajadas por el tiempo y la ausencia, mejor que no les dé un ataque agudo de afonía el día anterior, porque para los demás serán una sombra sin nombre que se coló sin permiso con el ánimo de beberse, por la gorra, toda la cerveza que, gentilmente, se distribuía en la fiesta.

 

Manolo Díaz Olalla

Madrid, el día de San Pedro de 2022

Publicado en la Revista Amigos de Hacinas, nº 176, 2º trimestre de 2022 

 

 


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