Es curioso observar cómo, de la terrible quema que provoca el tiempo, que todo lo borra, apenas la voz, nuestra voz, se salva, casi indemne, mientras todo lo físico, aquello que ha conformado nuestra corporeidad, nuestro aspecto externo, se desdibuja y se emborrona hasta hacernos casi indistinguibles.
La voz, esto es, el tono, su ritmo y hasta la intensidad habitual,
se mantiene por lo general y salvo imponderable, inalterable ante el paso
inexorable del tiempo. Ese mismo y terrible enemigo que, como si actuara
impunemente armado de una goma de las que se usan en caligrafía, desdibuja
nuestra cara, nuestros ojos, la comisura, el color y el grosor de nuestros
labios, el tamaño y la forma de las orejas, el entrecejo y la expresión de la
mirada, la frondosidad y el color de nuestro cabello, ¡ay de la riqueza
capilar, por muy tupida que fuera!, en fin todo nuestro rostro y sus anexos, sin
embargo apenas consigue hacer mella en nuestra dicción, que nos delata y, ante
muchos, nos identifica durante toda la vida, irresistible al devenir de los
años.
Lo llevo observando desde hace tiempo y no deja de
asombrarme. Llega un momento en que quienes hace muchos años que no nos han
visto solo nos reconocen con claridad cuando hablamos. Recientemente nos
convocaron a una reunión de aniversario a quienes habíamos concluido los
estudios hace, agárrense, pero no echen cuentas, la friolera de 40 años. De 41
para ser más exactos, porque los redondeos parece que están reñidos con las
pandemias. La vieja Facultad estaba casi igual después del paso de tantas
promociones y nosotros, ay de nosotros, éramos los mismos, pero no lo
parecíamos. Apreciamos, ojo clínico se llama eso y allí, por motivos evidentes,
abundaba, que todo lo apuntado y algunas imperfecciones más se habían ensañado con
nuestros cuerpos y, quién sabe, si con nuestras almas, hasta tal punto que la
única forma de averiguar quién era aquél o aquélla, de oronda figura y cabellos
blancos que se te acercaba dubitativamente, consistía en fijarte en su foto
tomada en 1981 que nos habían prendido en la solapa nada más llegar, o en
esperar, teniendo un poco de paciencia, a que rompiera el hielo y pronunciara algún
saludo o un comentario. Ya estaba, la voz, cada voz, es única e inconfundible.
No había dudas.
-
¡No jo...!
¿Tú eres Manolo Díaz Olalla?
-
Pues sí.... o lo que queda de él... jejejeje
-
Pues estás igualito…. (una mirada al cielo como
suplicando que Dios le perdonara …)
La voz, ese testigo que nos delata, es también un terrible
instrumento para el sarcasmo o, a veces, simplemente para la mentira piadosa.
En esa reunión variopinta en la que se mezclaban martinis
con relatos resumidos de vidas y carreras profesionales, un buen compañero, al
menos juraba que era él, que se dedica a explorar los entresijos de la mente,
afirmó que de media cada 10 minutos de conversación se dice una mentira o no se
dice toda la verdad. ¡Eso no es nada! En aquel evento se batieron todos los récords
hasta llegar a entrar abiertamente en el mundo del cinismo completo y sin
recato: “No pasan los años por ti”; “Siempre fuiste el mejor y el más listo”;
“Qué bien os conserváis los delgados”; “Traías a todos los chicos loquitos por
tus huesos…”; “Siempre supe que llegarías lejos…”, y otras lindezas por el
estilo que se pronunciaban cuando, tras escuchar su voz, estábamos seguros de
con quién conversábamos.
Y les digo algo más, definitivamente no es buena idea lo de
las fotos de entonces pegadas en el pecho: no ayuda mucho cuando la
desconfiguración es muy importante, incrementando la confusión y el
desconcierto del que observa, alternativamente, ahora tu cara actual, ahora tu
cara de antes y, sobre todo, porque fácilmente te pone al borde de la depresión
reactiva. A ti y a quien te mira. Un buen amigo presente en la reunión me dijo
al oído: “Si estos están así ¡como estaremos nosotros!” ... “Mejor ni lo
pienses, le recomendé, y pásame la bandeja de canapés porque estos perfiles
abdominales tan abultados que nos rodean no son el resultado, precisamente, de
pasar hambre…”
Hace unos años, experimenté una sensación parecida cuando,
en mitad de una charla, y mientras daba la espalda a los que me escuchaban, una
voz emergió de repente entre todas las demás lanzándome una pregunta y, sin ver
físicamente a quién la pronunciaba, me vino a la mente con toda claridad y
nitidez su cara tal como era más de veinte años atrás, cuando le había visto
por última vez. Sin volverme le dije, “Caramba, Perico, estás igualito, ¿qué ha
sido de tu vida durante todo este tiempo?”
Con los amigos de Hacinas no es necesario afinar el oído
para distinguirles, primero porque parece que el tiempo no pasa por ellos
(dicen que los pecadillos veniales pueden ser hasta rasgos de buena educación)
y, después, porque afortunadamente nos vemos con cierta frecuencia: al menos
una vez al año con los más próximos, como ya hemos comentado más de una vez en
estas mismas páginas. Otras personas a las que frecuento menos deben recurrir a
la estrategia fonatoria para ubicarse cuando la revisión ocular no es suficiente
para la confirmación de mi identidad y hasta que no me dirijo a ellos no acaban
de estallar con un “Coño, Manolín, cuánto tiempo sin verte...”. Y sin oírme,
pienso yo...
Cuídense la voz si no quieren pasar desapercibidos ante quienes
no los ven hace tiempo. Y si tienen que asistir a una reunión de viejas glorias
muy trabajadas por el tiempo y la ausencia, mejor que no les dé un ataque agudo
de afonía el día anterior, porque para los demás serán una sombra sin nombre
que se coló sin permiso con el ánimo de beberse, por la gorra, toda la
cerveza que, gentilmente, se distribuía en la fiesta.
Manolo Díaz Olalla
Madrid, el día de San
Pedro de 2022
Publicado en la Revista Amigos de Hacinas, nº 176, 2º trimestre de 2022