Cada uno se desahoga como puede, diga usted que sí, y si en
un momento dado hay que liberar tensión soltando por esa boca una exclamación
de trazo grueso, pues se suelta y a otra
cosa. El diccionario está lleno de buenas voces para hacerlo cuando la
contrariedad nos supera o simplemente vienen mal dadas. En mis tardes estivales
en Hacinas aprendí unas cuantas a base de escuchar las conversaciones de los
mayores o las imprecaciones de mis compañeros de juegos y callejas.
No todas las recoge la Real Academia de la Lengua, no,
muchas hay que situarlas en la tradición oral y buscar su significado, real o
figurado, en el imprescindible catálogo de palabras y expresiones populares de
nuestra localidad del que es autor mi admirado Jesús Cámara Olalla (“Diccionario
tradicional del siglo XX de un pueblo serrano-burgalés”, 2011). Los localismos,
mírelo como se quiera, también encierran la identidad de un pueblo, la forma de
ser de sus gentes. Hablan hasta de las limitaciones con que los usos y las buenas
costumbres han logrado encorsetar vocablos espontáneos que en otro contexto
podrían parecer malsonantes u ofensivos.
Como la cosa va por gustos o por tradición familiar, digámoslo
claro y sin más rodeos, en Hacinas muchos exteriorizan su malestar acordándose
de “la ospitalera”. En esta sorprendente palabra, nada que ver con cualquier
otra que haga referencia a la institución sanitaria donde se ingresa a los
enfermos y que, como es lógico, comenzaría con una “h”, sin duda se suaviza lo
que, empezando con esas letras, podría haber terminado en un juramento
merecedor de la censura o la reprimenda de cualquiera que estuviera oyendo. Esta
voz de desahogo se recoge también en el diccionario popular de El Burgo Ranero,
en León, situándose su uso más concretamente en la villa que ostenta el pintoresco nombre de "Calzadilla de los
Hermanillos". Localismos, sí, pero no tanto, y por lo que se ve, bastante
extendidos por la geografía castellano-leonesa.
Otros, en esos momentos críticos o de desesperación, se
ciscan en el país que tiene su capital en la bella ciudad de Moscú. Esta
preferencia geográfica que se señala es fácil explicarla por la mala prensa que
aquélla nación ha tenido entre nosotros en alguna época no muy lejana. O,
digamos, “la órdiga”, un ejemplo de lo
que siempre ha sido un buen recurso para
liberarse momentáneamente de una adversidad de una forma bastante aséptica y
poco turbadora. Leí una vez en un diario de Palencia, donde al parecer también
se utiliza, que su etimología se sitúa en el juego del mus, y más concretamente
en una derivada de la apuesta máxima, el órdago, término que hunde sus raíces
en el euskera. También aquí el habla popular ha querido reforzar esa extrañeza
o estupor utilizando el plural con un “¡órdigas!” o mediante la exclamación “¡anda
la órdiga!”, con las que parece que queramos enfatizar ese sobresalto o esa
confusión ante algo que oímos, descubrimos o reconocemos.
Según me contaron muchas veces de niño, somos del mismo
pueblo que aquél que pasó tres días debajo del agua y salió pidiendo un botijo,
así que pocas bromas con nosotros. Y como somos así decidimos que había que
decir “una órdiga” cuando nos dábamos o le dábamos un golpe a alguien. Aún recuerdo aquéllas vueltas al cole, tras
los veranos hacinenses, en que por menos de nada se te escapaba un “órdiga” y
te convertías sin quererlo en el objeto de chanzas y escarnios por parte de tus
compañeros de patio.
- Manolo ha dicho que se ha dado una “órdiga”
- ¿Y eso qué es?
- ¡Qué sé yo! Pero van un mes al pueblo y se asilvestran…
Y era entonces, y con el objeto de que la chiquillería
venida a más no acabara con tu prestigio o con la mínima autoridad moral que te
quedara, cuando había que juntarles y hacerles ver lo triste de su vida y su
futuro sin un “su pueblo “donde refugiarse, aprender las cosas de la vida y los
palabros que es necesario conocer para hacerte entender por los demás.
- “A ver, mostrencos, atended un poco, que no sabéis ni a tocino si os untan” - toma ya el empiece-, “la órdiga es la que te pegas cuando vas con la bici a toa la zapatilla, royo p’abajo, y te falla la zapata de la rueda delantera, o se te cruza La Rubia del Señor Pedro cuando viene de la boyada... ¿estamos?”
Y mientras mirabas las caras de asombro de los zascandiles
intentado traducir lo que habías dicho, tú pensabas para tus adentros, “¡Ay va
la ostren!, cualquier día me voy a ganar
un buen sopapo por hacerme el listillo”.
De las óstrenes ni hablamos, pero por su raíz diría que
comparte intención y disfraz con la comentada ospitalera, avisándonos de que el
objeto de la exclamación es más bien otro que se obvia para no pecar del todo
con la palabra o para sembrar dudas entre los parroquianos sobre la propósito
exacto de quien exclama.
Somos como somos y lo que hemos aprendido ha forjado nuestro
carácter y nuestra manera de ver la vida. Hemos construido un dialecto difícil
de descifrar para los que no han bebido en nuestras mismas fuentes. Las
expresiones que necesitamos para desahogarnos son algo muy cultural, sí, no lo
dudo, pero al final todo se queda en gustos o en lo que marca la tradición
familiar. Algunos prefieren la órdiga o la ostren, pero otros se conforman con
Rusia, Diógenes, la reina, la ospitalera, el padre clavel, dioro Baco, o hasta
con la mar salada o lo más barrido.
Auténticos y genuinos conejos de madera |
Yo tengo que confesarles algo, cuando la contrariedad se
apodera de mí, todo se pone al revés o el cielo se torna gris en el momento que
más azul lo necesito, entonces, en ese mismo instante, clamo contra los conejos
de madera, tal y como oí tantas veces a nuestro vecino Alberto, y me quedo tan ancho.
Manolo Díaz Olalla
(Publicado en la Revista "Amigos de Hacinas", primer trimestre de 2016)