Contradiciendo las leyes básicas de la naturaleza y los
principios más elementales de la demografía, de los hermanos de mi madre se
fueron ellas y se quedaron ellos. Mi madre incluida. La norma universal es
aquélla que determina que nacen más
hombres que mujeres y que aquéllos van desapareciendo más y más pronto que
éstas de tal forma que las postreras etapas de la vida las alcanzan tres
mujeres por cada hombre. Es en esa edad en la que se experimenta tan descomunal
desequilibrio de sexos, sí, y no antes, por mucho que así lo pretenda cierta cultura
popular.
Bien, mi abuela Margarita, esa mujer irrepetible de la que
tanto les hablo en estas páginas y con la que aparezco fotografiado, yo un
gurriato, en un retrato magistral del que es autor Jesús Molinero y que cuelga
de una pared del Bar de La Plaza, y mi abuelo Ceferino tuvieron seis hijos.
Todas las mujeres, Victoria, Felipa,
Agustina y Casilda nos
abandonaron ya, alguna de forma muy temprana como mi tía Felipa, mientras que aún
tenemos la suerte de que nos acompañen los dos hombres, Leandro y Víctor,
situados curiosamente casi en ambos extremos de la lista. Nos acompañan, sí,
pero a su manera y en los últimos años, y como efecto de éstos, mostrando más
bien poco interés por lo que les rodea.
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