Hay pocas cosas más desoladoras que una estación vacía.
Quizás, tan sólo, una estación vacía y arranada. El alma de las estaciones está
en la gente, en los viajeros que llegan o se van y en los que les esperan o les
despiden. En sus ilusiones, en sus
anhelos y en sus tristezas. La magia
está en sus risas, en sus abrazos y en sus lágrimas. Una estación sin gente es
una fábrica en mitad del campo después de la hora de la salida. Un almacén
cerrado. Un erial.
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