Las cosas que se deben saber
sobre la vida y sus recovecos, muchas veces más intrincados de lo que fuera
aconsejable, los buenos consejos que nos facilitarán el tránsito por sus estrechos
callejones y las intenciones reales de otros cuando se quieren ocultar, todo
eso y más, no siempre se aprende en el instituto o en la universidad. Los
libros de la escuela de la vida, que se
decía antes, se escriben derechos con renglones torcidos, como dicen que hace
Dios con sus inescrutables designios.
Las fuentes de información más
valiosas para mi proceso formativo durante la infancia y la adolescencia las
encontré, durante años, en mis veranos en Hacinas. Creo que lo he contado
muchas veces en estas mismas páginas. Todo ello a pesar de que, luego, y durante
el resto del año tuviera que armonizar las enseñanzas, usos y expresiones soperas con la insulsez urbanita. La
cosa no es sencilla. Pregúntenle, si no, a Jesús Cámara, que ha tenido que
escribir un diccionario para ayudarnos a desentrañar esos misterios. Se trataba
de un proceso de integración que no siempre era fácil, que me ocasionaba más de
un desencuentro y, a veces, me convertía en víctima de chanzas y chascarrillos. Hoy en día lo tenemos más
asumido. Lo llamamos “transculturalidad” y nos quedamos tan tranquilos, pero en
la época de la que hablo no había tregua para los que incorporábamos elementos
de la cultura rural a nuestra cotidianidad o a nuestro lenguaje.
-
Que dice Manolo que saltando el plinto se ha dado una órdiga. Y dice que se ha quedado un poco
modorro.
-
Pero ¿en qué idioma habla? Se van en verano al pueblo y cuando
vuelven no hay quién les entienda…
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Los baldosines que colgaban de
algunas paredes del bar de Jesús “El
Pollo”, hace muchos años, decorados con refranes y lemas muy arraigados en
la cultura popular y, por lo tanto y según parece, cargados de sabiduría,
fueron una de esas fuentes indispensables de aprendizaje de las que les hablo. Aún
me parece verme allí, absorto ante ellos, mirando con detenimiento sus textos y
los toscos dibujos que los acompañaban, mientras mis compañeros de aventuras,
que estaban en otra cosa, daban buena cuenta del porrón de orangina mientras comentaban los detalles de la excursión ciclista
que acabábamos de realizar.
La memoria, también lo tengo
comentado, no es muy buena, por lo que le doy vueltas y solo me acuerdo de tres
o cuatro de esas perlas. "Las mejores inyecciones son los chorizos y
los jamones". Se trata de una gran verdad, no hay que dudarlo, por
mucho que como todo tratamiento, cuando se aplica a dosis excesivas, tenga
efectos iatrogénicos. Subidas poco recomendables del nivel de colesterol, del
bueno y del malo, y de los triglicéridos sin ir más lejos. Pero entonces, al
gurriato asombrado le parecía aquél principio una gran verdad científica muy
útil como argumento. Tanto que estuvo dispuesto a plantearle a su madre que,
para las próximas anginas, sustituyera la penicilina por un plan terapéutico a
base de suculentos bocadillos de esos que preparaba con las mejores piezas de
la matanza de la abuela, a dosis de uno cada ocho horas durante cinco días. Pero
no hubo manera.
"Si bien como y bien duermo
no estoy enfermo". No cabe duda de que el dueño del
establecimiento sabía lo que colgaba de sus paredes. Nada que reprocharle a
este baldosín desde el punto de vista epidemiológico. Con el tiempo aprendí que
la anorexia y el insomnio son dos síntomas clínicos que nos alertan sobre el
hecho de que la salud empieza a flaquear. Y hasta la abuela no paraba de
examinar a su nieto lengua, ojo y pulso cuando el inquieto zascandil dejaba la
sopa a la mitad o no caía exhausto después de las diez, ante la posibilidad de
que estuviera incubando cualquier problema transmisible o, más llanamente,
fuera a empezar con cagalera.
Me costó más esclarecer el
auténtico alcance del que decía: "Lágrimas de viuda poco
duran", e interpretar las auténticas intenciones de la sollozante mujer
vestida de negro que se dibujaba en el azulejo y las del tipo, displicente, que
le espetaba semejante exabrupto. Con el tiempo aprendí que el refranero español
trata muy mal a las mujeres que adquieren ese estado civil, casi siempre a su
pesar por mucho que algunos duden de ello. El componente de “discriminación de género”,
como se dice ahora, queda patente en ese catálogo popular ya que nada se
encuentra en él que haga sospechoso el dolor de los viudos. No dudo de que la
injusta organización social de entonces, que hacía depender a las mujeres de
sus maridos incluso para su propia supervivencia y, por lo tanto, les creaba la
necesidad de encontrar otro con rapidez cuando lo perdían, pueda explicar esos planteamientos
y que, afortunadamente, el machismo imperante de aquélla época esté en franca
retirada. Creo que este es el cambio social y cultural más importante de los
registrados en nuestro país desde entonces hasta ahora. Pero al mocoso
ensimismado que todo lo observaba atónito le costaba entender eso. “¿Qué les
pasa a las mujeres?”, se decía. “¿Acaso no quieren a sus maridos?”. Siempre
había alguien, en esos momentos, que le hacía volver a la realidad:
-
Pasa el porrón, cencerro, que pareces bobo mirando a la pared con
la boca abierta…
“Si bebes para olvidar paga antes
de empezar”, y con él, el interés del tabernero quedaba reivindicado y la
advertencia para todos bien clara. Hizo bien, mi entrañable Jesús, colgando
este baldosín de la pared del bar, aunque a pesar de ello alguno se olvidara de
cumplir con esa obligación, siendo casi siempre, los del descuido y en honor a
la verdad, naturales de otros pueblos de la comarca, en especial durante las
fiestas de Santa Lucía.
Hemos aprendido mucho en la calle
y en los bares sobre las cosas de la vida que no explican en las escuelas. Los
azulejos decorados han sido, para toda una generación, un libro incomparable de
experiencias que hojeábamos entre trago y trago del porrón. Aunque madres y
abuelas no lo tuvieran tan claro como yo se lo explico.
Anoche, un buen amigo que se
afanaba en dar fin, de mala gana, a una tortilla francesa de dos huevos ante la
inquisitorial mirada de su compañera, mientras le comentaba todo esto me
susurró al oído: “Más vale cenar dos veces que dar explicaciones”. Y me quedé
pensando que ese baldosín faltaba, lamentablemente, en aquélla pared en la que
aprendimos tantas cosas.
Manolo
Díaz Olalla
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