Las cosas que se deben saber
sobre la vida y sus recovecos, muchas veces más intrincados de lo que fuera
aconsejable, los buenos consejos que nos facilitarán el tránsito por sus estrechos
callejones y las intenciones reales de otros cuando se quieren ocultar, todo
eso y más, no siempre se aprende en el instituto o en la universidad. Los
libros de la escuela de la vida, que se
decía antes, se escriben derechos con renglones torcidos, como dicen que hace
Dios con sus inescrutables designios.
Las fuentes de información más
valiosas para mi proceso formativo durante la infancia y la adolescencia las
encontré, durante años, en mis veranos en Hacinas. Creo que lo he contado
muchas veces en estas mismas páginas. Todo ello a pesar de que, luego, y durante
el resto del año tuviera que armonizar las enseñanzas, usos y expresiones soperas con la insulsez urbanita. La
cosa no es sencilla. Pregúntenle, si no, a Jesús Cámara, que ha tenido que
escribir un diccionario para ayudarnos a desentrañar esos misterios. Se trataba
de un proceso de integración que no siempre era fácil, que me ocasionaba más de
un desencuentro y, a veces, me convertía en víctima de chanzas y chascarrillos. Hoy en día lo tenemos más
asumido. Lo llamamos “transculturalidad” y nos quedamos tan tranquilos, pero en
la época de la que hablo no había tregua para los que incorporábamos elementos
de la cultura rural a nuestra cotidianidad o a nuestro lenguaje.
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Que dice Manolo que saltando el plinto se ha dado una órdiga. Y dice que se ha quedado un poco
modorro.
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Pero ¿en qué idioma habla? Se van en verano al pueblo y cuando
vuelven no hay quién les entienda…
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