Había sido el día de Santa Lucía. Para él, hasta entonces y a sus quince años recién cumplidos, todas esas cosas de las chicas y el amor eran tonterías de los mayores que no le preocupaban nada. Y mucho menos los ojos de nadie. Pero tuvo que ser así. En el baile de la ermita, por la tarde. Él andaba como un tonto muy preocupado en colgarse al cuello aquel cencerro de barro que había comprado en el puesto de los de Hortigüela cuando Los Racheles arrancaron sin previo aviso con las notas del pasodoble Islas Canarias. Y fue cuando, de repente, notó aquéllos ojos penetrándole hasta el cogote y sintió por un momento un espantoso desasosiego que le recorría todo el cuerpo.
- ¿Bailas?, dijo ella.
- Bueno, dijo él.
En realidad podemos decir que fue el primer baile de su vida. Él ya había dado algunas vueltas alrededor de alguna chica al compás de alguna cosa vieja de los Abba - Waterloo, Waterloo- en aquéllas tardes de la casa del cura, soportando alternativamente algún par de codos clavándose sin piedad en sus clavículas, primero en la derecha y luego en la izquierda, pero enseguida entendió que aquél baile que le estaban proponiendo era algo diferente. Se pasó toda la pieza sin decir una palabra, notando aquél calor tan cercano y aquél aliento tan próximo -ahí mismo, en el cuello- que casi no sabía para dónde mirar ni cómo mover los pies sin pisarla. No sabía qué cara había que poner para que nadie notara todo lo que le gustaba lo que le estaba pasando, ni qué decir que no resultara demasiado tonto.
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