lunes, 2 de diciembre de 2024

Forasteros

 Todos somos, hemos sido y seremos forasteros en alguna parte. En algún pueblo cerca del nuestro, en otra región o en otro país. Hemos vivido, por tanto, la incómoda sensación de sentirnos observados, analizados, malmirados y peor considerados, simplemente porque otros han notado que no somos de allí, que hablamos otra lengua, tenemos otro color de piel o, simplemente, entendemos la vida de otra manera. Es el miedo atávico a lo desconocido, una desconfianza que, por la generalización, llega pronto a la injusticia y compromete la seguridad y el bienestar de los demás.

Cerrando el círculo que va desde el “somos diferentes” al “nosotros somos buenos y ellos son malos”, pasando por el “ellos tienen la culpa de lo que nos pasa”, quienes han sabido inculcar y extender esos mensajes entre la gente han gestado las mayores barbaridades de la historia de la humanidad. Hay tantos ejemplos que sería ocioso detenerse en ellos, sobre todo si al hacerlo perdemos la perspectiva de que el miedo y la desconfianza son cuchillos de doble filo y de la misma forma que los blandimos contra otros, en algún momento alguien los puede volver contra nosotros.

Pero déjenme que les cuente una historia que ocurrió hace mucho, pero mucho, tiempo. Resulta que el serranomatiego al que me quiero referir andaba una noche remota y gélida de un año impreciso del primer quinquenio de los años 30 del siglo pasado, a paso decidido por el camino que transcurre entre Hacinas y Salas, aguantando con resignación el ris que le cortaba el rostro, claro anticipo de la pelona que iba a caer.

Marchaba el mocetón serrano empingorotado y más chulo que un cortapijas, y no era para menos, pues “se hablaba” con una muchacha de Hacinas, la hija mayor de una conocida familia de la localidad, y volvía a su pueblo tras el paseo y el rato de cháchara en el “hilorio”, una cosa discreta, no crean, que tampoco hace falta que te cuelguen el sambenito de cascarrón a la primera, que si cascaba era cosa suya, pero era mejor hacerse el muino para empezar. Aún no había “entrado en casa” del juez de paz, pero notaba que en el pueblo de la aspirante a novia no era bien visto, en especial por los mozos, que consideraban un atrevimiento que un forastero aspirara a llevarse una moza del pueblo, como si en el suyo no hubiera o no fueran dignas de mención, que lo eran.

-          Me había entrado por los ojos, ¿qué quieres?, bien maja que era, y trabajadora, la que más, y yo a ella creo que no le parecía mal tampoco, eso decían…

Lo cierto es que el bueno del pretendiente, según contaba, no se negaba a "pagar el vino" que se le exigía a cualquier mozo de fuera que rondara a alguna soltera de la localidad, estando dispuesto a acoquinar lo exigido sin ajabardarse a última hora, lo que siempre creí pues, hasta donde recuerdo, no era un agonías y cumplía a rajatabla la palabra dada. La “media cántara” iba por su cuenta y pagaba “la entrada” de mil amores con tal de que le dejaran tranquilo en los prolegómenos de sus amoríos; pero no, los soperos habían optado por convencerle de que nada se le había perdido por allí. 

Al parecer, esa noche, los alicates habían planeado emboscarle en su viaje de vuelta y darle un buen susto cuando llegara a la caseta y, si se ponía modorro, algún mandoble por añadidura.

Y mientras el protagonista de nuestra historia se acercaba a paso ligero al lugar de la trampa, nadie se había dado cuenta de que un embozado le seguía a distancia con discreción, atento a los acontecimientos que iban a suceder. Era el padre de la novia, quien había recibido una confidencia de uno de los confabulados que, aunque remordido por su propia conciencia, no quería parecer un acochinado delante de sus compañeros, ni ser el hazmerreír del mocerío local. No había caminado el salense ni media legua desde donde sale el camino de La Revilla cuando le pareció distinguir la figura de un hombre como aculado bajo un roble, lo que le extrañó por lo tardío de la hora y porque, aunque era de noche, no llovía.

-          ¿Quién anda por ahí?, acertó a decir mientras buscaba entre la ropa algo con lo que defenderse si era necesario.

De repente se vio rodeado de varios hombres que, en actitud poco amigable, le empezaban a increpar entre empujones, a alguno de los cuáles, aunque ocultaban sus rostros, reconoció.

-          ¡Aivá, la Virgen! ¿Qué queréis? Ojo, que os conozco a todos….

Y cuando se alzó enmedio de la negrura de la noche la primera cachiporra, justo antes de que le dieran el primer cocotazo, se oyó una voz enérgica que venía de atrás gritando ¡alto!, mientras la vara de la justicia se alzaba aún más alta que la cachava pastoril. Los alipendes bajaron los archiperres y, amurriados, escucharon al mayor en edad, dignidad y gobierno, que de modo inesperado acababa de hacer su aparición.

-          ¿Pero qué hacéis, insensatos? Marchad para casa y dejad a este hombre que siga su camino en paz.

Cuentan los que supieron del caso que no hubo más palabras. Cada cuál cogió su camino, y que el proyecto de novio, sin que le llegara la camisa al cuerpo, al pasar el puente del Ciruelos aún tuvo cuajo de volver la cabeza y gritar por lo bajini: “¡espantajos!”.

Volvieron las aguas a su cauce, no las del Ciruelos sino en general, y el buen mozo, aunque algo montisco, pagó el vino que los de Hacinas bebieron con alegría y todos celebraron la ocurrencia en armonía, pero el de Salas, que aquel día se quedó esperrado, siempre los miró con resquemor y, colorín colorado, porque, aunque es sabido que el escabeche empapa poco, salieron de la taberna felices, bolingues y medio empandinados.

Oí contar esta historia muchas veces en casa de mi abuela, siendo un gurriato, cuando, bien entrado septiembre, pedía que me contaran un cuento que escuchaba mientras me acurrucaba en la cama con la bolsa de agua caliente, por no fijar la mirada en el techo, donde unos desconchones colindantes de formas caprichosas se me figuraban horrendos monstruos que acechaban para llevarme a las calderas de Pedro Botero, lo que merecía, según decía mi abuela, por zoquete.

-          Abuela, que digo yo que habrá que pintar la alcoba.

-          Pues sí, cuando te dé la gana te vas a buscar un escorado por la parte de Villanueva y traes jalbegue…. No te amuela el mocoso.

Eran tiempos de mucho aislamiento y de malas comunicaciones geográficas y personales, lo que incrementaba el miedo a lo distinto. Si lo miran bien no deja de ser una paradoja, pues hemos sido un pueblo de emigrantes y la mayoría de los que se vieron obligados a salir de su tierra para mejorar su vida y la de su familia fueron bien acogidos, generalmente, allá donde fueron, y lograron, si quisieron, emprender una nueva vida. Muchos hacinenses han sido forasteros en otros continentes (en América durante todo el siglo XX), en otros países de Europa durante la postguerra española y, más recientemente, tras la crisis de 2008-2010 e, incluso, sin ir más lejos, lo han sido en otras ciudades y regiones de la geografía nacional cuando aquellos años difíciles del desarrollo industrial y la migración interior (Burgos, Madrid, Cataluña, Euskadi). 

Los que vinieron de fuera a quedarse entre nosotros siempre hicieron avanzar a nuestro pueblo, abrieron mentes y horizontes y, al integrarse, nos hicieron superar la endogamia crónica que históricamente han padecido los pueblos castellanos, mejorando, de esa forma, la salud de la gente y alargando su supervivencia, hasta fundirse de tal manera que ahora no sabemos quiénes son ellos y quiénes nosotros.


Muchos años después... Francisco y Victoria, de paseo por Salas

Muchos años después, frente al Altollano que se dibujaba a través de la ventana del comedor de su casa de La Carrera, en Salas, mi tío Francisco, el pretendiente de esta historia, habría de recordar aquella noche remota y gélida en que el noviazgo que iniciaba con mi tía Victoria casi le cuesta, además de un buen susto, algún hueso roto.

 

                                                                                                                       Manolo Díaz Olalla

                                                                                    Madrid, el día de San Pedro Alcántara de 2024

 

N del A. Las palabras que aparecen en cursiva pertenecen al hacinés original y han sido consultadas en el “Diccionario tradicional del siglo XX de un pueblo serrano-burgalés”, de Jesús Cámara Olalla.

 Publicado en la Revista "Amigos de Hacinas", N° 185, III trimestre de 2024

jueves, 29 de agosto de 2024

La manduca

 

"Puchero a la lumbre". (Fuente: Ayuntamiento de Malagón. Concejalía de cultura. C. Real)


Lo del minchar es asunto de trascendencia, diga usted que sí. Por los buenos ratos que pasamos mientras nos nutrimos, sobre todo si es en buena compaña, y por lo que la manduca y todo lo que la rodea explica de cómo somos, cómo vivimos y hasta la salud, o la poca salud, que tendremos. Lo que tiene que ver con su preparación, que también nos gusta, aunque no sean remojones, lo dejamos para otro día, no sea que algún chamuscas nos coloque el mote de catapucheros y la broma pase a mayores.

Siempre oí que hace años, cuando el desarrollo de una sociedad como Hacinas o, en general, como la Castilla rural de la época, era apenas un sueño, la alimentación diaria cabía en un puchero en el que se depositaba con cariño, muy temprano en la mañana, un puñado de garbanzos, algo de berza, quién sabe si un chorizo o un pedazo de tocino, cuatro vainillas, pero nada de pizca, eso ni soñarlo, ni que fueran bodas, con suerte una bola si la hicieron, o un pedazo de zangarrón, y se llenaba de agua de los Cubillos, que, por su blandura, cuece las legumbres muchísimo bien.

Eso me contaba mi abuela mientras me señalaba con el dedo de mandar chitón el quincho donde colgaba el cuadro con los calderos para que saliera a escape, camino de la fuente.

Y después, ahí, en la cocina, encima de las estrébedes o entre los rescoldos humeantes se pasaban las horas en aquél chup-chup lento, como a conciencia, mientras la gente andaba, dale que te pego, esterronando en la tierra, o en la casona metiendo los chivos en el ciburto, llenando el gamellón, o afilando la zadilla, ya saben, en su trajín cada cual.  

Ese cocidito sabía a gloria cuando, después del toque de mediodía, la familia se juntaba y se destapaba aquel puchero y se servía aquella sopa sustanciosa, en la que algunos hundían buenos cachos de pan de la hogaza (¡ay, los soperos!), deleitándose en cada cucharada mientras no quitaban ojo del recipiente entreabierto por el que asomaba lo que vendría después, en los siguientes vuelcos. Esas comiditas sencillas pero naturales y honradas, dicen que resucitaban a un difunto, bueno, es difícil saber si llegaban a tanto, pero desde luego espabilaban una filoxera y remendaban la mala pelleja que daba gusto. Hasta le cambiaban la cara al pujete cuando le llegaban los aromas al portal atravesando la sobrecocina.

El niño rebisco tenía que pasar por la palancana después de sacudirse bien la pichorra, antes de coger su plato, y al verle comer con tanta cazuza no faltaba quien comentara que quizás habría que suspender el tratamiento a base de quina Santa Catalina, que es medicina y es golosina, por sus extraordinarios efectos como reconstituyente.

¡Dejaime, dejaime!, protestaba el gurriato mientras tía y abuela le quitaban los churretes de la cara con la esquina de una rodilla mojada en saliva, sin soltar ni un segundo el plato humeante, temeroso de que el castigo por el desaliño llevara asociado el ayuno al áspero restriegue facial.

“¿Sabe hijo, sabe?”, preguntaba la abuela con interés muchos años después en aquélla misma cocina, mientras Manolín, que siempre fue un melindre, asentía con la cabeza por no defraudar, disimulando que lo que de verdad absorbía su curiosidad en ese momento no era tanto el contenido de cada bocado ni su suculencia sino el allar que colgaba del cañón de la chimenea, al que no quitaba ojo en su pendular cadencia.

Alimentación monótona, sabrosa y poco proteica, como es y ha sido en todos los sitios y en todos los momentos la manduca de los humildes, que mantiene a la gente fibrosa, aunque, en ocasiones, muy cerca de los límites de la desnutrición, en especial a quienes más necesidades tienen, un suponer, los lagartijos muy movidos, a riesgo de quedarse canijos, o las empampiroladas que no están cumplidas. La poca variedad en la dieta diaria hace, además, a la gente muy vulnerable ante cualquier evento imprevisto que ponga en peligro la cosecha, meteorológico, como una sequía, o natural, como una plaga, poniendo a las personas, a poca costa, en el pico de la cigüeña negra.

Afortunadamente había momentos en que la rutina se rompía y aparecían manjares insospechados. Durante las fiestas, los cumpleaños, tras un ojeo exitoso, en las bodas y otros acontecimientos sociales se llenaban mesas y barrigas de cabecillas asadas, sadurillas, con suerte alguna lebrasca o un cuarto asado, mazas de cabra bien curadas, sin hablar de morcillas, lomos y chorizos, ni cuantas delicias procedentes del reino animal, conservadas con mimo en abundante aceite, se puedan imaginar para el consumo humano.

Dietas, no obstante, en las que el pescado era una excepción. Conocido es el hecho de que la necesidad de una correcta conservación de esos alimentos siempre fue un límite importante para su consumo en la meseta en la época previa a la electrificación, lo que fue más o menos resuelto con las salazones y las conservas. En aquellos tiempos de que les hablo llegaban a todos sitios las bacaladas y los arenques, ¡ay esas cajas redondas encima de los mostradores con las coronas de sardinas en perfecta formación!, y, una tarde sí y otra también el alguacil, tras el oportuno toque de corneta, avisaba a la concurrencia de que:

“¡¡¡ se venden…

chicharros…

en el rollo !!!”.

La especie que se cita, o el zapatero, un suponer, que también se pregonaba mucho, son excelentes pescados azules muy populares en nuestra comarca, pero el asunto de la distribución del pescado fresco procedente del Cantábrico por Castilla en aquél entonces, es un enigma difícil de descifrar. Por ejemplo, el congrio, abierto o cerrado, es un pescado tan popular en la Ribera, que existe un plato típico de su cocina que se llama “congrio a la arandina”, lo que sin duda demuestra que nunca faltaron esas codiciadas piezas en aquellos mercados, donde siempre fueron muy populares, no dejando de ser un asunto singular, sobre todo una vez comprobado que tan sabroso pez no se pesca en el Duero.

Comparen, en fin, de qué, cómo y cuánto se alimentaban los hacinenses hace unos lustros con lo que pasa ahora en nuestra bella localidad y en todos los sitios. En primer lugar, llama la atención la uniformidad de la que hablábamos otro día: hoy por hoy se come casi igual (de mal) en todas partes. Hay una enorme variedad de alimentos diferentes, pero la gente padece malnutrición (sobrepeso y obesidad) como nunca antes, con terribles efectos sobre su salud. Si nuestros antepasados lo vieran seguro que nos dirían que nos hemos equivocado: no se trataba de comer mucho, sino de comer bien, una dieta equilibrada y variada con suficiente contenido en proteínas, pero moderada en hidratos de carbono y baja grasas, así como en azúcar y sal. Y, después de dar buena cuenta de lo ingerido, arreando al campo o a la huerta, a la bici o al camino, a la piscina o al parapente, a quemar las calorías que sobran.

Hoy en día nos conformamos con cualquier comistrajo o con cualquier aguachirle que nos ponen porque tenemos prisa, salimos a escape sin tiempo de acabar el jariguay o el solisombra, como espantajos, ni el clarete con el plato de cacagüeses terminamos, cuando deberíamos comportarnos como padres cucharones y, al menos, comer con tranquilidad la buena manduca que nos merecemos y nos dan o nos preparamos.

Somos cairones, hay que reconocerlo, y nos gusta chingar del porrón y de la bota hasta dejarlos secos, pero no le den vueltas ni le busquen, por malicia, otro sentido a un verbo que en perfecto hacinés tiene más de una acepción. Y si este idioma es tan rico, les prometo que otro día hablaremos de su otro significado. Eso también puede dar para mucho.

Manolo Díaz Olalla

Madrid, el día de San Pedro, patrón de Hacinas, de 2024

Nota: Las palabras y expresiones en cursiva forman parte del hacinés tradicional, no están incluidas en el DRAE 22ª edición y están tomadas del “Diccionario tradicional del Siglo XX de un pueblo serrano-burgalés”, de Jesús Cámara Olalla

 

 

 

 

jueves, 2 de mayo de 2024

El delantal

Cuentan que cuando el gran escritor García Márquez escuchó por primera vez la canción titulada «Pedro Navaja», compuesta por el músico panameño Rubén Blades e interpretada por él mismo junto a Willie Colón en 1978, exclamó que lamentaba profundamente no haber escrito la novela de la historia que cuenta esa tonada salsera. Uno, que nunca le llegará ni a la suela del zapato al gran Gabo, y que ni siquiera lo intenta, ha sentido una especie de frustración parecida a la suya cuando, hace poco, navegando por esa biblioteca desesperantemente desordenada que es internet, encontró un precioso relato de Ángeles Fuentes que más abajo transcribo, titulado “El delantal de la abuela”.

Se trata de una narración que, con sensibilidad y sencillez, traslada los mismos recuerdos y sentimientos que albergo sobre tan versátil elemento de la indumentaria de mi propia abuela, hasta donde me llega la memoria, gurriato urbanita, al fin, aunque con ínfulas de niño de campo, en aquellos años espléndidos de nuestra infancia en Hacinas. Más de una vez han leído en estas mismas páginas referencias a esa humilde prenda que, a veces y por modestia, no pasaba de mandil, y lo requetebién que cumplía su función de cobijar, esconder y refugiar al insensato Manolín cuando huía tras hacer una trastada o se espantaba ante la presencia inquietante de un desconocido. Pero esa misión salvadora era solo una de las que, en las manos sabias de la abuela Margarita y de las demás mujeres, tías y madres de nuestro pueblo, podía desplegar tan excepcional invento.

Cuando uno encuentra, como ahora, que todo lo que sentía y pensaba escribir ya lo había sentido y relatado de forma excepcional otra persona, solo queda difundirlo sin hacer más comentarios. Ahí va.

 

https://www.territorioancestral.cl/2020/02/20/historia-del-delantal-de-la-abuela/

 El primer propósito del delantal de la abuela era proteger la ropa de debajo, pero, además … sirvió como un guante para quitar la sartén del fuego. Era una maravilla secando las lágrimas de los niños y, en ocasiones, limpiando sus caras sucias. Desde el gallinero, el delantal se usó para transportar los huevos y, a veces, los polluelos que necesitaban terapia intensiva.

Cuando llegaron los visitantes, el delantal sirvió para proteger a los niños tímidos, y cuando hacía frío la abuela se envolvía los brazos en él. Este viejo delantal era un fuelle, agitado sobre un fuego de leña. Fue él quien llevó las patatas y la madera seca a la cocina.

Desde la huerta, sirvió como un capazo para muchas verduras; después de que se cosecharon los guisantes, fue el turno de las coles. Con él se recogían los frutos que caían de los árboles al terminar el verano.

Cuando los visitantes llegaron inesperadamente, fue sorprendente ver lo rápido que este viejo delantal podía limpiar el polvo de los muebles. Cuando se acercaba la hora de comer, la abuela salía a la puerta y sacudía el delantal y entonces, los hombres en el campo y los niños en la escuela, comprendían de inmediato que el almuerzo estaba en la mesa.

La abuela también lo usó para poner la tarta de manzana justo fuera del horno en el alféizar de la ventana para que se enfriara. Pasarán muchos años antes de que algún invento u objeto pueda reemplazar este viejo delantal … En memoria de nuestras abuelas.”

Nuestras madres, tías y abuelas, todas ellas, son y han sido ejemplo vivo de trabajo, lucha y amor a los suyos. Sin ellas y sus delantales no seríamos lo que somos y todo hubiera sido infinitamente más triste y difícil.  Pero ese viejo y querido delantal, el de aquéllas indómitas, posiblemente hoy será una reliquia colgada de un clavo o una percha, como vestigio de un tiempo que fue y no volverá. Como los trastos viejos, que cuando pierden su utilidad se mueren de tedio y abandono en algún rincón olvidado.

Ya no importa tanto que se manche la ropa de debajo porque tenemos mucha y también lavadoras que, en un periquete, la deja como nueva, sin tener que pasar el día para acá y para allá, frota que te frota, tiende y recoge, en Fuentepeña. Los mangos de la sartén ya no abrasan la mano y a los niños les limpiamos las caras sucias con moqueros de papel, húmedos y desechables, empapados en crema hidratante.

Pocos tienen gallinero en casa, ni fuego en la cocina cuya llama haya que avivar, ni los niños se esconden del forastero ya que, más bien al contrario, por menos de nada les encaran con desafío y desparpajo si se atreve a interpelarlos. Las patatas y las verduras vienen en bolsas del supermercado, a veces congeladas, lo mismo que la fruta, y el sucedáneo de madera con que prendemos la barbacoa nos lo traen a casa, bien compactado o en pastillas, en sus cajas de cartón.

El polvo lo limpiamos con gamuzas que lo repelen y cuando la comida está preparada, la abuela hace una llamada al móvil de los que tienen que dar buena cuenta de ella.

Y así, esos delantales mágicos se habrán quedado colgados para siempre, obsoletos e ignorados, en algún quincho recóndito de la cocina o del cuarto de los leones, pero aquellas abuelas, tías y madres, que con tanta maestría los manejaron están, para siempre, colgadas en nuestros corazones.

 

Manolo Díaz Olalla

Madrid, 8 de marzo de 2024

(En recuerdo y homenaje a todas las maravillosas mujeres de Hacinas.

Las que son y las que fueron)