Aún recuerdo cómo mi padre, en sus últimos años, vivía con profunda tristeza y abatimiento el fallecimiento de algún amigo o compañero. Mezclado con la desolación dejaba entrever ese regusto amargo de la orfandad, esa desazón del que siente que se está quedando solo, de quien, sin quererlo, se da cuenta de que está en plena primera línea de fuego.
Salíamos los sábados de paseo antes de comer y, de vuelta a
casa, entrábamos en el bar de al lado a tomar el aperitivo. Bares, qué lugares tan
gratos para conversar, por lo que, para darle la razón a Jaime Urrutia y a los
de Caligari hacíamos un rápido resumen de la semana. Cualquier tema en su
compañía resultaba entretenido, pero a veces, en lugar de noticias
intrascendentes o episodios conocidos y comentados, generalmente jocosos y
festivos, la conversación se tornaba grave.
- ¿Sabes que ha muerto mi amigo Santiago?
- ¡Santiago! No me digas…. ¿Cuántos años tenía?
- Los mimos que yo.
Y ahí es cuando se ponía serio y entraba en una profunda
melancolía. Para aligerar el trago amargo, nunca mejor dicho, le acercaba el
vaso y dejaba que paladease su contenido. Me miraba sorprendido y me decía:
- ¡Caramba, vermú! No te exagero si te digo que hacía más de 5
años que no lo probaba.
Lo cierto es que la cuestión se complicó cuando el mismo
esquema y la misma conversación empezaron a repetirse todos los sábados. Todos
llegaban con la noticia de algún amigo desaparecido y en todos afirmaba con
rotunda convicción que no había degustado en el último quinquenio ese delicioso
vino blanco aromatizado que inventaron los italianos para solaz de todos y para
señalar con su nombre el baile matinal de después de misa, que tomaba con
deleite del vaso que le acercaba.
Andaba mi padre por entonces próximo a los 90 años y, con
bastantes menos, todo hay que decirlo, últimamente siento cierta similar
inquietud agravada por el hecho de que quienes se han ido en un escaso y reciente
espacio de tiempo son, más que amigos o compañeros, referentes de mi vida. Personas
que han significado mucho para mí, con las que he compartido momentos
inolvidables, alegrías infinitas, tristezas pasajeras, éxitos rotundos, algún
fracasillo o decepción insignificante, si fueron más profundos ya lo olvidé, en
fin, pedazos de la vida o, al menos, de lo que recuerdo de ella.
Seguro que saben de qué clase de personas les hablo, seres muy
próximos, insustituibles, que han formado parte de nuestra vida y nosotros de
la suya, tanto que nos resulta difícil recordar lo que fuimos y vivimos sin que
aparezcan por algún lado, sin distinguir su presencia constante. Se han llevado
nuestros secretos, si los hubo, algunas confidencias y esa complicidad que no exigía
concertación previa porque nos conocíamos tanto y nos entendíamos tan a la
perfección que bastaba con una sola mirada para saberlo todo. Hay que reconocer
y asumir que eso y mucho más se ha ido para siempre. No crean que exagero si
les digo que se marcharon con una parte importante de nosotros porque hay
asuntos de nuestra propia existencia que solo los recodaban ellos, ni siquiera
nosotros estamos seguros de cómo fueron o de si pasaron en realidad.
Llega la desmemoria precoz de la que alguna vez les hablé,
no por el envejecimiento y el deterioro cognitivo, sino anticipada por la
ausencia de nuestros referentes. Parte de nuestro disco duro, de nuestra
memoria, lo que nos define e identifica, desparece de un plumazo con la persona
querida, con el amigo o el compañero que junto con sus secretos se largó con
los nuestros.
Es verdad que cuando se va alguien que nos quiere, morimos
un poco también y es justo agradecer no solo haberles conocido, sino que nos
permitieran formar parte de sus vidas y del inmenso caudal de sus familias y
sus amistades. Se van nuestros referentes y no hay que olvidar que muchas de
las ventanas que nos han permitido conocer el mundo nos las abrieron ellos.
Recuerdo los últimos años de mi padre y lo triste que le
resultaba cada despedida. En esos años postreros de su existencia sufría por la
soledad que le asaltaba, pero a veces tenemos que llorar también porque más
temprano que tarde, injustamente, inesperadamente, se van nuestros referentes,
gente querida y admirada, personas tan próximas que con ellos nos vamos un poco
nosotros también.
Los referentes muchas veces ni se conocen entre ellos o se
cruzan en el curso de nuestra existencia de forma circunstancial. A pesar de
ello con frecuencia coinciden en sus diagnósticos: “Tienes una buena conexión
entre el corazón y el lápiz”. Quizás nunca imaginaron que esa cualidad, si es
que existe, me iba a servir algún día para escribir una nota sentida y triste
de despedida como esta. Si por mí fuera, a partir de hoy dejaría de escribirlas
para siempre.
Manolo Díaz Olalla
27 de septiembre de 2021, publicado en la Revista Amigos de Hacinas nº173, 3er trimestre 2021
A la memoria de
Lázaro Díaz y Pilar Estébanez, amigos, compañeros y, sobre todo, referentes de
mi vida, que se han ido en las últimas semanas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario