A la memoria de David Martín, entusiasta lector y seguidor de estos humildes escritos y de la Revista de Amigos de Hacinas en su conjunto. Su pérdida, aún más por inesperada e injusta, nos llena de tristeza. Mi cariño enorme para Felisa y para sus hijos, Bea y Javi, que forman parte de mi familia.
Descanse en Paz.
Una penosa
enfermedad, hoy en día muy fácil de atajar, acabó tempranamente con su vida dejando
a mi abuela Margarita sola para satisfacer las necesidades familiares. Sabía de
él que durante años ejerció la difícil función de Juez de Paz, tiempos duros
con la guerra civil y sus inciviles secuelas de por medio, y como Alcalde de
Hacinas en otra época. Pero no conocía nada de sus atinadas incursiones
normativas en el ámbito de la salud pública y al descubrirlas ahora, me han
llenado de gozo, no solo por lo que significan sino porque me ha dado por
pensar que es posible que de casta le venga al galgo.
Ha sido un
hallazgo de ese gran investigador de la historia contemporánea de nuestro
pueblo y su comarca, mi admirado Jesús Cámara Olalla, el que me ha mostrado una
faceta de su vida que desconocía. Andaba el bueno de Jesús buscando
bibliografía para uno de sus últimos y excelentes trabajos, “La gripe de 1918 y
su incidencia en pueblos de la comarca de Pinares”, en Tu Voz en Pinares, 4 de
mayo de 2020 (ver también “1918: gripe española, 2020: covid-19, las lecciones
aprendidas de la respuesta burgalesa”, en BURGOS-conecta el 20 de junio de 2020),
cuando cayó en sus manos un edicto de la Alcaldía de Hacinas, firmado por mi
abuelo Ceferino a fecha 2 de septiembre de 1918 y publicado en el Boletín
Oficial de la Provincia de Burgos el 7 de septiembre de ese año. En él y tras
exponer claramente los riesgos que para la seguridad alimentaria de romeros,
visitantes y naturales de la villa comporta la fiesta de Santa Lucía próxima a
celebrarse, los días 14, 15 y 16 de ese mes y año, y en especial, atendiendo a la
cantidad de asistentes y a la profusión de actividades de consumo de comida y
bebida no regulado ni inspeccionado por la autoridad sanitaria local, advierte
que no está dispuesto a que se repitan situaciones de años anteriores, que no
solamente pudieron socavar la salud de los ciudadanos sino que además causaron considerable
perjuicio a las arcas municipales.
Por un momento rememoré episodios a los que, muchos años después, pude asistir, cuando Jesús Cámara Sebastián o Agustín Antón ejercieron de alcaldes, muy de mañana, los días de Santa Lucía en que, mientras se montaban los puestos de la era de la ermita intentaban cobrar las tasas municipales, lo que no siempre era una labor agradable ni acogida de buen grado por vendedores y feriantes. Pero no solo eso, sino que en su escrito Ceferino impone una serie de condiciones a la venta y comercialización de alimentos y bebidas, planteadas con mucho juicio y en defensa de la seguridad y la tranquilidad de los consumidores, en una época anterior a la llegada de la refrigeración industrial y carente de las condiciones higiénicas en la elaboración y la manipulación de alimentos que disfrutamos en la actualidad. Prohíbe mi abuelo en la norma emitida que se comercialice comida preparada anteriormente a la fiesta, así como la admisión de carne cruda traída de otros lugares. Tan solo se permite, en el caso de las reses, las carnes que procedan de las que se sacrifiquen durante la propia fiesta. Es decir que solo podrán ser consumidas las carnes que llegaron “vivas” a la fiesta y, yo diría, que “por sus propias patas”, tras ser examinados los animales por las autoridades sanitarias locales y dados como aptos para el consumo, sacrificándose a continuación.
En fin, creo
que Ceferino Olalla quedó investido en aquel edicto como salubrista municipal de
una sola pieza. Estuve tentado de adornar esta semblanza calificándole también
de “visionario”, pero me contuve. Tan solo, y a fuerza de atar cabos y dar
rienda suelta a ese componente tan importante de la historia que es la
cronología, comprendí que, aunque ni mi abuelo ni las demás autoridades locales
lo supieran, la feroz epidemia de gripe ya acechaba. Hablo efectivamente de la
gripe del 18, mal llamada gripe española, es decir, ese espejo pandémico en el
que ahora nos miramos con tanto frenesí a la búsqueda de respuestas. Por los
pelos se celebró la romería aquél nombrado año, pues apenas tres días después
de que los mozos de la época, que tan sanamente y con tanta tranquilidad
comerían el cuarto asado y beberían buen ribera de pellejo, entonaran el “pobre
de mí” o, para ser más respetuoso con las costumbres locales, se tomaran el
chocolate en “San Cirbián”, el
Gobernador Civil de Burgos, el celebrado y reconocido Don Andrés Alonso (ver
número de la Revista de Hacinas del primer trimestre de este año), pidió a los
alcaldes de la provincia que reunieran las respectivas Juntas Municipales de
Sanidad para que tomaran las medidas de prevención oportunas contra la gripe,
para apenas 5 días después, el 23 de septiembre suspender fiestas y ferias de
ganados en pueblos y aldeas. Poco después, en fin, en el Boletín Oficial de la
Provincia de fecha 4 de octubre, publicó Don Andrés la comentada circular en la
que advierte sobre las frecuentes indisciplinas que se registraban y señala a
los mozos de Los Balbases como responsables de repartir por su localidad los
virus que tan inconscientemente adquirieron en las fiestas de Valdequirán,
pasaje este sobre el que ya escribimos recientemente.
Es decir que
en las fiestas de Santa Lucía de aquél conflictivo año de 1918, mozos y romeros
comieron y bebieron tranquilos y a discreción por orden de la autoridad, pero sin
saberlo quizás más de uno se fue para su casa con algún virus que no traía y
que en tan concurrida ocasión pudo regalarle algún contacto estrecho que, con
forma de amigo, pariente o amante, ni siquiera imaginaba que lo era. Así se
escribe la historia.
A mi abuelo,
como ya hicimos con el Gobernador, le admiraremos por su sentido de la salud
pública y por su contundencia en promocionarla, pero no le colgaremos la
etiqueta de visionario. Ni la necesita, creo yo. Ni profeta, ni adivino. No
vamos a caer aquí en la lamentable disquisición a la que hemos asistido recientemente
en nuestro país de asignar culpas y responsabilidades a posteriori, cuando
nadie en el momento de los hechos conocía lo que estaba pasando. Ni siquiera
los que en teoría tenían la obligación de conocerlo. Es lo que tienen las
enfermedades infecciosas, que nos cogen desprevenidos a costa de alcanzarnos
antes de que los afectados muestren síntomas de padecerlas, si es que alguna
vez lo hacen. Periodo de latencia lo llaman, o de incubación, y gracias a él
virus y bacterias ganan algunas batallas. Por ello y por lo difícil que es tomar
medidas de protección para cada uno y para los demás cuando quien puede transmitir
la infección se siente sano.
Yo, como
León Felipe, no tuve un mi abuelo que ganara una batalla, pero puedo sentirme
orgulloso de haber tenido uno que se preocupó por la salud pública de su pueblo
y por la justa compensación a las arcas municipales. Fue un adelantado a su
tiempo, aunque no a pandemias desconocidas, y estoy seguro que de haber caído
aquellas fiestas de 1918 una semana después, y que San Mateo me perdone, por
aquélla campa de la ermita no hubiera pasado romero alguno.
Ni
intoxicación alimentaria, ni infección respiratoria. Nada. Ni una almendra
garrapiñada.
Ni una jota,
vamos.
Manolo Díaz Olallaseptiembre de 2020Publicado en la Revista Amigos de Hacinas, tercer trimestre de 2020