Ilustración de Miguel Bustos para VEME digital |
Como en aquel espléndido pasaje de la inmortal novela de Gabo en que Aureliano Buendía y su prole,
al ver amenazado su futuro y el de Macondo por la fatal epidemia de desmemoria
que se les venía encima, decidió pegar un letrerito en cada cosa con su nombre y
su función, un servidor anota desde tiempo inmemorial -no me negarán que la
expresión no es de lo más acertada- en libretas,
servilletas y pedazos de papel las cosas que cree deben salvarse de la quema inapelable
del tiempo y el olvido, que nada respeta.
Esta epidemia, como saben, es el mal de nuestros días y
conocemos su existencia desde mucho antes de que el Dr. Alzheimer decidiera
pasar a la historia dándole su nombre. Preocupado por sus devastadores efectos me
inventé ese ardid simplón que les comento, nada original como ven, el Premio Nobel
colombiano ya había recurrido a él en su fantástica novela, pero cuya eficacia
no tengo mas remedio que poner en duda.
Todo esto viene a colación porque hace unos días, forzando
la cerradura del baúl de los recuerdos -¡ay Dios, qué imprudencia!, cada vez me
inquieta más lo que puedo encontrar dentro- hallé una libreta cuya existencia
desconocía -¿qué les dije de la cabeza?- aunque escrita de mi puño y letra,
datada posiblemente alrededor del 1985 del siglo pasado, en la que con poca
paciencia y muy mala letra fui anotando refranes, dichos, máximas y expresiones
de uso común, la mayoría hacinenses, salenses y de la comarca, que había ido
recopilando durante infancia y adolescencia, con el objeto de que esa transmisión
oral de cultura popular de que me había beneficiado no acabara en mi humilde
persona cuando hiciera su presencia el maldito mal del olvido, si es que me
alcanza.
Reconozco en muchos de esos dichos la inspiración de mi tía
Victoria, la más expansiva y desinhibida de mi familia materna, un autentico
verso suelto que dirían ahora, pero con el paso del tiempo no acierto a comprender
su significado, el sentido que tienen, el contexto en el que fueron creados ni
su uso correcto. Es como si recordara la letra pero desconociera la música. Pienso
y no comprendo por qué Crespo siempre está sólo por mucho que insista en hablar
en plural, “aquí estemos”, repite, ni por qué se complicaron tanto las cosas el
día en que Moreno contrajo nupcias. Me cuesta comprender qué pudo pasar en Gete
con un marinero y un perro, por qué, a pesar de la rima, Ciriaco y Lucía, una señora que tal día como hoy
celebraría su onomástica, confiaban tanto en el día de mañana, ni, en fin, la
razón por la cuál el que no consigue ir a Zaragoza admite con resignación que su
destino sea un charco. Hay que averiguar quién era esa Rita a la que todos
señalaban como trabajadora ejemplar cuando daban vivas al campo y por qué el
cemento sobrante siempre encontraba acomodo en los almacenes municipales. Desconozco
qué condiciones meteorológicas deben darse para considerar a marzo
“cagarzo", ni por qué comparten tan mala fama el cura callejero y el sol
madrugador.
Leo y releo y sigo “in albis”. Según
cuenta García Márquez en su tan citada Cien
años de soledad, con paciencia ejemplar en Macondo etiquetaron los objetos
y los animales y las plantas para que sus nombres resistieran los duros
picotazos del olvido. Con buena caligrafía Aureliano escribió “puerta para
entrar”, “cama para dormir”, “cacerola para cocinar” o “esto es una vaca y hay
que ordeñarla todas las mañanas”. Con similar proceder, un servidor intenta hoy
salvar del naufragio los últimos recuerdos de su juventud. Cometí la
imprudencia de apuntar las cosas pero no su significado por lo que el feliz hallazgo
de la libreta, lejos de refrescarme la memoria y activarme la masa encefálica
solo ha servido para incrementar aun más mi incertidumbre y mi desasosiego. Me consuelo
pensando que la precaución que tomaron los personajes de la novela no les llevó
a mejor puerto que a mí pues, según dicen, cuando por fin el temido mal les alcanzó
se olvidaron también de leer por lo que, como a mí ahora, todos aquellos
carteles se tornaron en un jeroglífico indescifrable.
Lamentablemente, todo aquél mundo
de nuestra juventud está hoy a punto de desaparecer bajo la herrumbre
inexorable del tiempo, carcomido por nuestra propia indolencia o, peor aún,
demolido a golpes bajo la triste piqueta del desinterés y el abandono. Como una
enorme manta que empezara a deshilarse desde la última fibra vamos dejando
jirones en el camino y nos hundimos sin remedio en el pantano de la desmemoria,
perdiendo el recuerdo de lo aprendido, la certeza de lo averiguado y la
experiencia de lo vivido.
Hay que compartir recuerdos y
experiencias, refrescarlas y contrastarlas con quienes las han vivido con
nosotros, actualizarlas e, incluso, ampliarlas con lo que recuerdan otros.
Mientras tanto he decidido dejar mi libreta con mucho cuidado en el mismo sitio
en que la encontré y rogar que si esa peste fatal me llega, aparezca, como en Macondo,
un gitano Melquiades con el antídoto que cure ese terrible mal.
Manolo Díaz Olalla
Santiago de Cuba, 13 de diciembre
de 2018
Publicado en "Amigos de Hacinas", primer trimestre de 2019
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