martes, 15 de enero de 2019

La desmemoria

Ilustración de Miguel Bustos para VEME digital


Como en aquel espléndido pasaje de la inmortal novela de Gabo en que Aureliano Buendía y su prole, al ver amenazado su futuro y el de Macondo por la fatal epidemia de desmemoria que se les venía encima, decidió pegar un letrerito en cada cosa con su nombre y su función, un servidor anota desde tiempo inmemorial -no me negarán que la expresión no es de lo más acertada-  en libretas, servilletas y pedazos de papel las cosas que cree deben salvarse de la quema inapelable del tiempo y el olvido, que nada respeta.

Esta epidemia, como saben, es el mal de nuestros días y conocemos su existencia desde mucho antes de que el Dr. Alzheimer decidiera pasar a la historia dándole su nombre. Preocupado por sus devastadores efectos me inventé ese ardid simplón que les comento, nada original como ven, el Premio Nobel colombiano ya había recurrido a él en su fantástica novela, pero cuya eficacia no tengo mas remedio que poner en duda.

Todo esto viene a colación porque hace unos días, forzando la cerradura del baúl de los recuerdos -¡ay Dios, qué imprudencia!, cada vez me inquieta más lo que puedo encontrar dentro- hallé una libreta cuya existencia desconocía -¿qué les dije de la cabeza?- aunque escrita de mi puño y letra, datada posiblemente alrededor del 1985 del siglo pasado, en la que con poca paciencia y muy mala letra fui anotando refranes, dichos, máximas y expresiones de uso común, la mayoría hacinenses, salenses y de la comarca, que había ido recopilando durante infancia y adolescencia, con el objeto de que esa transmisión oral de cultura popular de que me había beneficiado no acabara en mi humilde persona cuando hiciera su presencia el maldito mal del olvido, si es que me alcanza.

Reconozco en muchos de esos dichos la inspiración de mi tía Victoria, la más expansiva y desinhibida de mi familia materna, un autentico verso suelto que dirían ahora, pero con el paso del tiempo no acierto a comprender su significado, el sentido que tienen, el contexto en el que fueron creados ni su uso correcto. Es como si recordara la letra pero desconociera la música. Pienso y no comprendo por qué Crespo siempre está sólo por mucho que insista en hablar en plural, “aquí estemos”, repite, ni por qué se complicaron tanto las cosas el día en que Moreno contrajo nupcias. Me cuesta comprender qué pudo pasar en Gete con un marinero y un perro, por qué, a pesar de la rima,  Ciriaco y Lucía, una señora que tal día como hoy celebraría su onomástica, confiaban tanto en el día de mañana, ni, en fin, la razón por la cuál el que no consigue ir a Zaragoza admite con resignación que su destino sea un charco. Hay que averiguar quién era esa Rita a la que todos señalaban como trabajadora ejemplar cuando daban vivas al campo y por qué el cemento sobrante siempre encontraba acomodo en los almacenes municipales. Desconozco qué condiciones meteorológicas deben darse para considerar a marzo “cagarzo", ni por qué comparten tan mala fama el cura callejero y el sol madrugador.

Leo y releo y sigo “in albis”. Según cuenta García Márquez en su tan citada Cien años de soledad, con paciencia ejemplar en Macondo etiquetaron los objetos y los animales y las plantas para que sus nombres resistieran los duros picotazos del olvido. Con buena caligrafía Aureliano escribió “puerta para entrar”, “cama para dormir”, “cacerola para cocinar” o “esto es una vaca y hay que ordeñarla todas las mañanas”. Con similar proceder, un servidor intenta hoy salvar del naufragio los últimos recuerdos de su juventud. Cometí la imprudencia de apuntar las cosas pero no su significado por lo que el feliz hallazgo de la libreta, lejos de refrescarme la memoria y activarme la masa encefálica solo ha servido para incrementar aun más mi incertidumbre y mi desasosiego. Me consuelo pensando que la precaución que tomaron los personajes de la novela no les llevó a mejor puerto que a mí pues, según dicen, cuando por fin el temido mal les alcanzó se olvidaron también de leer por lo que, como a mí ahora, todos aquellos carteles se tornaron en un jeroglífico indescifrable.

Lamentablemente, todo aquél mundo de nuestra juventud está hoy a punto de desaparecer bajo la herrumbre inexorable del tiempo, carcomido por nuestra propia indolencia o, peor aún, demolido a golpes bajo la triste piqueta del desinterés y el abandono. Como una enorme manta que empezara a deshilarse desde la última fibra vamos dejando jirones en el camino y nos hundimos sin remedio en el pantano de la desmemoria, perdiendo el recuerdo de lo aprendido, la certeza de lo averiguado y la experiencia de lo vivido.

Hay que compartir recuerdos y experiencias, refrescarlas y contrastarlas con quienes las han vivido con nosotros, actualizarlas e, incluso, ampliarlas con lo que recuerdan otros. Mientras tanto he decidido dejar mi libreta con mucho cuidado en el mismo sitio en que la encontré y rogar que si esa peste fatal me llega, aparezca, como en Macondo, un gitano Melquiades con el antídoto que cure ese terrible mal.

Manolo Díaz Olalla
Santiago de Cuba, 13 de diciembre de 2018

Publicado en "Amigos de Hacinas", primer trimestre de 2019

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