Es cierto que, como decía Ilich Ulianov, hay momentos
históricos en que, en pocos años, la humanidad avanza infinitamente más que en siglos
anteriores. Miro el retrato y no dejo de sorprenderme de que las cosas,
efectivamente, sean así. Si pienso en la vida que hemos llevado mi abuela
Margarita y el Manolín de la foto, un servidor, incluso metiendo en la ecuación
también las biografías de la generación de en medio, la de mi madre, tías y
tíos, solo puedo concluir que un abismo nos separa. De la misma forma que no
tengo ninguna duda de que entre unas y otras el elemento diferencial decisivo
haya sido las distintas oportunidades que a lo largo de nuestra existencia se
nos han presentado a unos y a otros.
Desarrollo y avance es, ante todo, me digo, el resultado de
incrementar las oportunidades de la gente, de la misma forma que crear opciones
al alcance de todos y todas, especialmente de los más humildes, debe ser la
forma más eficaz de reducir las desigualdades, el gran reto de quienes nos
gobiernan y la mejor consecuencia de las buenas políticas. Me lo digo a mi
mismo, últimamente me pasa mucho, a lo mejor tendría que mirármelo, y vuelvo a posar
mis ojos en la mítica fotografía de Jesús Molinero, ese fotógrafo y artista
genial que ha dado nuestro pueblo, intentando recordar todo lo que rodeó ese
momento.
Fue una calurosa mañana de julio y el marco era, no me lo
nieguen, incomparable. Hay adjetivos tan ligados a algunos sustantivos que su
uso se restringe a ellos casi en exclusiva. Aquélla mañana, muy temprano, se
había desatado un pavoroso incendio (ahí tienen otro ejemplo de lo que digo) en
el monte y las campanas de la iglesia se habían quedado mudas de tanto repique.
Cuando la situación estuvo bajo control, poco rato después, se presentó Jesús
en nuestra casa pues acababa de llegar de Barcelona junto a su madre, nuestra
inolvidable prima Mercedes, y venía a hacernos una visita. Con su cámara Kodak
al hombro, una de las primeras réflex que se vieron por Hacinas, y tras
degustar un sorbo de café y comer una rosquilla de las que la abuela había
puesto en la mesa para el desayuno, hizo su composición de lugar e imaginó el
encuadre. Mientras daba algunas explicaciones sobre sus intenciones de realizar
ese verano un reportaje fotográfico de Hacinas y sus gentes, nos sacó hasta la
puerta de la calle arrastrando el viejo carro de hilar, completamente en
desuso, que la abuela había rescatado del cuarto de los leones esa misma mañana
y que había aparcado en una esquina del portal no sabemos con qué intenciones.
Refunfuñaba la abuela por la inesperada labor que se había
encontrado de buena mañana, nada extraño, quienes la conocieron recordarán que
era muy de refunfuñar, pero al final posó ante el carro mientras el fotógrafo
intentaba mantenerla en tensión:
-A ver, tía Margarita, paciencia, que acabamos a escape. Levante un poco esa cabeza.
Una, dos y tres instantáneas, clik-clik, disparó la máquina
en un periquete. Asistía yo a la sesión divertido por la incomodidad mal
disimulada de mi abuela y los esfuerzos del fotógrafo por sacar unos buenos
retratos, aunque impaciente porque terminara para escaparme a la parte Sancirbián a chutar unos balones con mis
amigos, cuando Jesús tuvo otra idea, genialidades de artista, y me pidió que me
acercara a la abuela para dar un contrapunto a la composición y cierto sentido
de movimiento. Y tanto que la di. Mientras me aproximaba por su izquierda y
ella fingía que no me veía, Jesús calculó la velocidad de obturación y la
apertura del diafragma y ¡zas!- ¡oh maravilla!- nos inmortalizó para la
posteridad, nunca mejor dicho. Ahí tienen la prueba.
Miro la fotografía ahora y analizo los detalles intentando
recrear de la forma más fidedigna lo que fuimos y sus circunstancias. La puerta
de la casa entreabierta mostrando la oscuridad algo inquietante del portal, donde
se adivina el cuarterón de par en par, la gatera que desde que se había muerto
el felino animal estaba tapiada en señal de luto con dos tablas atravesadas y, arriba
a la izquierda, la chapa del Sagrado Corazón clavada sobre la madera como
avisando a quienes se dispusieran a entrar en la casa que allí se contaba con
todas las bendiciones. La abuela, posición expectante y gesto adusto, que desmaya
las manos sobre la saya mientras mantiene el pie en el pedal de mover la rueda,
aparece coronada por su eterno pañuelo negro del que asoma por algún descuido un
mechón y la raya del peinado; a su lado, Manolín sostiene el balón de
reglamento entre las manos, enfundado en los pantalones cortos del año anterior
que con tanto esmero y cariño habían confeccionado sus tías Carmen y Dolores,
allí en Tarragona, calzado con los zapatos blancos calados de la comunión,
calcetines a juego, pelo liso, espeso, peinado a flequillo, mira a la abuela
con una mueca entre divertida y tierna.
Creo que vi aquélla foto alguna vez el año siguiente y
quizás algún tiempo más tarde entre los papeles de la abuela cuando se nos fue
“detrás del castillo para siempre”, eufemismo que usaba para denominar la
eternidad. Pero no recuerdo haberla contemplado de nuevo hasta mucho tiempo después
en que la reencontré frente a frente y de forma sorprendente, yo de pié con un
vermú en la mano y ella colgando de una pared del Bar “La Plaza” de Hacinas,
junto a otras del mismo artista, mientras sentía la gran emoción del que se
pregunta por qué el pasado sale a buscarle de esa manera tan inesperada y
enigmática. No pude contenerme y, vaso en ristre, me acerqué a ella como
preguntándole que de dónde salía y la volví a examinar despacio. Por un momento
percibí que, en la mesa de al lado, un grupo de muchachos jovencitos a los que
no conocía, ni ellos a mí indudablemente, había interrumpido conversación y
degustación de pipas para observarme entre divertidos y perplejos por mi incomprensible
actitud. Les miré con cierto aire de superioridad y, señalando el retrato, les
dije:
- Esa es mi abuela y ese soy yo.
Lejos de sosegarse noté que se incrementaba su extrañeza a
la vez que se mezclaba con cierta incredulidad e, incluso, que alguno me miraba
con más detenimiento, examinándome de arriba abajo, como si hubiera visto al
auténtico hombre de Cromañón, mientras parecía preguntarse “Ah, ¿pero aún quedan
vivos ejemplares de aquélla época?”
No me quejo. Al contrario, me encanta ver un retrato mío
colgado de la pared de un bar de tanto lustre como ese, junto a mi abuela,
aunque reconozco que, a diferencia de lo que me pasa a mí, ella era más de
iglesias que de locales de ocio. Y me encanta verme allí rodeado de otros
retratos de hacinenses de pro y de los mejores paisajes de nuestro pueblo. Si
les digo la verdad lo que me da cierto miedo escénico es acabar algún día en
algún museo etnográfico rodeado de estrébedes
negras de tizne, romanas de las
de colgar de un clavo, máquinas de hacer chorizos, medias fanegas y otros
aperos de labranza. Pero es el destino. Nada que hacer para evitarlo.
Me río yo solo, últimamente me da por eso, no sé si lo he
comentado, a lo mejor me estoy volviendo turulato, me río, digo, pensando que
enfilo los últimos tramos de la cincuentena contemplando una foto que tiene más
de diez lustros.
Y reafirmándome en que, de alguna forma, somos lo que
fuimos.
Manolo Díaz Olalla
(Publicado en la Revista "Amigos de Hacinas", tercer trimestre de 2018)