miércoles, 18 de abril de 2018

El paseo otoñal


Llegó, como tantas veces lo hiciera, en el coche de línea. “Ay, qué tiempos” pensó, e imaginó el gentío en Los Infantes, las idas y venidas, las esperas, las despedidas y los encuentros.

Sólo se lo imaginó, porque la calle estaba desierta. Era una mañana fría, pero huyendo de las sombras se sentía bien. Callejeó calculando en cada esquina la ruta a seguir para no perder ni un instante el sol de octubre, como los lagartos. “Ahí está”, se dijo, y volvió a meter las manos en los bolsillos de la chaqueta antes de entrar en la plaza. Miró a su alrededor intentando reconocer cada rincón, cada portal, cada bar. Al fin, cruzó transversalmente el rectángulo del espacio público hasta alcanzar La Carrera, y se sintió mejor. Paró un momento y volvió a mirar a su alrededor, mientras se dejaba acariciar la cara por los tibios rayos de media mañana. Extendió la cabeza hacia atrás para aprovecharlos todos y recordó las tardes que había recorrido ese mismo camino con su tía, camino del mercado.
-     Hala, majo, vamos a escape por La Carrera. Mejor cojo la carretilla y así andamos más ligeros.
Mientras lo observaba longitudinalmente entornando los ojos pensó que el precioso camino estaba aún más esplendoroso que antes. Y le pareció, también, más corto y estrecho de lo que constaba en su registro mental. Sonrió por un momento mientras echaba la cuenta de que crecemos poniendo todo lo demás en perspectiva. Siguió caminando admirando por igual praos, casas y chopera, hasta la fuente y la canal, y allí, en el mismo cruce, alzó la vista para observar otra vez, asomada a la loma, la casa abandonada de sus tíos y todo lo que la circunda. Pensó por un momento que era casi un milagro que se mantuviera en pie, tan maltratada  por el tiempo y el olvido, pero no cabía duda, allí estaba con sus inconfundibles ventanas pintadas de verde manzana, enhiesta como un torreón de vigilancia, desafiando desde su privilegiada posición al Altollano y a la inmensa vega del Arlanza.

Quiso convencerse de que no subía por no entretenerse pero en realidad desechó la idea para sortear la tristeza presentida y decidió seguir por la calle de la Fuente y el camino de Castrovido. Recordó que el objetivo del paseo no era otro que llegar hasta la huerta de su tío, ese paraíso de su imaginario infantil cuya contemplación anhelaba. Apretó la marcha cuando dejó a la derecha la calle Luna y allá, más arriba, el camposanto, deseoso como estaba de recorrer cuanto antes el kilómetro escaso que, si no recordaba mal, le separaba del soñado vergel. Se encontraba tan bien al tímido sol que se quitó la chaqueta y siguió caminando. Cruzó por encima del Arroyo Cubillo y pensó que estaba cerca. Le extrañaba, eso sí, que el entorno no le resultara del todo familiar, mientras dejaba atrás la pared vegetal frondosa a la izquierda y el descampado pelón a la derecha.

Camino de Castrovido y, a la izquierda, lo que queda de la huerta del tío Francisco y la tía Victoria (google map)

Tuvo que caminar unos minutos más hasta convencerse de que ya no se trataba de dimensiones relativas, distancias, ni tiempos falsificados por su cerebro, sino que, definitivamente, había pasado por delante de la huerta sin reconocerla. Volvió sobre sus pasos observándolo todo con detenimiento hasta que al rato cruzó de nuevo el puente del arroyo sin haber distinguido el terrenito soñado. Lejos de abandonar decidió retomar el camino otra vez en dirección a Castrovido, examinando esta vez paso a paso todo lo que le rodeaba. Tardó pero lo encontró. Dudó mucho pero al final reconoció que aquél pedazo de tierra que tenía delante había sido alguna vez la huerta de su tío. Aquél soñado lugar donde las tardes de verano eran un regalo de paz, diversión y  aprendizaje de técnicas hortofrutícolas avnzadas para cuya enseñanza el tío no escatimaba esfuerzos. Membrillos injertados que daban unos perucos  tiernos, dulces y jugosos e ingeniería imaginativa para subir el agua de la canal eran las innovaciones que todos los veranos ocupaban la mayor parte del tiempo magistral, mientras paseaban esquivando unas lechuguitas aquí, unas vainas allá y unos pimientitos al fondo. Y para culminar, la merienda en el chamizo, al resguardo de moscones y miradas indiscretas, buen cacho de chorizo con pan y porrón de orangina, mientras el diario hablado de Radio Nacional invadía la quietud pastoril de aquel lugar con novedades sobre la inauguración de algún pantano del Plan Badajoz.

De todo aquello no queda nada. Se acercó hasta lo que fue algún día la puerta de entrada a ese paraíso, ahora  solo unos restos de maderas podridas y muelles de somier, para darse cuenta de que todo había terminado. Se había consumido por el tiempo, el abandono y la desidia. Derrumbadas cercas y paredes de piedra que con tanto esmero cuidaba el tío, la huerta se había entregado al campo y el campo se había apoderado de ella. No quiso entrar, tan solo miró la devastación desde lejos. ¿Dónde frutales y surcos de hortalizas?, pensó, ¿dónde los espantapájaros con sombrero?, ¿dónde el chamizo fresco y la canal caudalosa y cantarina?, ¿dónde aquél esplendor?, ¿dónde su tío y su tía?, ¿dónde aquél chaval que fuera? ¿Dónde…..?

Ahogado por la melancolía salió de nuevo al camino y avanzó sin rumbo fijo hasta que encontró un pequeño merendero junto al arroyo y se sentó en un banco. Perdido en sus pensamientos y triste, muy triste, entornó los ojos y se quedó medio dormido al sol de mediodía, mientras uno de sus grandes amigos de adolescencia acertó a pasar por el camino dando su carrera diaria, haciendo footing, que se dice ahora. El amigo, al que no veía hacía muchos años, le vio de lejos sentado en aquél banco y pensó para sí “qué raro, un tío sentado a estas horas en ese lugar, quizás se encuentre mal”. El deportista a la fuerza (la afición por ir a escape por caminos y veredas no le venía por el gusto si no por el colesterol)  examinó con detenimiento a aquel extraño intentando averiguar el porqué de su presencia y si necesitaría alguna ayuda. Cuando estuvo lo suficientemente cerca comprobó que probablemente se trataba de cansancio lo que mantenía allí al inesperado desconocido, la cabeza extendida hacia atrás y los ojos cerrados. Nada para alarmarse, pensó. Se detuvo un instante más mientras aminoraba la marcha sin llegar a pararse del todo y repasó su cara. Ciertamente le sonó familiar pero no acabó por reconocerle.

Paró en seco un poco más adelante, asaltado por una duda pasajera y sutil, "no, no puede ser", se dijo, pero por si acaso regresó sobre sus pasos para volver a mirar al dormido hasta convencerse de nuevo de que, a pesar de esa brizna de duda, definitivamente no era él, su gran amigo, aquél que descansaba allí. Y siguió combatiendo el sobrepeso con el sudor de su frente.

Cuando, minutos después, despertó, aún atenazada su garganta por la pena y se puso de pie para coger el camino de vuelta, no podía imaginar que el tiempo, el implacable, el que pasó, trata con tan poca piedad a las cosas como a las personas, que también nosotros perdemos los bordes hasta casi confundirnos con el entorno, que somos pasto del olvido y que la devastación puede ser tan grande que nos volvemos irreconocibles hasta para quienes más nos han querido.

Al pasar por delante de su casa, ya cerca del mítico Luyma, se acordó de su buen amigo. ¿Qué habrá sido de su vida?, se preguntó. ¡Cómo me gustaría volver a verle!, pensó.

El sol regalaba sus últimos rayos del día y, mientras se dirigía al coche de línea, no quiso pensar en nada. Ni siquiera en algo tan evidente como que el tiempo y el olvido se habían hecho cargo de él con la misma impiedad con que se hacen cargo de todo. Y que el otoño ya lo invadía todo esa tarde triste de octubre.

Manolo Díaz Olalla

(publicado en la revista "Amigos de Hacinas", 1er trimestre de 2018, nº 159)