Ya no tengo ninguna duda. En el reparto ancestral de los
roles sociales que se estudian en antropología a mí me adjudicaron el de
recolector. Y como tal tiendo a guardarlo todo. Si no, que alguien me dé una
explicación al hecho de que hace unos días, trasteando en el desván, me topara
con una cajita de cartón verde cuya existencia había olvidado. Recolector sí,
pero con mala memoria. La miré un buen rato sin saber qué hacer con ella. Con
miedo al hallazgo, estuve tentado de volver a dejarla en su sitio y hacer como
que no la había descubierto. Pero, al fin, la curiosidad me pudo y examiné su
interior. Efectivamente, contenía un tesoro tan fantástico como ignorado.
Decenas, quizás cientos, de cartas que había recibido a lo largo de mi vida dormían
el sueño de los justos en aquél relegado depósito.
Así que, no lo dudé, y como quien va a deleitarse con un
festín, abrí una botellita de buen vino de la Ribera, me serví una copa y me
dediqué, sentado en mi sillón preferido, a disfrutar con la lectura de
noticias, impresiones, sentimientos y anhelos que en otra época constituyeron
aspectos esenciales de mi vida y de las de mis amigos.
Muchas de las mejores cartas que allí se conservan son de
buenos amigos lectores de esta revista. Es curioso pensar que a partir de ellas
se puede hilvanar, retrospectivamente, la biografía de muchos de ellos. Si
fueran bandejas de truchas, en lugar de cartas, diríamos que tienen bien
definida la trazabilidad en cada sobre. Si soy bueno en la conservación, soy
aún mejor en la discreción. Por ello nadie puede temer que el mínimo dato
comprometedor o inconveniente vaya a aflorar en este humilde relato. Primero
porque una carta de un amigo, mucho más si trata de asuntos personales, lleva
incorporado de forma tácita el secreto de confesión. Después porque si hubiera
dolo en lo que en ellas se manifiesta, la falta ha prescrito por antigüedad. Y,
sobre todo, porque a estas alturas ya a nadie le importa lo que cuentan. Casi
con seguridad, ni a los propios remitentes. Cartas de amor no había ninguna.
Esas cartas son como soplo de perfume: efímero e inatrapable. Como las notas
con instrucciones que reciben los agentes secretos, todas las cartas de amor
que he recibido en mi vida se han destruido, como por encanto y tras haber
dejado en el corazón todo el peso de su carga, treinta segundos después de
haber sido leídas.
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