Veo vacas. Continuamente veo vacas. Vacas de todos los colores, rubias, morenas, castañas. Vacas mohinas, tristes, de andar cansino y pasos aturdidos. Vacas mochas, vacas rabicortas, vacas descencerradas y descascarilladas de pitones. Vacas escuálidas y enclenques, vacas desnutridas, vacas anémicas. Muchas vacas.
Llevo muchos días viendo pasar vacas y su sola presencia, el sentir sus pasos, el oír sus mugidos me transporta casi sin quererlo a mi infancia. Tendré que reconocer que estas vacas no son como aquéllas. Las vacas de mi niñez eran vacas trilladoras, vacas relistas que se buscaban lo suyo y se cagaban en la parva cuando más lejos tenías la lata.
- Espabílate, mostrenco, y anda a escape que te vas a dejar ensuciar el grano.
Las vacas de mi niñez eran vacas comunitarias, que buscaban la boyada densa y concurrida por la dehesa arriba, que levantaban el polvo con las pezuñas en cualquier secarral y miraban con descaro al veraneante que les salía al paso. Aquéllas eran unas vacas de mucho fundamento con el lomo reluciente y la mirada altiva.
Llevo días viendo pasar vacas y siento que hasta las vacas sufren el subdesarrollo, los parásitos, los desastres, el hambre, la injusticia. Estas vacas que veo pasar aunque no trillan, ni acarrean, ni aran la tierra, saben de dolores y de miserias. Son vacas que han perdido a sus amos ahogados en cualquier recodo de un río que un día quiso ser mar y no entendió de cuencas ni de orillas. Son vacas que han perdido a sus terneros arrastrados por unas aguas incontenibles, sepultados bajos montañas de lodo espeso, asfixiados con su propia amarra intentando escapar de lo que ya era inevitable. Son vacas que buscan desesperadamente pastos para comer donde antes hubo y hoy no queda nada, que abrevan en pozos inmundos en cuyos fondos se pudren los cadáveres de los arrieros que las enyugaban y de otras vacas que no tuvieron tanta suerte al intentar resistir los envites de la naturaleza brutal y desbordada.
Cuanto más las miro -"¡ojazos, si paece que no ves!"-, más recuerdo y más me transporto a las tardes atorrantes en la era del Señor Pedro, en aquéllos veranos de la niñez, cuando todo era nuevo y fascinante y cuando la responsabilidad de sentarte en aquél taburete carcomido pilotando aquél trillo destartalado era la empresa más importante de tu vida y toda una aventura capaz de arruinar el sosiego y la paz de sopas de ajo que se respiraba en la casa de la abuela a la hora de cenar.
- Y la Señora Felipa tuvo que arrearle dos palos a la rubia p'a que andase más lista y no se saliera de la era.
- Anduviese, modorro.
- Anduviese modorro tres o cuatro vueltas, por eso le dio los palos.
Pienso también en aquéllos niños que éramos y dejamos de ser. Y me veo y me comparo con los niños de estas vacas. Los niños de las vacas que pasan delante de mí, son niños tristes, abatidos, con los ojos hundidos y pitañosos, niños descalzos y esgurriados, niños huérfanos, niños que han perdido la casa donde vivían y la escuela donde aprendían las cuatro reglas y la fecha de la independencia. Niños desnutridos, casi sin fuerzas para arrearlas y sin ganas de jugar ni de correr. Niños roídos por dentro por los gusanos, y por fuera por los hongos, deshechos de malaria y de dengue, exhaustos de tifoidea, de disentería, de hambre y de miseria. Las vacas son tristes pero los niños de las vacas le destrozan el corazón a cualquiera, y uno piensa si tendrá sentido seguir luchando con la historia cuando la historia se empeña en que los pueblos no levanten la cabeza, y con la naturaleza que se ensaña, como con el perro flaco, con los más pobres y desvalidos.
Estas vacas que veo están llenas de mataduras y de mugre. Son vacas mansas y malolientes que esquivan tu presencia y se van para otro lado antes de desafiarte y enseñarte la cornamenta. Son vacas que agachan la cabeza ante el destino, como sus amos y como los niños de sus amos. Vacas que se resignan a lo que venga y que miran al río cruel como esperando que vuelva a salirse para llevárselo todo.
Va a ser Navidad y estas vacas cansinas que me traen tantos recuerdos se tumban a la sombra de cualquier palmera desvencijada para aliviar el calor sofocante y esperar tiempos mejores.
Veo pasar vacas que son como fantasmas, vacas mosquilonas sin rumbo fijo ni ocupación. Pasan con ellas niños abatidos, enfermos, tristes.
Sin quererlo pienso en aquéllas vacas que eran entonces las de la boyada de Hacinas, y en los niños felices que las mirábamos pasar majestuosas, entre sorprendidos y fascinados.
Y no acabo de entender qué hicimos para merecerlo.
José Manuel Díaz Olalla
Texto escrito en algún lugar de Centroamérica el día de San José de 1999
Publicado en la revista "Amigos de Hacinas"