jueves, 29 de agosto de 2024

La manduca

 

"Puchero a la lumbre". (Fuente: Ayuntamiento de Malagón. Concejalía de cultura. C. Real)


Lo del minchar es asunto de trascendencia, diga usted que sí. Por los buenos ratos que pasamos mientras nos nutrimos, sobre todo si es en buena compaña, y por lo que la manduca y todo lo que la rodea explica de cómo somos, cómo vivimos y hasta la salud, o la poca salud, que tendremos. Lo que tiene que ver con su preparación, que también nos gusta, aunque no sean remojones, lo dejamos para otro día, no sea que algún chamuscas nos coloque el mote de catapucheros y la broma pase a mayores.

Siempre oí que hace años, cuando el desarrollo de una sociedad como Hacinas o, en general, como la Castilla rural de la época, era apenas un sueño, la alimentación diaria cabía en un puchero en el que se depositaba con cariño, muy temprano en la mañana, un puñado de garbanzos, algo de berza, quién sabe si un chorizo o un pedazo de tocino, cuatro vainillas, pero nada de pizca, eso ni soñarlo, ni que fueran bodas, con suerte una bola si la hicieron, o un pedazo de zangarrón, y se llenaba de agua de los Cubillos, que, por su blandura, cuece las legumbres muchísimo bien.

Eso me contaba mi abuela mientras me señalaba con el dedo de mandar chitón el quincho donde colgaba el cuadro con los calderos para que saliera a escape, camino de la fuente.

Y después, ahí, en la cocina, encima de las estrébedes o entre los rescoldos humeantes se pasaban las horas en aquél chup-chup lento, como a conciencia, mientras la gente andaba, dale que te pego, esterronando en la tierra, o en la casona metiendo los chivos en el ciburto, llenando el gamellón, o afilando la zadilla, ya saben, en su trajín cada cual.  

Ese cocidito sabía a gloria cuando, después del toque de mediodía, la familia se juntaba y se destapaba aquel puchero y se servía aquella sopa sustanciosa, en la que algunos hundían buenos cachos de pan de la hogaza (¡ay, los soperos!), deleitándose en cada cucharada mientras no quitaban ojo del recipiente entreabierto por el que asomaba lo que vendría después, en los siguientes vuelcos. Esas comiditas sencillas pero naturales y honradas, dicen que resucitaban a un difunto, bueno, es difícil saber si llegaban a tanto, pero desde luego espabilaban una filoxera y remendaban la mala pelleja que daba gusto. Hasta le cambiaban la cara al pujete cuando le llegaban los aromas al portal atravesando la sobrecocina.

El niño rebisco tenía que pasar por la palancana después de sacudirse bien la pichorra, antes de coger su plato, y al verle comer con tanta cazuza no faltaba quien comentara que quizás habría que suspender el tratamiento a base de quina Santa Catalina, que es medicina y es golosina, por sus extraordinarios efectos como reconstituyente.

¡Dejaime, dejaime!, protestaba el gurriato mientras tía y abuela le quitaban los churretes de la cara con la esquina de una rodilla mojada en saliva, sin soltar ni un segundo el plato humeante, temeroso de que el castigo por el desaliño llevara asociado el ayuno al áspero restriegue facial.

“¿Sabe hijo, sabe?”, preguntaba la abuela con interés muchos años después en aquélla misma cocina, mientras Manolín, que siempre fue un melindre, asentía con la cabeza por no defraudar, disimulando que lo que de verdad absorbía su curiosidad en ese momento no era tanto el contenido de cada bocado ni su suculencia sino el allar que colgaba del cañón de la chimenea, al que no quitaba ojo en su pendular cadencia.

Alimentación monótona, sabrosa y poco proteica, como es y ha sido en todos los sitios y en todos los momentos la manduca de los humildes, que mantiene a la gente fibrosa, aunque, en ocasiones, muy cerca de los límites de la desnutrición, en especial a quienes más necesidades tienen, un suponer, los lagartijos muy movidos, a riesgo de quedarse canijos, o las empampiroladas que no están cumplidas. La poca variedad en la dieta diaria hace, además, a la gente muy vulnerable ante cualquier evento imprevisto que ponga en peligro la cosecha, meteorológico, como una sequía, o natural, como una plaga, poniendo a las personas, a poca costa, en el pico de la cigüeña negra.

Afortunadamente había momentos en que la rutina se rompía y aparecían manjares insospechados. Durante las fiestas, los cumpleaños, tras un ojeo exitoso, en las bodas y otros acontecimientos sociales se llenaban mesas y barrigas de cabecillas asadas, sadurillas, con suerte alguna lebrasca o un cuarto asado, mazas de cabra bien curadas, sin hablar de morcillas, lomos y chorizos, ni cuantas delicias procedentes del reino animal, conservadas con mimo en abundante aceite, se puedan imaginar para el consumo humano.

Dietas, no obstante, en las que el pescado era una excepción. Conocido es el hecho de que la necesidad de una correcta conservación de esos alimentos siempre fue un límite importante para su consumo en la meseta en la época previa a la electrificación, lo que fue más o menos resuelto con las salazones y las conservas. En aquellos tiempos de que les hablo llegaban a todos sitios las bacaladas y los arenques, ¡ay esas cajas redondas encima de los mostradores con las coronas de sardinas en perfecta formación!, y, una tarde sí y otra también el alguacil, tras el oportuno toque de corneta, avisaba a la concurrencia de que:

“¡¡¡ se venden…

chicharros…

en el rollo !!!”.

La especie que se cita, o el zapatero, un suponer, que también se pregonaba mucho, son excelentes pescados azules muy populares en nuestra comarca, pero el asunto de la distribución del pescado fresco procedente del Cantábrico por Castilla en aquél entonces, es un enigma difícil de descifrar. Por ejemplo, el congrio, abierto o cerrado, es un pescado tan popular en la Ribera, que existe un plato típico de su cocina que se llama “congrio a la arandina”, lo que sin duda demuestra que nunca faltaron esas codiciadas piezas en aquellos mercados, donde siempre fueron muy populares, no dejando de ser un asunto singular, sobre todo una vez comprobado que tan sabroso pez no se pesca en el Duero.

Comparen, en fin, de qué, cómo y cuánto se alimentaban los hacinenses hace unos lustros con lo que pasa ahora en nuestra bella localidad y en todos los sitios. En primer lugar, llama la atención la uniformidad de la que hablábamos otro día: hoy por hoy se come casi igual (de mal) en todas partes. Hay una enorme variedad de alimentos diferentes, pero la gente padece malnutrición (sobrepeso y obesidad) como nunca antes, con terribles efectos sobre su salud. Si nuestros antepasados lo vieran seguro que nos dirían que nos hemos equivocado: no se trataba de comer mucho, sino de comer bien, una dieta equilibrada y variada con suficiente contenido en proteínas, pero moderada en hidratos de carbono y baja grasas, así como en azúcar y sal. Y, después de dar buena cuenta de lo ingerido, arreando al campo o a la huerta, a la bici o al camino, a la piscina o al parapente, a quemar las calorías que sobran.

Hoy en día nos conformamos con cualquier comistrajo o con cualquier aguachirle que nos ponen porque tenemos prisa, salimos a escape sin tiempo de acabar el jariguay o el solisombra, como espantajos, ni el clarete con el plato de cacagüeses terminamos, cuando deberíamos comportarnos como padres cucharones y, al menos, comer con tranquilidad la buena manduca que nos merecemos y nos dan o nos preparamos.

Somos cairones, hay que reconocerlo, y nos gusta chingar del porrón y de la bota hasta dejarlos secos, pero no le den vueltas ni le busquen, por malicia, otro sentido a un verbo que en perfecto hacinés tiene más de una acepción. Y si este idioma es tan rico, les prometo que otro día hablaremos de su otro significado. Eso también puede dar para mucho.

Manolo Díaz Olalla

Madrid, el día de San Pedro, patrón de Hacinas, de 2024

Nota: Las palabras y expresiones en cursiva forman parte del hacinés tradicional, no están incluidas en el DRAE 22ª edición y están tomadas del “Diccionario tradicional del Siglo XX de un pueblo serrano-burgalés”, de Jesús Cámara Olalla