jueves, 2 de mayo de 2024

El delantal

Cuentan que cuando el gran escritor García Márquez escuchó por primera vez la canción titulada «Pedro Navaja», compuesta por el músico panameño Rubén Blades e interpretada por él mismo junto a Willie Colón en 1978, exclamó que lamentaba profundamente no haber escrito la novela de la historia que cuenta esa tonada salsera. Uno, que nunca le llegará ni a la suela del zapato al gran Gabo, y que ni siquiera lo intenta, ha sentido una especie de frustración parecida a la suya cuando, hace poco, navegando por esa biblioteca desesperantemente desordenada que es internet, encontró un precioso relato de Ángeles Fuentes que más abajo transcribo, titulado “El delantal de la abuela”.

Se trata de una narración que, con sensibilidad y sencillez, traslada los mismos recuerdos y sentimientos que albergo sobre tan versátil elemento de la indumentaria de mi propia abuela, hasta donde me llega la memoria, gurriato urbanita, al fin, aunque con ínfulas de niño de campo, en aquellos años espléndidos de nuestra infancia en Hacinas. Más de una vez han leído en estas mismas páginas referencias a esa humilde prenda que, a veces y por modestia, no pasaba de mandil, y lo requetebién que cumplía su función de cobijar, esconder y refugiar al insensato Manolín cuando huía tras hacer una trastada o se espantaba ante la presencia inquietante de un desconocido. Pero esa misión salvadora era solo una de las que, en las manos sabias de la abuela Margarita y de las demás mujeres, tías y madres de nuestro pueblo, podía desplegar tan excepcional invento.

Cuando uno encuentra, como ahora, que todo lo que sentía y pensaba escribir ya lo había sentido y relatado de forma excepcional otra persona, solo queda difundirlo sin hacer más comentarios. Ahí va.

 

https://www.territorioancestral.cl/2020/02/20/historia-del-delantal-de-la-abuela/

 El primer propósito del delantal de la abuela era proteger la ropa de debajo, pero, además … sirvió como un guante para quitar la sartén del fuego. Era una maravilla secando las lágrimas de los niños y, en ocasiones, limpiando sus caras sucias. Desde el gallinero, el delantal se usó para transportar los huevos y, a veces, los polluelos que necesitaban terapia intensiva.

Cuando llegaron los visitantes, el delantal sirvió para proteger a los niños tímidos, y cuando hacía frío la abuela se envolvía los brazos en él. Este viejo delantal era un fuelle, agitado sobre un fuego de leña. Fue él quien llevó las patatas y la madera seca a la cocina.

Desde la huerta, sirvió como un capazo para muchas verduras; después de que se cosecharon los guisantes, fue el turno de las coles. Con él se recogían los frutos que caían de los árboles al terminar el verano.

Cuando los visitantes llegaron inesperadamente, fue sorprendente ver lo rápido que este viejo delantal podía limpiar el polvo de los muebles. Cuando se acercaba la hora de comer, la abuela salía a la puerta y sacudía el delantal y entonces, los hombres en el campo y los niños en la escuela, comprendían de inmediato que el almuerzo estaba en la mesa.

La abuela también lo usó para poner la tarta de manzana justo fuera del horno en el alféizar de la ventana para que se enfriara. Pasarán muchos años antes de que algún invento u objeto pueda reemplazar este viejo delantal … En memoria de nuestras abuelas.”

Nuestras madres, tías y abuelas, todas ellas, son y han sido ejemplo vivo de trabajo, lucha y amor a los suyos. Sin ellas y sus delantales no seríamos lo que somos y todo hubiera sido infinitamente más triste y difícil.  Pero ese viejo y querido delantal, el de aquéllas indómitas, posiblemente hoy será una reliquia colgada de un clavo o una percha, como vestigio de un tiempo que fue y no volverá. Como los trastos viejos, que cuando pierden su utilidad se mueren de tedio y abandono en algún rincón olvidado.

Ya no importa tanto que se manche la ropa de debajo porque tenemos mucha y también lavadoras que, en un periquete, la deja como nueva, sin tener que pasar el día para acá y para allá, frota que te frota, tiende y recoge, en Fuentepeña. Los mangos de la sartén ya no abrasan la mano y a los niños les limpiamos las caras sucias con moqueros de papel, húmedos y desechables, empapados en crema hidratante.

Pocos tienen gallinero en casa, ni fuego en la cocina cuya llama haya que avivar, ni los niños se esconden del forastero ya que, más bien al contrario, por menos de nada les encaran con desafío y desparpajo si se atreve a interpelarlos. Las patatas y las verduras vienen en bolsas del supermercado, a veces congeladas, lo mismo que la fruta, y el sucedáneo de madera con que prendemos la barbacoa nos lo traen a casa, bien compactado o en pastillas, en sus cajas de cartón.

El polvo lo limpiamos con gamuzas que lo repelen y cuando la comida está preparada, la abuela hace una llamada al móvil de los que tienen que dar buena cuenta de ella.

Y así, esos delantales mágicos se habrán quedado colgados para siempre, obsoletos e ignorados, en algún quincho recóndito de la cocina o del cuarto de los leones, pero aquellas abuelas, tías y madres, que con tanta maestría los manejaron están, para siempre, colgadas en nuestros corazones.

 

Manolo Díaz Olalla

Madrid, 8 de marzo de 2024

(En recuerdo y homenaje a todas las maravillosas mujeres de Hacinas.

Las que son y las que fueron)

 

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