viernes, 9 de agosto de 2002

Burros




Me enteré esta mañana de que los burros están a punto de extinguirse y me he llevado el disgusto del día. Todavía no me lo puedo creer. Bien es cierto que hace años que no les veo pasar por las calles, veredas, ni rincones de Hacinas, pero jamás llegué a imaginar que la cosa estuviera tan crítica. Más bien pensaba que esta escasez se debía a alguna cuestión de índole local que afectaba exclusivamente a la cabaña de Hacinas y su comarca. Pero no. Según la crónica televisiva se trata de un problema general. O sea, diríamos que es un asunto que afecta a la burrería universal.

Tenemos tanta tendencia a idealizar nuestras cosas y a creernos el centro del Universo, que todos los análisis de la realidad que nos circunda los pasamos primero por el tamiz de nuestra pequeña concepción del mundo, de la local, de la casera. Así por ejemplo cuando hace años empezaron a escasear los cangrejos autóctonos de nuestro río me hice todas las cábalas que mi modesto conocimiento sobre las cuestiones piscícolas me permitieron. Pensé que quizás se hubiera secado el río y los crustáceos habían perecido de sed, o que a fuerza de echar reteles de manera intensiva y de ser más los pecadores que los pescados, habríamos esquilmado esa suculenta riqueza fluvial. Nada más lejos de la realidad, por lo que después puede comprender cuando me hablaron, y me enseñaron, el nuevo amo de las aguas dulces de nuestra comarca: el cangrejo americano depredador. Pues bien, ahora con los asnos partía de premisas también equivocadas: nos encontramos ante un problema mundial.

La noticia que escuché esta mañana hablaba también de que un pueblo llamado Rute se ha convertido en reserva natural de estos solípedos, y allí, los que quedan, que son pocos, retozan a sus anchas, entre perplejos y complacidos, observados por turistas, zoólogos y amantes de lo exótico que acuden de todo el mundo, y liberados por fin de las penosas tareas que tuvieron que soportar sus antecesores en épocas recientes. Los que aparecieron en el reportaje con su cara y sus orejas de burro llenando la pantalla lucían felices, y me puse a pensar si lo serían por haberse salvado momentáneamente del sacrificio que ha sufrido el resto de la especie y por encontrarse en ese nuevo arca de Noé a la espera del diluvio, sin tener que cargar más peso sobre sus lomos que el de su propia conciencia de burros, si es que la tuvieran, que espero que no.




Evaristo con la acémila, muy crecida, de Basilio


Y creo que ahí hemos estado faltos de reflejos. Ese trabajo tan meritorio que realizan con notable esfuerzo en aquél pueblo cordobés con el fin de proteger la especie cuadrúpeda y evitar así su desaparición, al igual que hacen en las Islas Chafarinas con las focas monje o en la reserva congoleña de Los Virunga con los gorilas de montaña, ese loable trabajo, digo, bien lo podríamos estar haciendo en Hacinas en este momento. Primero porque los burros, esos burritos de nuestra vida, esos plateros tiernos y sufridos de nuestra infancia que corren el riesgo de desaparecer para siempre, bien se lo merecían. Y segundo, y ahora mirando un poco por nuestro propio beneficio, porque nos habrían podido dar mucho juego, como a los ruteños. Piensen si no: aulas de la naturaleza para convivir con los asnos los fines de semana, centros de interpretación burril aquí y allá, seminarios sobre sus costumbres más curiosas (como esa que tanto me sorprendía de niño al verlos rebozarse por el suelo intempestivamente hasta cubrirse de polvo), auditorios naturales para que el personal se deleitara con sus rebuznos, y un largo etcétera de cosas variadas que hubieran convertido nuestro pueblo en un floreciente centro de turismo burro-ecológico nacional.

No se lo tomen a broma porque la cosa, según la veo, es bastante seria. Dentro de nada cuando digamos, por ejemplo, esa frase tan recurrente de “iba cargado como un burro”, no podremos evitar que alguien nos mire, seguramente algún jovenzuelo de esos que sólo conocerán de su existencia por las enciclopedias, como si nos hubiéramos escapado del Pleistoceno, o fuéramos el auténtico antecésor de Atapuerca . Y, la verdad, es que deberíamos tener cierta mala conciencia colectiva por lo que hemos hecho con los burros. No hemos estado a la altura de las circunstancias. Ellos no se lo merecían. Diríamos que hemos ido demasiado lejos y demasiado rápidos en la nefasta costumbre humana de usar y tirar todo aquello (mineral, vegetal o animal) que deja de tener una utilidad para nosotros. Se inventaron los tractores, después la gente abandonó el campo (creo que una cosa trajo la otra), y, acto seguido, condenamos a los burros a los zoológicos. Esto del desarrollo está muy bien pero, por favor, un poco de conciencia ecológica y de armonía con el medio y con quienes lo pueblan. Y si de lo que se trataba era de buscar el lado mercantil a las cosas y terminar de una vez por todas con el romanticismo, nada nos hubiera costado haber sido algo más agradecidos con esos animalitos tiernos de nuestra adolescencia: ¿por qué no hemos buscado más utilidades a la lecha de burra, un suponer?. ¿Porqué no les hemos dejado un espacio en nuestras casas y en nuestros corazones como animalitos de compañía, por ejemplo?. No está bien esto que pasa con nuestros queridos asnos y algún día el ser humano, depredador, desagradecido y desconsiderado, recibirá su merecido.

Mientras eso llega tendremos que conformarnos con ir a Rute a ver los burros que queden. O a algún zoológico, si no nos queda otra. Bueno, no sé si hace falta que se lo diga, pero estoy hablando, desde el principio, de los burros de orejas grandes, corazón tierno, rebuzno sonoro y cuatro patas.

Los otros, los de dos piernas, mala educación y peor compostura no se extinguen. De esos cada día hay más. Y, además, los hay por todas partes.


José Manuel Díaz Olalla

(Publicado en "Amigos de Hacinas" en fecha indeterminada)