sábado, 26 de enero de 2013

El somarrito




En ocasiones algunas sensaciones quedan grabadas en la memoria junto a determinados sucesos que hemos vivido. Tanto y tan fuerte se unen que es casi imposible separar las unas de los otros por lo que, inevitablemente, cuando nos encontramos sin querer con aquéllas vuelven a visitarnos los recuerdos que suponíamos olvidados o escondidos en recónditos escondrijos de nuestro cerebro. Seguro que saben de lo que les hablo: ¿cuántas veces un olor, quizás el suave aroma de un perfume, o algo peor que eso, no digo que no, quizás un hedor como de cama vieja de cochiquera, les ha traído la dulce remembranza de una persona a la que no olvidan o, al contrario, que quisieran olvidar, o cuántas veces observando un espléndido atardecer no han tenido la sensación de que ya habían estado en aquél lugar anteriormente, cuando están seguros de que no ha sido así? Es muy posible, cuando eso sucede, que simplemente lo que huelen, ven y oyen es lo mismo que vieron, oyeron y olieron en una ocasión en aquél otro lugar o junto a aquélla persona evocada y es esa asociación neuronal la que ante el estímulo de los sentidos nos devuelve aquéllos recuerdos dormidos.

(Para seguir leyendo clicka aquí debajo)

Les digo esto porque últimamente y por diferentes motivos he vuelto a recordar algunos momentos de mi infancia y/o mi adolescencia en Hacinas y tanto y tan reales han sido las evocaciones que por unos instantes creí regresar de nuevo a aquéllos felices y sorprendentes años.

Algunas tardes de las que les cuento la casa de la abuela se llenaba de un olor suculento que salía de la cocina cuando algún somarrito, de esos tiernos y jugosos que ella o mi tía Victoria conseguían de algún matarife de confianza, se derretía sobre la parrilla al calor y al aroma ceniciento de las brasas crujientes. Esos olores anunciaban tardes de meriendas inenarrables y por encima del deseo desenfrenado de salir a la calle a jugar con los amigos (quién sabe cómo era la aventura de cada tarde, a lo mejor un “tras que le dio”, un “tres navíos”, un “un, dos, tres al esconderite inglés”, o una buena sesión de “esbare” por las laderas de sancirbián) por encima de eso, digo,  la vocación de fino gourmet que ya despuntaba en el mostrenco le hacía renunciar a tan singulares aventuras para sujetarle, inquieto y esperanzado, al lado del banco de la cocina esperando el regalo irrepetible del pedazo de carne recién asada.

Les cuento esto porque, aunque no es nada sencillo en este mundo actual en que hombres y bestias, todos, nos alimentamos a base de piensos y brebajes artificiales, volver a sentir aquéllos aromas de la carne  natural y sin conservantes, hace poco, casi por casualidad, caminando por una estrecha calle de un pueblo de La Rioja, volví a sentir el inconfundible aroma de un buen somarrito de cordero, así, de esos bien tiernos, que sin duda fundía sus grasas con sus proteínas al calor de un hogar cercano. Mientras mi pituitaria se saturaba de tan maravillosa fragancia, mi mente viajó a aquéllas tardes de verano en Hacinas hasta verme, canijo y atolondrado, otra vez sentado en aquél banco de la cocina de mi abuela. No había llegado a hincarle el diente a aquél manjar cuando esos recuerdos me trasladaron una sensación extraña de sorpresa y tristeza, de susto, de mala noticia, de algo totalmente inesperado y sombrío. En la evocación aparece en ese momento Luci para decirnos que la televisión acababa de dar la noticia de que la famosa cantante Cecilia había muerto en un accidente de tráfico. Un nudo en la garganta se apoderó de todos…

(Para continuar leyendo clicka aquí debajo)

Las evocaciones que se sustentan sobre acontecimientos importantes o sucesos históricos tienen la ventaja de que, buceando un poco en las enciclopedias o en la internet, no hay más remedio que bucear porque las cabezas ya no están para tanto, eres capaz de situarlas en tiempo y espacio con poco esfuerzo. Ese suceso cuyo recuerdo me asaltó de tan inquietante y suculenta manera en plena calle Mayor de Haro tuvo que ocurrir la tarde del 2 de Agosto de 1976. En la mañana de aquél fatídico día la famosa compositora y cantante de temas tan inolvidables como “Dama, dama” o “Un ramito de violetas” murió al estrellarse el vehículo en el que viajaba con un carro “sin luces de situación”, que diría Luis Aguilé, en el pueblo leonés de Colinas de Trasmonte, provincia de Zamora, y una enorme consternación nos sobrecogió a todos, tanto en Hacinas como en el resto del mundo. La tarde de asao y sopas de leche se arruinó definitivamente y la muerte de alguien popular, joven y en plenitud artística nos puso delante de la nariz lo frágil e inquietantemente insegura que es la vida.

Mientras en la capital del vino las campanas de la Iglesia de Santo Tomás daban las siete y se deleitaban en repicar eso tan bonito de “Ay, ay, ay los almacenes de Haro….”, qué también es ocurrencia dar la hora con un himno “antifraude” de 1888, recordé cómo otras tardes de rica merienda en casa de mi abuela se volvieron afligidas sesiones de sobresaltos y penas por sucesos inesperados. Así, rememoré que en 1973 fallecía en parecidas circunstancias el gran Nino Bravo y que tengo relatado en estas mismas páginas con qué angustia vivimos la tarde en que un rayo partió en mil pedazos el antiguo Sagrado Corazón, o la perplejidad con que, otra tarde, vimos llegar en sus motos a hombres desencajados que venían de Carazo o de Villanueva y que habían vivido en propias carnes la enorme devastación y el infierno de una tormenta brutal que les sorprendió en el camino y fue acabando ante sus ojos incrédulos, además de con árboles y matas, con todo “bicho viviente”. Nada comparable, no obstante, con la enorme tristeza de conocer, en otra terrible e inconclusa tarde de mesa y mantel, el fallecimiento en accidente laboral de Quintín, uno de los mejores mozos de  Hacinas.

Debe ser cosa de familia. Mi madre siempre nos contaba que se enteró de la cogida de Manolete mientras celebraba su santo, en Burgos, el 28 de Agosto de 1947 y por estas disquisiciones concluí que el tierno aroma del somarrito al amor de la lumbre escondía tras su sugerente recuerdo otros más tristes y amargos que han quedado grabados en nuestra memoria de forma indeleble, tanto y tanto que será imposible separar el uno de los otros.

Hubo tardes de nuestra infancia y de nuestra adolescencia en que al tierno rumor del pedacito de carne socarrándose en la parrilla la vida iba desgranándose en toda su crueldad delante de nuestros asombrados ojos. Como para que entendiéramos de una vez que la vida, y la muerte, son como el mar. Que vienen a golpes.


Manolo Díaz Olalla

Madrid, Diciembre de 2012
(Publicado en la revista "Amigos de Hacinas" nº 138,  IV trimestre de 2012)

No hay comentarios: