sábado, 8 de septiembre de 2018

La foto



Es cierto que, como decía Ilich Ulianov, hay momentos históricos en que, en pocos años, la humanidad avanza infinitamente más que en siglos anteriores. Miro el retrato y no dejo de sorprenderme de que las cosas, efectivamente, sean así. Si pienso en la vida que hemos llevado mi abuela Margarita y el Manolín de la foto, un servidor, incluso metiendo en la ecuación también las biografías de la generación de en medio, la de mi madre, tías y tíos, solo puedo concluir que un abismo nos separa. De la misma forma que no tengo ninguna duda de que entre unas y otras el elemento diferencial decisivo haya sido las distintas oportunidades que a lo largo de nuestra existencia se nos han presentado a unos y a otros.

Desarrollo y avance es, ante todo, me digo, el resultado de incrementar las oportunidades de la gente, de la misma forma que crear opciones al alcance de todos y todas, especialmente de los más humildes, debe ser la forma más eficaz de reducir las desigualdades, el gran reto de quienes nos gobiernan y la mejor consecuencia de las buenas políticas. Me lo digo a mi mismo, últimamente me pasa mucho, a lo mejor tendría que mirármelo, y vuelvo a posar mis ojos en la mítica fotografía de Jesús Molinero, ese fotógrafo y artista genial que ha dado nuestro pueblo, intentando recordar todo lo que rodeó ese momento. 

Fue una calurosa mañana de julio y el marco era, no me lo nieguen, incomparable. Hay adjetivos tan ligados a algunos sustantivos que su uso se restringe a ellos casi en exclusiva. Aquélla mañana, muy temprano, se había desatado un pavoroso incendio (ahí tienen otro ejemplo de lo que digo) en el monte y las campanas de la iglesia se habían quedado mudas de tanto repique. Cuando la situación estuvo bajo control, poco rato después, se presentó Jesús en nuestra casa pues acababa de llegar de Barcelona junto a su madre, nuestra inolvidable prima Mercedes, y venía a hacernos una visita. Con su cámara Kodak al hombro, una de las primeras réflex que se vieron por Hacinas, y tras degustar un sorbo de café y comer una rosquilla de las que la abuela había puesto en la mesa para el desayuno, hizo su composición de lugar e imaginó el encuadre. Mientras daba algunas explicaciones sobre sus intenciones de realizar ese verano un reportaje fotográfico de Hacinas y sus gentes, nos sacó hasta la puerta de la calle arrastrando el viejo carro de hilar, completamente en desuso, que la abuela había rescatado del cuarto de los leones esa misma mañana y que había aparcado en una esquina del portal no sabemos con qué intenciones.

Refunfuñaba la abuela por la inesperada labor que se había encontrado de buena mañana, nada extraño, quienes la conocieron recordarán que era muy de refunfuñar, pero al final posó ante el carro mientras el fotógrafo intentaba mantenerla en tensión:


-A ver, tía Margarita, paciencia, que acabamos a escape. Levante un poco esa cabeza.

Una, dos y tres instantáneas, clik-clik, disparó la máquina en un periquete. Asistía yo a la sesión divertido por la incomodidad mal disimulada de mi abuela y los esfuerzos del fotógrafo por sacar unos buenos retratos, aunque impaciente porque terminara para escaparme a la parte Sancirbián a chutar unos balones con mis amigos, cuando Jesús tuvo otra idea, genialidades de artista, y me pidió que me acercara a la abuela para dar un contrapunto a la composición y cierto sentido de movimiento. Y tanto que la di. Mientras me aproximaba por su izquierda y ella fingía que no me veía, Jesús calculó la velocidad de obturación y la apertura del diafragma y ¡zas!- ¡oh maravilla!- nos inmortalizó para la posteridad, nunca mejor dicho. Ahí tienen la prueba.

Miro la fotografía ahora y analizo los detalles intentando recrear de la forma más fidedigna lo que fuimos y sus circunstancias. La puerta de la casa entreabierta mostrando la oscuridad algo inquietante del portal, donde se adivina el cuarterón de par en par, la gatera que desde que se había muerto el felino animal estaba tapiada en señal de luto con dos tablas atravesadas y, arriba a la izquierda, la chapa del Sagrado Corazón clavada sobre la madera como avisando a quienes se dispusieran a entrar en la casa que allí se contaba con todas las bendiciones. La abuela, posición expectante y gesto adusto, que desmaya las manos sobre la saya mientras mantiene el pie en el pedal de mover la rueda, aparece coronada por su eterno pañuelo negro del que asoma por algún descuido un mechón y la raya del peinado; a su lado, Manolín sostiene el balón de reglamento entre las manos, enfundado en los pantalones cortos del año anterior que con tanto esmero y cariño habían confeccionado sus tías Carmen y Dolores, allí en Tarragona, calzado con los zapatos blancos calados de la comunión, calcetines a juego, pelo liso, espeso, peinado a flequillo, mira a la abuela con una mueca entre divertida y tierna. 

Creo que vi aquélla foto alguna vez el año siguiente y quizás algún tiempo más tarde entre los papeles de la abuela cuando se nos fue “detrás del castillo para siempre”, eufemismo que usaba para denominar la eternidad. Pero no recuerdo haberla contemplado de nuevo hasta mucho tiempo después en que la reencontré frente a frente y de forma sorprendente, yo de pié con un vermú en la mano y ella colgando de una pared del Bar “La Plaza” de Hacinas, junto a otras del mismo artista, mientras sentía la gran emoción del que se pregunta por qué el pasado sale a buscarle de esa manera tan inesperada y enigmática. No pude contenerme y, vaso en ristre, me acerqué a ella como preguntándole que de dónde salía y la volví a examinar despacio. Por un momento percibí que, en la mesa de al lado, un grupo de muchachos jovencitos a los que no conocía, ni ellos a mí indudablemente, había interrumpido conversación y degustación de pipas para observarme entre divertidos y perplejos por mi incomprensible actitud. Les miré con cierto aire de superioridad y, señalando el retrato, les dije:

- Esa es mi abuela y ese soy yo.

Lejos de sosegarse noté que se incrementaba su extrañeza a la vez que se mezclaba con cierta incredulidad e, incluso, que alguno me miraba con más detenimiento, examinándome de arriba abajo, como si hubiera visto al auténtico hombre de Cromañón, mientras  parecía preguntarse “Ah, ¿pero aún quedan vivos ejemplares de aquélla época?” 

No me quejo. Al contrario, me encanta ver un retrato mío colgado de la pared de un bar de tanto lustre como ese, junto a mi abuela, aunque reconozco que, a diferencia de lo que me pasa a mí, ella era más de iglesias que de locales de ocio. Y me encanta verme allí rodeado de otros retratos de hacinenses de pro y de los mejores paisajes de nuestro pueblo. Si les digo la verdad lo que me da cierto miedo escénico es acabar algún día en algún museo etnográfico rodeado de estrébedes negras de tizne, romanas de las de colgar de un clavo, máquinas de hacer chorizos, medias fanegas y otros aperos de labranza. Pero es el destino. Nada que hacer para evitarlo. 

Me río yo solo, últimamente me da por eso, no sé si lo he comentado, a lo mejor me estoy volviendo turulato, me río, digo, pensando que enfilo los últimos tramos de la cincuentena contemplando una foto que tiene más de diez lustros. 

Y reafirmándome en que, de alguna forma, somos lo que fuimos.

Manolo Díaz Olalla

(Publicado en la Revista "Amigos de Hacinas", tercer trimestre de 2018) 


miércoles, 18 de abril de 2018

El paseo otoñal


Llegó, como tantas veces lo hiciera, en el coche de línea. “Ay, qué tiempos” pensó, e imaginó el gentío en Los Infantes, las idas y venidas, las esperas, las despedidas y los encuentros.

Sólo se lo imaginó, porque la calle estaba desierta. Era una mañana fría, pero huyendo de las sombras se sentía bien. Callejeó calculando en cada esquina la ruta a seguir para no perder ni un instante el sol de octubre, como los lagartos. “Ahí está”, se dijo, y volvió a meter las manos en los bolsillos de la chaqueta antes de entrar en la plaza. Miró a su alrededor intentando reconocer cada rincón, cada portal, cada bar. Al fin, cruzó transversalmente el rectángulo del espacio público hasta alcanzar La Carrera, y se sintió mejor. Paró un momento y volvió a mirar a su alrededor, mientras se dejaba acariciar la cara por los tibios rayos de media mañana. Extendió la cabeza hacia atrás para aprovecharlos todos y recordó las tardes que había recorrido ese mismo camino con su tía, camino del mercado.
-     Hala, majo, vamos a escape por La Carrera. Mejor cojo la carretilla y así andamos más ligeros.
Mientras lo observaba longitudinalmente entornando los ojos pensó que el precioso camino estaba aún más esplendoroso que antes. Y le pareció, también, más corto y estrecho de lo que constaba en su registro mental. Sonrió por un momento mientras echaba la cuenta de que crecemos poniendo todo lo demás en perspectiva. Siguió caminando admirando por igual praos, casas y chopera, hasta la fuente y la canal, y allí, en el mismo cruce, alzó la vista para observar otra vez, asomada a la loma, la casa abandonada de sus tíos y todo lo que la circunda. Pensó por un momento que era casi un milagro que se mantuviera en pie, tan maltratada  por el tiempo y el olvido, pero no cabía duda, allí estaba con sus inconfundibles ventanas pintadas de verde manzana, enhiesta como un torreón de vigilancia, desafiando desde su privilegiada posición al Altollano y a la inmensa vega del Arlanza.

Quiso convencerse de que no subía por no entretenerse pero en realidad desechó la idea para sortear la tristeza presentida y decidió seguir por la calle de la Fuente y el camino de Castrovido. Recordó que el objetivo del paseo no era otro que llegar hasta la huerta de su tío, ese paraíso de su imaginario infantil cuya contemplación anhelaba. Apretó la marcha cuando dejó a la derecha la calle Luna y allá, más arriba, el camposanto, deseoso como estaba de recorrer cuanto antes el kilómetro escaso que, si no recordaba mal, le separaba del soñado vergel. Se encontraba tan bien al tímido sol que se quitó la chaqueta y siguió caminando. Cruzó por encima del Arroyo Cubillo y pensó que estaba cerca. Le extrañaba, eso sí, que el entorno no le resultara del todo familiar, mientras dejaba atrás la pared vegetal frondosa a la izquierda y el descampado pelón a la derecha.

Camino de Castrovido y, a la izquierda, lo que queda de la huerta del tío Francisco y la tía Victoria (google map)

Tuvo que caminar unos minutos más hasta convencerse de que ya no se trataba de dimensiones relativas, distancias, ni tiempos falsificados por su cerebro, sino que, definitivamente, había pasado por delante de la huerta sin reconocerla. Volvió sobre sus pasos observándolo todo con detenimiento hasta que al rato cruzó de nuevo el puente del arroyo sin haber distinguido el terrenito soñado. Lejos de abandonar decidió retomar el camino otra vez en dirección a Castrovido, examinando esta vez paso a paso todo lo que le rodeaba. Tardó pero lo encontró. Dudó mucho pero al final reconoció que aquél pedazo de tierra que tenía delante había sido alguna vez la huerta de su tío. Aquél soñado lugar donde las tardes de verano eran un regalo de paz, diversión y  aprendizaje de técnicas hortofrutícolas avnzadas para cuya enseñanza el tío no escatimaba esfuerzos. Membrillos injertados que daban unos perucos  tiernos, dulces y jugosos e ingeniería imaginativa para subir el agua de la canal eran las innovaciones que todos los veranos ocupaban la mayor parte del tiempo magistral, mientras paseaban esquivando unas lechuguitas aquí, unas vainas allá y unos pimientitos al fondo. Y para culminar, la merienda en el chamizo, al resguardo de moscones y miradas indiscretas, buen cacho de chorizo con pan y porrón de orangina, mientras el diario hablado de Radio Nacional invadía la quietud pastoril de aquel lugar con novedades sobre la inauguración de algún pantano del Plan Badajoz.

De todo aquello no queda nada. Se acercó hasta lo que fue algún día la puerta de entrada a ese paraíso, ahora  solo unos restos de maderas podridas y muelles de somier, para darse cuenta de que todo había terminado. Se había consumido por el tiempo, el abandono y la desidia. Derrumbadas cercas y paredes de piedra que con tanto esmero cuidaba el tío, la huerta se había entregado al campo y el campo se había apoderado de ella. No quiso entrar, tan solo miró la devastación desde lejos. ¿Dónde frutales y surcos de hortalizas?, pensó, ¿dónde los espantapájaros con sombrero?, ¿dónde el chamizo fresco y la canal caudalosa y cantarina?, ¿dónde aquél esplendor?, ¿dónde su tío y su tía?, ¿dónde aquél chaval que fuera? ¿Dónde…..?

Ahogado por la melancolía salió de nuevo al camino y avanzó sin rumbo fijo hasta que encontró un pequeño merendero junto al arroyo y se sentó en un banco. Perdido en sus pensamientos y triste, muy triste, entornó los ojos y se quedó medio dormido al sol de mediodía, mientras uno de sus grandes amigos de adolescencia acertó a pasar por el camino dando su carrera diaria, haciendo footing, que se dice ahora. El amigo, al que no veía hacía muchos años, le vio de lejos sentado en aquél banco y pensó para sí “qué raro, un tío sentado a estas horas en ese lugar, quizás se encuentre mal”. El deportista a la fuerza (la afición por ir a escape por caminos y veredas no le venía por el gusto si no por el colesterol)  examinó con detenimiento a aquel extraño intentando averiguar el porqué de su presencia y si necesitaría alguna ayuda. Cuando estuvo lo suficientemente cerca comprobó que probablemente se trataba de cansancio lo que mantenía allí al inesperado desconocido, la cabeza extendida hacia atrás y los ojos cerrados. Nada para alarmarse, pensó. Se detuvo un instante más mientras aminoraba la marcha sin llegar a pararse del todo y repasó su cara. Ciertamente le sonó familiar pero no acabó por reconocerle.

Paró en seco un poco más adelante, asaltado por una duda pasajera y sutil, "no, no puede ser", se dijo, pero por si acaso regresó sobre sus pasos para volver a mirar al dormido hasta convencerse de nuevo de que, a pesar de esa brizna de duda, definitivamente no era él, su gran amigo, aquél que descansaba allí. Y siguió combatiendo el sobrepeso con el sudor de su frente.

Cuando, minutos después, despertó, aún atenazada su garganta por la pena y se puso de pie para coger el camino de vuelta, no podía imaginar que el tiempo, el implacable, el que pasó, trata con tan poca piedad a las cosas como a las personas, que también nosotros perdemos los bordes hasta casi confundirnos con el entorno, que somos pasto del olvido y que la devastación puede ser tan grande que nos volvemos irreconocibles hasta para quienes más nos han querido.

Al pasar por delante de su casa, ya cerca del mítico Luyma, se acordó de su buen amigo. ¿Qué habrá sido de su vida?, se preguntó. ¡Cómo me gustaría volver a verle!, pensó.

El sol regalaba sus últimos rayos del día y, mientras se dirigía al coche de línea, no quiso pensar en nada. Ni siquiera en algo tan evidente como que el tiempo y el olvido se habían hecho cargo de él con la misma impiedad con que se hacen cargo de todo. Y que el otoño ya lo invadía todo esa tarde triste de octubre.

Manolo Díaz Olalla

(publicado en la revista "Amigos de Hacinas", 1er trimestre de 2018, nº 159)

lunes, 29 de enero de 2018

Lechales ' 39


El 28 de octubre de 2017 se celebró otra edición de la reunión anual de lechales, un clásico del otoño hacinense, esa gozosa ocasión, la número 39 sin fallar ni un solo año, en que los amigos se reúnen, se congratulan no solo de encontrase sino de encontrarse bien y se dedican durante algo más de un día a los cánticos, los abrazos, los recuerdos y la degustación de manjares y caldos, algunos espirituosos, que habrá que decirlo todo.

El encuentro fue organizado en esta ocasión por Arturo quien nos preparó un programa para la mañana del sábado lleno de emociones. La más notable fue la visita guiada a la cueva “Galiana Baja”, en las entrañas del cañón del Río Lobos en su parte soriana, una experiencia de espeleología avanzada que transcurrió por una de las simas más impresionantes de Castilla, poniendo a prueba los nervios y la sangre fría de los más templados de la cuadrilla. También nos obligó a embutirnos en trajes de espeleólogo, para solaz y despiporre de propios y extraños, un auténtico mono de minero con su culera plástica y todo, por aquello de esbararase con comodidad por las piedras húmedas de la gruta. ¡Ay si nuestras madres, tías y abuelas hubieran conocido este complemento del vestuario cuando pasábamos las tardes de nuestra infancia rompiendo pantalones en la ladera de sancirbian, en especial en esos descensos desafortunados en que el cartón se quedaba clavado en una piedra y los mostrencos seguíamos bajando, a culo limpio, hasta la casa de Timoteo!

Penetramos, no sin cierto resquemor, al abismo, sí, entre estalagmitas, gours y coladas, y allí conocimos la ignota belleza de las profundidades de la tierra después de sentir el efecto de la sobredosis de adrenalina que se acumula en venas y arterias al practicar estos deportes de elevadísimo riesgo. Dos horas y media de aventura por aquél averno que nos reconfortó y que no olvidaremos fácilmente. Como tampoco se nos quitará fácilmente de la memoria, y eso que ya flaquea un poco, la experiencia de vivir la segunda de las emociones que nos tenía reservada la fría mañana soriana: la degustación de unos torreznillos exquisitos, todos de concurso, en el Burgo de Osma. Acabamos esa parte de la jornada con la comida de fraternidad que se celebró en un precioso establecimiento de Rioseco de Soria donde, y para no andar dando vueltas a lo tonto modorro, también echamos la partida mientras caía la tarde.

Podemos decir sin miedo a equivocarnos que somos una de las cuadrillas más musicales de Hacinas, del partido de Salas y de parte de la comarca de La Demanda, así que entrada la noche perpetramos uno de nuestros ya míticos conciertos en Castrovido, concretamente en el bar de Begoña, donde ya están acostumbrados, primero en play back, después a capela y finalmente al natural como los buenos diestros, mientras compartíamos algunos platillos calientes y brindábamos otra vez por la paz, la armonía, el placer de celebrarlo nuevamente y, también, por seguir batiendo records tan majos y tan mozos.

En fin, otra jornada fantástica que hemos querido compartir con todos y todas, para lo que dejamos aquí esta pequeña crónica y algunas pruebas gráficas.

Así sea.
Manolo Díaz Olalla

(Secretario de la cofradía)
(Publicado en "Amigos de Hacinas", último número de 2017)

Foto oficial encuentro Lechales'39


Julito miliciano

Agustín esbarándose con mucho estilo


Comida

Cante "jondo"



Javi pirata


Cuando pusieron "lo agarrao"